Texto de su hijo Romy González

 (Definición de “Mozo de Estoques/mozo de espadas”: Ayudante más próximo del matador de toros; se encarga de proporcionar al matador los trebejos/enseres durante la lidia y suele vestirlo y desvestirlo (el mozo de estoques no forma parte de la cuadrilla, pero es la figura más próxima al matador, pues en ocasiones es quien le aconseja y comparte sus éxitos y fracasos).

Antes de nada, decir que me referiré  tanto Dª Angustias Sánchez Martínez como a D. Manuel Rodríguez Sánchez como “Abuela” y “Padrino”, tal como han sido siempre nombrados en mi casa.

¿POR QUÉ SE HACE MOZO DE ESTOQUES?

  •  Mi padre, Guillermo González Luque, nació el 23 de mayo de 1911; era, por tanto, seis años mayor que el Padrino, que nació el 4 de julio de 1.917.
  • Guillermo fue algo más que el “fiel mozo de estoques” del Ilmo. Sr. D. Manuel Rodríguez Sánchez “Manolete”. Procedía de “gente de coleta”, ya que el apellido González, le viene de la familia de Rafael González Madrid  “Machaquito” II Califa y el de Luque por su bisabuelo Antonio Luque González, matador de toros, que fue el primer torero que utilizó el apodo “Camará”.
  • También intentó ser torero, incluso toreó dos becerradas que las patrocinaba el “Club Guerrita”, pero se dio cuenta que no tenía –como él decía- “lado izquierdo”, o sea, corazón, valor” y lo dejó.
  • Pensó que para “picador” podría servir y se entrenaba en casa de la calle Pérez Galdós, donde entonces vivía de la Abuela; mientras el Padrino daba pases con cualquier trapo que cogía, él simulaba picar con las escobas montado en el pasamanos de la escalera.

Aunque siempre estuvieron juntos, no fue su primer mozo de estoques; antes lo fue Enrique Basallo, que sólo lo acompañó en una novillada. Después entró otro amigo íntimo, Curro Molina, que prestó este servicio hasta 1937, en que falleció en plena juventud el 27 de marzo. Lo mismo que mi padre, estaba como ayudante y hombre para todo y, sobre todo, que conducía, a partir de dicho año y hasta el final, estuvo a su servicio.

Eran más que hermanos; fue su compañero inseparable en el barrio (Santa Marina y Campo de la Merced, distritos de la torería cordobesa, unidos por la “Casa-Paso»), en el colegio salesiano y en las juveniles andanzas taurinas por las cortijadas cordobesas. El Padrino lo consideraba el hermano que nunca tuvo, ya que se crió entre nueve mujeres, que lo tenían entre algodones, por la ya trágica muerte del Rafalín, hijo de la abuela con su primer marido.

Mi padre también era el único varón entre cuatro mujeres. De hecho vivían a unos 300 mts., pero cuando se casaron mis padres, se mudaron a la casa contigua de la abuela, así que estaban puerta con puerta en la Plaza de la Lagunilla. Fue su protector y defensor más celoso y enfervorizado, el guardador de sus más íntimos secretos, su chofer, su ayuda de cámara, su confidente, pero, sobre todo, su amigo del alma. La abuela nunca quiso que “el niño” se quedase sólo, sin la compañía de mi padre. Igualmente, el Padrino, cuando las campañas americanas, dejaba a mi padre al servicio de su madre.  Decía la abuela “Guillermo es muy bruto, pero muy bueno”.

 Por su gran conocimiento de los toros (decía el Padrino que era el que más sabia de toros, el que mejor toreaba de salón y el que mejor se peinaba de España), desde que salía el burel por el chiquero, ya le decía las características que tenía y la forma en que debía lidiarlo. En ese aspecto eran de pocas palabras; mi padre hablaba y el maestro escuchaba.

