Vivimos tiempos sometidos a lo que convendría calificar de apresuramiento mortífero, en los cuales ciencias y diversas disciplinas están llamadas o forzadas ideológicamente a dedicarse en revelar, confesar o explicar cualquier fenómeno, al que asedian de todas partes para que libre su razón de ser, mediante medios técnicos y de investigación cada día más sofisticados. A mi modo de ver, y bien a pesar de este horizonte positivista (que se impone cada vez con más fuerza y evidencia), ciertos acontecimientos, ciertos métodos, tal la práctica psicoanalítica o la misma tauromaquia, más por su complejidad que por su finalidad, todavía logran escapar a esta intencionada puesta en orden del mundo. La práctica psicoanalítica, al contrario de otras técnicas de acercamiento al estudio del ser humano (como, por ejemplo, la psicología) no pretende explicar y aún menos entender (a pesar de que a veces resulte necesario), sino prestar especial atención a que todas las incógnitas vinculadas a una dificultad planteada por un caso no acaben tratadas, no terminen rematadas por la respuesta que se les pretende dar. Paradójicamente, podemos decir que muestra cierto empeño para que toda respuesta facilitada, cuando la haya, preserve de por sí un margen de enigma, un cierto lunar, a modo de reflejo o efecto de la realidad, y que ilustra esta persistencia de cierto interrogante. De esta forma, esa parte esencial de la materia, que llamamos «Goce», y que por esencia escapa a cualquier tipo de cálculo, se va a poder debatir, se podrá explayar o desplegar de otro modo que no sea el sintomático, patológico o la puesta en práctica de ciertos conductos previamente vaticinados.

 

Me van a perdonar esta introducción un tanto ardua, pero no quisiera de entrada dejar por entendido que el psicoanálisis pueda arrojar (merced a los poderes que se le confiere) cualquier tipo de diagnóstico exclusivo sobre la tauromaquia. Se me ha solicitado que aborde en este artículo la psicología del aficionado, y creo que empezarán a entender que resulta tarea prácticamente imposible. Algunos, psicoanalistas, han querido identificar en ella «el parricida», la experiencia de la castración y otras memeces; no dejan de ser esto: memeces. Sencillamente porque no se puede espistemológicamente desplazar a otro campo la conceptualización propia de un campo determinado. El psicoanalista no puede, como tal, hablar de tauromaquia más que desde el prisma de aficionado. Buscar un especialista para abordar una cuestión que no resulta de su dominio no le confiere ninguna autoridad en la materia. En cambio, como lo indicaba al principio, si no se trata tanto de hablar de tauromaquia, sino de abordarla como fenómeno, es decir, preservar el enigma que encierra, en otras palabras dejar expresarse el referido fenómeno, y hablar de él, desde esta óptica quizás podamos enlazar psicoanálisis y Tauromaquia. Existen de estos fenómenos cuyos tratos requieren de la invención de un término, que aunque adecuado para lo que designa, deja sin desvelar, sin restituir su verdadera esencia. Así, de la cura psicoanalítica cuya finalidad no es tanto de descubrir secretos (de ámbito privado o no), o demás traumatismos (supuestos o no) una «causa» tanto más eficiente que misteriosa o profundamente oculta, que de permitir al paciente de orientarse hacia el lugar donde radica el sentido, la fuente donde nacen los posibles, donde se declinan las interpretaciones, donde proliferan los significados sin que ninguno tenga el poder de callar el sujeto. Sufrir psíquicamente, es a menudo estar confrontado a una única posibilidad, una sola interpretación, estar aplastado por una representación. Poco importa el método empleado para abordar el fenómeno taurómaco, la perspectiva elegida, bien sea técnica, ingenua, documentada, política, etc.; lo esencial a mi modo de ver –y quizás sea ahí donde un reparto fundamental se realiza– es la manera de tratar el tema. Es decir, ponemos por delante una palabra cuya evocación y despliegue guarda aún cierto misterio, o al contrario, traemos un vocablo con la acuciante intención de desnudar, de desvelar, de desmantelar, de explicar…, una palabra, hay que añadir, que impondría la evidencia de su poder apoyándose sobre el fantasma de la transparencia y sobre el mito de la racionalidad. No me vendría a la mente reprochar a los enemigos de la Fiesta de serlo, al fin y al cabo ¿por qué no? Se trata de buscar una razón de ser –pero lo que no soporto bien del todo, por no decir que soporto muy mal– es la banal «modernidad» del discurso de estas personas. Una banal modernidad que por una parte recurre al mito de la racionalidad –una luz brutal que no deja ninguno de estos resquicios de sombra donde le gusta esconderse al hombre– y por otra a una actitud positivista que persigue sin resuello cualquier anfractuosidad del ser susceptible de tapar asuntos de poca confesión, pero donde el hombre al mismo tiempo alimenta sus sueños. Además, con el pretexto de cierto concepto del progreso humano, y aunque promovido por un noble sentimiento, fomenta o inspira en su contra cierta idea del hombre moderno impoluto y liberado de sus pasiones al igual que de sus sufrimientos y que en lugar de gozar solo tuviera acceso a placeres sanos, higiénicamente controlados y moralmente irreprochables. «La mediocridad de nuestro universo ¿acaso no dependería de nuestra capacidad de enunciación?», escribía André Breton. En un registro profesional, apunto que estos ideales no me interesan demasiado y he tenido oportunidad de discutirlos y hasta de rechazarlos cuando percibo que sus finalidades son de ocultar la división, el clivaje que, inevitablemente divide o desgarra el ser humano. División que podemos fragmentar a modo de esquema entre los ideales (o las ideologías, no influye el término), y las pasiones que conmueven al hombre y que a menudo a flor de piel, surgen y se exprimen con toda la fuerza y el polimorfismo, en cuanto se levanta el velo de la racionalidad que las cubre.

