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Artículo de Benjamín Bentura Remacha. Periodista. Fundador de la Revista “Fiesta Española”. Escalera del Éxito 85

Han pasado algunos años. Sucedió en la década de los sesenta. Ninguno de los dos era ya muchacho; tampoco hombre hecho y derecho. Los dos estaban en edad propicia tanto para las hombradas como para las chiquilladas, según caían las pesas. En la mejor edad. Ambos era, sin haber analizado las causas determinantes de su predilección, admiradores de todo individuo vinculado, directa o indirectamente, con la fiesta taurina, pero estimaban muy especialmente a los toreros. A los dos les encantaría llegar a vestirse de seda y oro, triunfar en los ruedos, sentirse perseguidos por mujeres famosas por su belleza y, a ser posible, por su posición social o, simplemente, por su cachondería; a los dos les gustaría verse adulados por hombres poderosos en cualquier estamento vital o detentadores de influencias decisivas en el cerrado ámbito de la fama; ambos soñaban ya con ovaciones y elogios dichos en letraa de molde en pago a sus tarde triunfales y también, como es natural, con sentirse acosados en tardes aciagas por broncas, insultos y hasta malos deseos. Los dos se habían propuesto llegar a inscribir  sus nombres en las cortas nóminas de las personas famosas; ambos aspiraban a ver algún día reproducido su rostro en estampas coloreadas progoneras de popularidad. Y los dos se aparejaron como mejor supieron para emprender juntos la pina caminata hacia el triunfo, un triunfo imposible si detenían unos instantes el huracán de la fantasía para pensar fría, lógicamente; era preferible no pensar con cordura; si se hacía tal cosa se derrumbarían en segundos los castillos de naipes sostenidos como si de fortalezas roqueras se tratase a fuerza de ilusionada ceguera, a costa de angustias ácidas, contra toda lógica. Tan difícil es triunfar en el toreo como soñar ese triunfo para quienes han nacido de las entrañas de una mujer con raíces en los burales de esta tierra, machorra para todo lo fantástico. Los dos habían salido victoriosos en la primera y más difícil etapa; ambos habían mantenido intacta su fe en la onírica ambición y esta conquista significaba, por lo menos, haber recorrido ya la mitad del camino. Salvados los primeros tramos, el sendero era más llano, menos fatigoso, siempre que se avanzase algo cada día, aunque sólo fuera con la imaginación. En los dos permanecía inquieta, cambiante muchas veces en los matice, aquella ilusión, meta de sus vidas; los dos pertenecían a esa casta de gentes nacidas para aspirar a lo insólito, a lo fantástico; hechas para no ser sorprendidas por la llegada inesperada del éxito. Los dos habían arribado al mundo con arrestos suficientes para reemprender la lucha sin aprovechar la caída para descansar, cuando el fracaso se produce, pues para ambos la frustración no pasaba de ser un accidente. Había en el estómago de cada uno de ellos, hechos a tormentas borrascosas, farolillos verbeneros columpiados por el viento acariciador de la esperanza, iluminando un descomunal conjunto de exquisiteces gastronómicas, ofrecidos en bandejas de plata por sus hadas madrinas en compensación de pasadas escaseces. Para ellos, esta era la luminosidad más importante aunque hubiera otras luces interiores, ubicadas en rinconcitos indeterminados, iluminando pequeños montones de oro y piedras preciosas, escenas grotescas protagonizadas por ricachos o personajes famosos arrodillados a los pies de los triunfadores. Se adivinaban también maquetas de edificios grandiosos con sus nombres, Miguel o Francisco, en el dintel de la puerta principal. Había, en fin, reproducciones de muchos episodios gratos, invisibles para los demás, pero rutilantemente reales para ellos.

Miguel y los suyos no contaban con recursos económicos suficientes para mirar cara a cara a la vida sin arrugar el entrecejo. Vivían los cinco – dos chicas, los padres y el soñador muchacho – en casa alquilada. En el zaguán, el padre, muy disminuido físicamente, regentaba la tiendecita instalada con el propósito de proporcionar los suficientes medios de subsistencia al clan; en el resto de la casa reinaba la madre, mujer decidida, aún en la segunda juventud. Pero no iba bien el modesto negocio comercial. A veces, se hacía “poco cajón”, no había dinero para la compra diaria y era necesario recurrir a soluciones extremas. En ocasiones era preciso echar mano del contenido de las cajas de carne de membrillo en dulce para calmar la gazuza de todos, especialmente de los chicos, aficionados a gulusmear por la cocina a las horas de comer; pero el abuso de la carne de membrillo suele traer consecuencias molestas que no iban bien con la buena salud del clan y era preciso recurrir a las galletas de coco un poquitín rancias, a las “paciencias” rechazadas ya por lo niños y a otros artículos de poca venta pero que podían calmar el apetito de todos. La familia de Miguel pasaba apuros, salía de ellos a trompicones, sin pedir ayudas, y vivía dignamente aunque, a veces, posiblemente demasiadas, tuviera necesidad de forzar su capacidad de disimulo.