Excepto en  el apoderamiento (cerrar contratos, componer carteles, elegir plazas, etc.), casi toda la actividad de su   maestro los llevaba con verdadero fervor, tanto en el ámbito social como en el profesional. Al comienzo  de la temporada se encargaba de toda la logística -que no era poca-, empezando por el vestuario, tanto de torero como de calle y cuando el apoderado no podía, también se encargaba de las reservas de los hoteles, restaurantes, etc.; aparte de ello y en su labor propiamente dicha, tenía los trajes de torear inmaculados y tanto capotes, muletas, estoques, etc., siempre en perfecto estado de revista (inclusive llevaba un neceser –caja de los hilos- con agujas e hilos para coser, que le preparaba mi madre), así como los vehículos. Era muy meticuloso para eso. Los días de corrida y desde por la mañana, ya estaba preparando todo para que nada fallase. En la habitación del hotel sólo el Maestro, el Apoderado y él; en contadas ocasiones algún íntimo amigo entraba en la habitación. Después de una frugal comida comenzaba la ceremonia del vestido que lo hacía con verdadero primor. Sólo el atarle los “machos” , por costumbre, era labor del Apoderado.

  • Desde el día de la tragedia, mi padre permaneció al margen del toreo, quedando al servicio de la abuela, desempeñando tareas de confianza hasta la muerte de ésta, acontecida el 10 de noviembre de 1980. El primer día que se incorporó como asistente, lo primero que le dijo a la desconsolada abuela, es  “que le prometiese que nunca, nunca,  le pidiese hablar sobre la vida privada de su hijo”, cosa que cumplió la abuela. La paseaba todas las tardes con el “Cadillac” verde    que quedó y  que recuerdo con cariño, porque me montaba en él. Unas tardes la llevaba a la plaza de La Lagunilla a ver a parte de sus hijas, y otras a la Plaza de Las Tendillas, donde la autoridad le permitía aparcar en el “sitio de Dª Angustias”; previa charla con él (para que no le hicieran preguntas del doloroso pasado) allí venía la gente a saludarla y mi padre le decía de quien se trataba.

·         Mi padre guardó luto a su amigo del alma hasta el final de sus días; nunca salió a la calle sin que en sus prendas de vestir figurara la banda negra –que por entonces usaba- tanto en la manga de la chaqueta como en el bolsillo superior de las “guayaberas” de verano. Fueron 48 años de fidelidad  y lealtad inquebrantable, culto a un cariño entrañable, que perduró más allá de la vida y de la muerte.

  • Siempre tuvo en su boca las frases “por la Gloria de Manolo” o “Manolo que en Gloria esté”.
  • Para finalizar, sólo dos anécdotas. La primera fue que en el verano de 1984, se     presentó en mi casa Rafael Soria Molina “Rafalito Lagartijo” (“Calín” en      familia), acompañado      por Filiberto Mira, Salvador Pascual y Francisco     Cano Lorenzo “Cano”,     célebre fotógrafo taurino que tantas tardes acompañó      al Padrino y que     inmortalizó la trágica tarde de Linares. Pues bien, Cano      señaló con su índice a      mi padre y éste hizo lo propio, se miraron y sin decir         palabra, se fundieron en            un interminable     abrazo, llorando ambos.

La segunda ocurrió el día 15 de octubre de 1951. Dicho día se efectuó en la más estricta intimidad el traslado del féretro con sus restos mortales desde el panteón familiar de la familia Sánchez de Puerta (allí reposaron hasta tanto se terminara el mausoleo que construyó Amadeo Ruiz Olmos)  que es donde hoy yacen. Durante el transcurso y a pesar de la muy cuidadosa acción,   ocurrió que del arcón se    desprendió una de las asas y se la entregaron a mi            padre. A los dos días, una           vez pasado el amargo trance,  se fue a la carpintería de  Joaquín Milla Gracia,           gran amigo de los dos, y le encargó una “urna” (tenía el frontal y los lados            de cristal), en cuyo fondo de madera y sobre terciopelo rojo, se fijó la referida      asa; la puso en el aparador del salón  como si fuera el Sagrario en un altar.             Todos los días la tocaba o besaba y hablaba con él.

  • Mi padre se reunió con ellos el 19 de diciembre de 1995, pero su recuerdo quedará para siempre como un caballero, que fue fiel a su amigo «Manolete» hasta 48 años después de la trágica tarde de Linares.
  • Papá descansa en paz.