 

El ser humano es un ser pasional, que no duda en poner su vida en juego en cuanto se cuestionan sus primordiales señas de identidad. Es mérito grandioso de Freud el haber puesto de manifiesto que bajo las arquitecturas más sabias, más sofisticadas, más controladas, se mueven pasiones, conductos opacos, infantiles etc. Podemos pregonar cierto angelismo, lamentar que las cosas sean como son o desear que sean de otra forma, recurrir a la “cultura”, es decir recurrir al rechazo y a la sublimación, pero otra vez se trata de un ideal y de cierta forma de desconocimiento.

Soy consciente que mi discurso roza asuntos complexos y delicados, pero también sé por haber traducido y publicado obras tratando este terrible momento que atravesó la psiquiatría alemana bajo el III Reich, practicando la exterminación de enfermos mentales por inyección letal o mediante los hornos crematorios, que las cosas más horribles pueden ser efectuadas con el pretexto de la pureza y de la compasión por gente de bien –y no por monstruos (siendo monstruo el que carece de humanidad) –.

Y es con este pretexto que la pulsión de muerte (este concepto que Freud tardó tanto en admitir) puede ejercerse con la mayor eficacia.

Les ruego tengan la bondad de disculpar la gravedad de mi propósito, cuando supuestamente es de la fiesta brava de la que discurrimos, pero es que trato de alguna manera de sostener así mi convicción de que no solamente un determinado género de violencia nos habita – nuestro mundo interior reboza de ruido y furor- sino que además está violencia no debe ser ocultada o contestada, no debe de ser rechazada en nombre de un angelismo supuesto o esperado del hombre, sencillamente porque es inherente, definitivamente liada, consubstancial a todo acto fundador, a toda inscripción simbólica (tratándose de un sujeto o no) que tiende forzosamente a perturbar el orden de las cosas.

Un acto simbólico es violento por naturaleza, por el mero hecho de producir una efracción, de producir una efracción dentro de un orden natural de las cosas entiendo– o mejor dicho, dentro de un orden pseudo-natural de las cosas. Una inscripción simbólica, una obra, una creación nacen necesariamente de una ruptura- o sea de un acto violento- respeto a lo que hasta entonces era lógicamente percibido como evidente, natural  y que de repente aparece obsoleto, antiguo y cargado de prejuicios. Cada acto auténtico, taurómaco u otro, trae efectos reventadores que acaban desbordando el conjunto de significados que teníamos por asumido y que no percibíamos.

