De ello, se encargaron Rodolfo Rodríguez El Pana, Uriel Moreno El Zapata, Jerónimo Ramírez de Arellano y los 6 hermosos cromos 6, de La Joya. Cada ejemplar fue recibido con aplausos de la afición. Tres fueron muy buenos, dos de ellos premiados con el arrastre lento, otros dos que se dejaron y uno, el primero, quedó inservible después de que en las varas le perforaron el costado. Durante el festejo nunca decayó la sensación de peligro, tampoco la entrega de los tres espadas, pero el discurso más hondo y completo corrió a cargo del torero de Emiliano Zapata, Tlaxcala.

Uriel Moreno con su pálpito y su entrega lidió a sus dos toros en los tres tercios. Sin embargo, el meollo del asunto está en la manera como lo hizo, sin un alarde y con toreo verdad. Para cada toro hay una distancia, un lance y un pase propicio, una altura y un temple, él lo sabe y se los dio. El punto culminante de la comparecencia vino en el segundo de su lote. Un morlaco negro, serio, hondo, un poco acarnerado y bien puesto de leña. Si El Zapata había estado cumplidor a la verónica, derecho como una vela en las chicuelinas, y muy valiente con las banderillas, a la hora de desplegar la sarga no tuvo mácula. Cuando la faena había alcanzado el cenit, colocado de espaldas citó para la dosantina que se fue completando con el temple exacto. Volvió a por lo mismo con el toro andándole más lento. Todavía, dejando soñar a su prodigiosa muñeca, repitió la suerte en una tercera ocasión. Tres dosantinas para sí mismo, seguramente recordando que dos días antes durante el tentadero, cuando con la vaquilla consumó la primera, El Pana había gritado desde el burladero “tres dosantinas como esa y estamos”. Desde luego se las pegó a la becerra y ahora, había que hacerlo con el toro porque el toreo es una guerra que el ejecutante libra, ante todo, contra sí mismo.

Desde las dos tardes en la Plaza México la pasada temporada grande, cada día cobra mayor fuerza la revolución zapatista. El jefe máximo con las cananas terciadas y la muleta en vez de la carabina 30-30, sabe que corren tiempos para acometer hazañas si se pretende, en serio, recuperar la esencia de la fiesta. Uriel Moreno se ha decantado en un torero fino, sobrio e imaginativo. Pareciera que es el único enterado de que las gestas de los toreros van de la mano de la grandeza. Se apuntó a una de las muy contadas corridas toristas que se pueden ver en este país, pero además, no sólo lo hizo con decoro, sino con una afición desmedida, tanta como para ensayar el prólogo del pase del imposible y luego, crecerse en manojos de preciosos derechazos y naturales. Cada faena fue coronada con volapies entregando el pecho. Un torero con el sobrenombre que le dio su pueblo natal, el mismo del caudillo del sur, y con su tauromaquia en color sepia como el de las fotografías, por ejemplo, de la adelita que con semblante aguerrido se asoma antes de bajar del tren, o los rebeldes sombrerudos, vestidos con calzón de manta y calzando huaraches, que tostados por el sol miran muy serios a la cámara, documentos gráficos entre muchos otros, del histórico archivo Casasola. El Zapata con un par de cojones, es un torero que un día depuró su estilo para no tener que llamarle patrón a nadie y parafraseando al General revolucionario nos enseña que la gloria es de quien la trabaja.

 

 

 

 

Desde Puebla, informa José Antonio Luna Alarcón