Necesitaba resolver su enigma –todos tenemos uno- pero esa mañana, sin darse cuenta vislumbró las claves para descifrarlo. Él a lo suyo, desde los primeros juegos su vida fue el toreo. Algunos años estuvo en la primera fila gracias a los triunfos enhilados y muy relevantes porque se dieron en carteles de figuras. Luego, Manolo Arruza decidió guardarse, pero el aburrimiento y la melancolía que emborrona el corazón de los toreros cuando se alejan del ruedo, lo empujaron de nueva cuenta a vestir esos ternos de luces en colores pastel que le gustan tanto. Alto de estampa, de complexión vigorosa, maestro largo de una técnica muy acoplada a la embestida del toro actual, volvió para desplegar su arte majestuoso. Si hay adjetivos para definir su obra, ellos son poder y clase.

 

La historia en sí de su carrera da principio cuando a los dieciséis años, debido a un desencanto en la vida familiar, con cara de adolescente y gesto de hombre decidió marchar a Sevilla. Allá, se entrevistó con don Andrés Gago que fuera apoderado de su padre. El viejo habló muy claro, si no sirves para esto, vas a tener que regresar a México. Pero el chico sirvió y mucho. Retornó a su patria como novillero de postín doctorándose en octubre de 1973 y al año siguiente de vuelta a España, en la plaza más importante del mundo confirmó su alternativa un 20 de mayo, es decir, el día del octavo aniversario de la muerte de su padre, por eso, con la emoción contenida en un nudo en la garganta y envuelto en un capote de sentimientos bordado con recuerdos de oro echó a andar tras los alguaciles.

 

Aunque ha ocupado los primeros sitios entre las figuras, poco le mueven los números y las estadísticas. Es evidente que de él no podemos hablar como un diestro al uso dueño del escalafón, sino de un artista singular alejado de las calificaciones vulgares y de los intereses de mercado. Es obvio, también, que dejó atrás las competencias, eso se debe a que ya no le interesan. Le basta con ser un gran conocedor del toro y sus terrenos, lo que le ha valido en cada uno de los astados que ha visto saltar por la puerta de toriles, para advertir la cualidad más útil al expresar su obra.

 

En su tauromaquia no hace falta buscar duendes gitanos ni jonduras negras, tampoco pinturerías de la escuela sevillana. Son otros los atributos que hacen grande el estilo de Manuel Arruza. El dominio de la fiera desde los primeros embites, el ritmo, la cadencia adormilada al templar con los trapos. Artista deslumbrante y certero con los gladiolos. Muleta limpia siempre ungida por la severidad de su arte, impávido en la quietud. Nunca le tiembla el pulso a la hora de empuñar la espada. Manolo Arruza forma parte de ese catálogo de matadores que deberíamos disfrutar más tardes. Después de actuaciones inspiradas y triunfales, lo mejor aún está por venir. Dije que se fue y luego volvió, cosa que no sé a ciencia cierta, pero eso no importa, porque los toreros no se retiran nunca y cuando se retiran, invariablemente vuelven más campeadores y más asentados en su arte. Primaveras en otoño y viceversa, aromas de claveles y algunas canas, desde el primer capotazo a una becerra, uno a uno, se les dicta la sentencia: En el futuro siempre te faltará algo, entre el hondo silencio de tus adentros y los clamores colectivos de las afueras, empapado en sudor y los labios resecos musitando el Ave María, buscarás la respuesta perdida en la arena. Tras ella se van, permanecen, regresan, siempre con las mismas ilusiones de la niñez como mariposas aleteando alborozadas, y también –es inevitable- con las nostalgias de corbatines y monteras dejando llagas en su corazón.

 

 

 

 

 

 

 

Desde Puebla (México), artículo de José Antonio Luna