La violencia no se puede asociar a la crueldad y tampoco al furor o a la agresividad. La crueldad digamos se asemeja a la perversión si consideramos la violencia en sí como un instrumento de goce.  El sadismo por ejemplo radica en este goce producido por un acto de pura violencia, pura en el sentido que esta violencia se desprende de toda dimensión simbólica y confina el otro al rango de objeto.

Asimilar pues violencia y crueldad, aparte de asemejar la violencia a la perversión conlleva además el grave inconveniente de dificultar la confrontación con la violencia, con la violencia del hombre, con nuestra violencia.

La violencia no debe considerarse una negatividad que convenga erradicar, más cuando se define como el efecto de una ruptura de un orden de las cosas provocado por todo acto de creación.

Enfrentarse a la violencia, plantarle cara a su propia violencia, contemplarla, reconocerla, supone una dificultad que el hombre ha de sortear con cierto grado de neurosis por miedo a que suscribir a esta conducta fuera de lo normal le exponga al conflicto y al rechazo. Al mismo tiempo la violencia puede ser temida, hasta eludida puesto que no deja de asimilarse al furor, o sea un estallido de pulsiones absolutamente fuera del control del sujeto, o a la agresividad que persigue la destrucción del objeto del que dependemos y que no controlamos.

¿La razón de este paréntesis sobre la violencia? Con él, pretendo argumentar que el acto taurómaco, desde el ángulo de la creación, es un acto violento, no por conllevar capítulos de hierro y sangre, pero sí por ser la fractura y la imposición de un orden frente al real, por ser su puesta en escena, su conmemoración, la celebración de un acto fundador de la humanidad del hombre.

¿Qué es una civilización? A criterio de Freud, ¿nada sino el descomunal esfuerzo por subordinar las pulsiones agresivas a las exigencias de la colectividad? En “Malestar en la civilización” enseña como las culturas no pueden edificarse ni perdurar sin domar las pulsiones más arcaicas. Pero va mucho más allá al sugerir en “Tótem y tabú” que la misma civilización, como heredera de un crimen cometido en común, habría conservado guardado en su interior la violencia que antaño presenció su nacimiento, y que seguiría viva merced a cierto grado de violencia legítima.

 

Podemos decir que cualquier civilización manifiesta desde luego la violencia que procura exorcizar. Podríamos seguir reflexionando sobre este punto concreto ahora desde la perspectiva de la teoría postrera de Freud (allá por 1920, concluida la guerra de 14-18), cuando reconocía ya la existencia de una pulsión independiente de la libido, la pulsión de muerte. Aunque en este caso me parece importante preservar la distinción que he defendido: no confundir la violencia fundadora, la cual se manifiesta mediante una ruptura, la ruptura de un orden, con la violencia coercitiva cuyo único fundamento radica en la continuidad de un orden, siendo estrechamente vinculada al poder. Soy consciente que mi propósito pueda resultar elocuente para buen número de personas y por ello a modo ilustrativo recurriré a la poesía, a la poesía de Hesíodo, que vivió en el s. VIII a.c. un paréntesis poético motivado por el precepto de que la Fiesta de los toros es una confrontación entre un hombre y una realidad imprevisible y temible, un hombre tan solo armado de una tela y de una technè  (arte) cuya postura estética es la base para conseguir dominar esta realidad.

 

 

«Pues bien, lo primerísimo que nació fue Caos; pero enseguida

Tierra de ancho pecho, sede por siempre segura de todos

los inmortales que ocupan las cimas del nevado Olimpo,

y el nebuloso Tártaro en abismo de la tierra de vastos caminos

y Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales,

que afloja los miembros, que de todos los dioses y de todos los hombres

domina en sus pechos el entendimiento y el prudente consejo.

(…)

Y Tierra engendró lo primero, igual a sí misma

el cielo estrellado, para que por todas partes la cubriera,

a fin de que para los felices dioses fuera sede por siempre segura.

 

 

Así es que Hesíodo,  luego de agradecer las Musas, describe líricamente en su prolongado poema titulado Teogonía la intriga propiamente mitológica de la fundación de un orden del mundo (el Cosmos) y de los dioses. Teogonía describe la generación y la genealogía de los dioses- de los más primordiales se entiende, aquellos que se confunden con las realidades físicas hasta la llegada de la soberanía de Zeus, dios de los dioses, que va a asentar y afianzar su supremacía logrando poner orden en el Olimpo. A la postre este poema resulta ser el de las fundaciones, desde que por un golpe de hoz, la Historia arranca.

Si y una progenitura numerosa había de nacer de las entrañas de la Tierra y del Cielo–de Gaïa y de Uranos–, nada en cambio fue tan delicado, puesto que Uranos, a la par esposo celoso y amante impaciente, no consentía que naciesen los muchos hijos engendrados que su frenesí sexual, obligándolos el Cielo estrellado a vivir en el vientre oscuro de Gaia (la Tierra), sin ver la luz del día.

Frente a la tiranía de su esposo, a la ira de un padre que niega la luz a sus hijos,  Gaïa madura su venganza entregando a  Cronos (Saturno) una guadaña forjada en acero blanco que con terrible propósito venía preparando y afilando hacía tiempo, y insta sus hijos oprimidos en su vientre a la rebelión contra este padre que tampoco honra su papel como tal, escribe Hesíodo.

Cronos, el valiente guerrero del Tiempo promete a Gaia que la vengará. Cuando Urano se aproxima a la esposa para fecundarla nuevamente, Cronos se arroja sobre su padre. lucha con él y lo vence. Urano sangra y se retuerce. Un grito de dolor resuena en todo el mundo.

Los genitales de Urano vuelan por el espacio. La sangre corre sobre la tierra y sobre las aguas. En el mar los órganos con el semen expelido forman una espuma blanquísima de la cual surge Afrodita (Venus), diosa de la belleza femenina y el amor.

Así pues, el gesto de Cronos, violento hacia su padre, un progenitor cuyo tiranía pretendía conservar para la eternidad el mundo en su estado, en un antes antes del Tiempo, este gesto iba mediante este sacrificio inicial permitir que vieran la luz los hijos retenidos en la entrañas de Gaïa, y de esta forma quien muere no es Urano (el es inmortal): es su reino, que deja lugar al de Cronos, inclinándose a la implacable necesidad de evolución en el arranque de las generaciones. Resultará útil observar que, a decir de Hesíodo, algo ocurre, no procede que de un sacrificio inicial, cuyo guadañazo confina al horizonte el caos primerizo del cual viene Gaïa y la inmóvil eternidad a la cual condena la tiranía de un padre.

El poeta Leopardi escribe: “El horror y el temor que el hombre experimenta de una parte hacia la nada y de otra hacia lo eterno se manifiesta en todos los lados.

La nada y la eternidad- este antes trascendental, este antes de todo arranque- … ¿serán estas contra-figuras negativas, (fuente de horror y de temor, en relación a todo orden, imponiéndose, justificando su violencia), la violencia de su fundación y establecimiento?

Crono, tan sexualmente prolífico como su padre, y tan tirano como el, engulle a sus hijos nada más nacer para evitar conocer la misma suerte que hizo correr a Uranos, pero será a su vez engañado por su mujer Rea que dio a luz en secreto a Zeus en la isla de Creta  y entregó a Crono una piedra envuelta en pañales, también conocida como ónfalos, que éste tragó en seguida sin desconfiar creyendo que era su hijo.

Si el gesto de Cronos traslada el poema de Hesíodo de una cosmogonía a una teogonía, o lo que es lo mismo la compleja historia de los dioses, no deja de evocar y poner en escena el cambio de una soberanía a otra, cada una apoyando su legitimidad en la anterior, pero todas auto justificándose, justificando su institución y el recurso de la violencia para evitar una catástrofe probable, porque ya ocurrida y que expondría a la nada y a la eternidad.

 

La fuerza de un poema radica en resistir e ir más allá de las interpretaciones a las cuales se podría ver sometido, pero resulta en este caso difícil de eludir la referencia a una evolución, la de una violencia primordial, la de Uranos y Cronos  -primordial porque más cercana a los elementos- y evolutiva hacia otra violencia, una violencia con la que los dioses no están tan alejados de los hombres y de sus gobiernos, y que se traduce por una violencia coercitiva, que sirve a mantener el orden. Será el largo caminar que Zeus emprende hacia la conquista y la preservación del poder.

La fundación -toda fundación sin importar su índole- es violenta, doblemente violenta: por una parte porque impone un orden, pero también, y sobre todo, en última instancia, la fundación no tiene otro fundamento que él que se atribuye, que se reconoce ella misma. A excepción de la obra de arte que carece, ella, de razón (el acto tauromático), toda fundación va a asentar, afianzar su legitimidad merced a una auto justificación que, a su vez, evoca un estado de antes del Tiempo, él de Caos, tal una amenaza, y se presenta como la más idónea a un orden natural de las cosas.

Nos podemos preguntar si toda instauración, sea cual sea su naturaleza, que no reconoce la violencia que la arropa obligatoriamente, no es fuente de violencia. El término violencia, atendiendo su etimología latina, significa contra naturam, contra natura.

 

Esta violencia consustancial a la fundación se vuelve coercitiva, a veces tiránica cuando no es reconocida, o se camufla siendo denegada como tal, o se legitima reconociéndose detrás de una seudo conformidad o seudo  naturalidad. Insisto sobre este último punto, no existe orden natural de las cosas, sino aquello que imponemos y ningún discurso puede pretender arrojar la verdad sobre la realidad. Todo sacrificio, por mínimo que sea, ¿no será a su vez un guiño al sacrificio inicial y un intento de apaciguar su violencia, un sacrificio inicial a raíz del cual el Arranque ha podido desplegarse?

Inicié este artículo avanzando que, como para el acto poético, no se puede ofrecer un diagnóstico desde el punto de vista de la psicología cuando de los toros se trata. El tecnicismo de unos términos especializados, en este caso de psicología, no puede esconder un cierto desacierto, una sensación de no poder dar con lo esencial, de no encontrar las palabras claves para hablar con acierto. Como si fuera necesario encontrar las palabras justas para restituir el silencio y la música interna que nos invadió cuando un evento nos ha cautivado y llega con sus emociones al más profundo e íntimo de nosotros. A veces pienso que las palabras que intercambiamos a la salida de una tarde de toros son parte integrantes del mismo, su prolongación natural, bien antes de las comentarios en las tertulias, que pretenden a menudo iluminar de saber un acto que seguramente sale más beneficiado si lo abandonamos a su sencilla representación como aconsejaban los griegos, es decir eludiendo todo análisis o comentario. Si el espectáculo taurino nos hace hablar, nos hace hablar con los demás, presentes como ausentes. Como acto simbólico, en el cual la humanidad se afirma estéticamente de una relación con lo real – lo propio de todo acto simbólico -, este acto sería constitutivo de un Estar-Conjuntados. La confrontación a lo real, aún siendo una representación, determina la instauración de una comunidad, de un tipo de vínculo especial. No puedo ir más allá en su evocación, pero si cabe concebir una función de toros sin público – sabemos la relación que se instaura entre el público y el torero- hay que subrayar que la naturaleza de esta comunidad va a depender estrechamente de lo que se vaya a presenciar. Podemos pensar que la identificación al torero – el héroe magnificado – va a resultar potente cuanto más masa será la comunidad, masa sumisa al discurso; y que cuanto menos sea realidad esta identificación – no por defecto sino porque la dimensión simbólica, el fenómeno excede lo espectacular- mas la comunidad presente atenta al enigma, será una comunidad de Seres Conjuntados, pero separados. Como si los toros vinieran a recordarnos que la naturaleza de toda comunidad depende del enfoque con el cual plantea lo real – del mundo y del sujeto – respeto al cual se ha constituido.