Hoy que tanto se cuestiona la existencia de las corridas de toros, sería conveniente, e incluso necesario, analizar el milenario legado del que son portadoras. Esa valiosa herencia cultural, ignorada por la mayoría y de la que muy pocos se hacen eco, convierte cada evento taurino no sólo en una exhibición de valor y arrojo, sino en solemne y especial ocasión de descubrir las huellas que nuestros antepasados mediterráneos y próximo-orientales han dejado en nuestra cultura. El atento espectador puede descubrir atónito como el pasado y el presente se fusionan en el ruedo en una intemporalidad sin precedentes que pone de relieve la importancia de la fiesta.

 

No cabe duda de que los juegos taurinos derivan de prácticas cazadoras ejercidas ya en la Prehistoria. El conocimiento de la brava condición del toro en su repuesta ante el acoso sólo pudo generarse durante la constante observancia del cazador hacia su presa. La nobleza de su embestida se convirtió en el eje medular del enfrentamiento con el hombre quien, antes de darle muerte, se complacía en arriesgar su vida desafiando sus afiladas astas para demostrar su audacia y hombría. A partir de entonces, fueron surgiendo relatos y leyendas protagonizadas por jóvenes luchadores taurinos inmortalizados en la literatura y en el arte. Sus heroicas hazañas y ejemplar conducta les dotaron de un halo sobrenatural y sobrehumano, sirviendo como ejemplo de virtudes cívicas y juveniles.

 

Poco a poco, la muerte de presa tan singular fue adquiriendo carácter sacrificial, confiriendo a su matador facultades sacerdotales y transformando a la víctima en sacrosanto portador de los anhelos y peticiones de los hombres ante la divinidad.

 

De este modo, toreros y subalternos, como fulgurantes destellos de la Historia, siguen encarnando todavía hoy a venatores, oficiantes y héroes de otros tiempos, que emergen de entre las brumas del pasado apareciendo ante nuestros ojos asombrados.

 

El sacrificio mediterráneo resurge en el albero como lazo de unión entre la tierra y el cielo. En las imágenes marianas de los capotes de paseo o en los escapularios y medallas que protegen al torero, se adivina la presencia de la Gran Diosa primigenia, señora de la vida y de la muerte, venerada por los pueblos del Mare Nostrum bajo diversas advocaciones. Su pareja, ese bóvido de pelaje negro o castaño, que irrumpe jubiloso al comienzo de la faena, inundará su seno con su sangre a través de la dorada tierra de la plaza. Ese sagrado matrimonio, liturgia milenaria en altares de olor a incienso y a salitre, expresa como antaño que la muerte engendra vida, que la tierra florece en primavera al recibir esa semilla fecundante como prenda de esperanza en el invierno de la vida humana.

 

Resulta significativo que sea la península Ibérica el solar de pervivencia de las últimas celebraciones tauromáquicas. Como finis terrae del mundo antiguo permaneció durante siglos ajena a los avatares históricos y culturales, que marcaron el florecimiento de las grandes civilizaciones del Oriente Próximo y del Mediterráneo central y oriental. Sin embargo, el aislamiento en que quedó sumida, mantuvo incólumes los hábitos y tradiciones de los pueblos que la habitaban hasta la llegada de comerciantes, colonos y conquistadores en busca de las riquezas que encerraba. Por esta causa se rompió una soledad de siglos para ser lentamente incorporada a una modernidad ignorada hasta entonces.

 

Iberia como la llamaban los griegos o Hispania en denominación de los romanos, se convirtió en la receptora de influjos milenarios que mestizados con las costumbres nativas, cristalizaron en una nueva y personal identidad. Oriente y Occidente se fundieron así en la península Ibérica, persistiendo hasta hoy como reducto y salvaguarda de usos y creencias en otros lugares ya olvidados.

 

Los ancestrales rasgos, que se atisban en las corridas de toros españolas, sólo se pueden explicar volviendo la mirada a aquel pasado ya remoto y eclipsado por la noche de los tiempos. Préstamos de Mesopotamia y Egipto, de Levante, Chipre y Creta, así como de Grecia y Roma laten velados por el paso de los siglos tras los espectáculos taurinos. No puede ser casual su asociación con los ciclos agrarios, ni con las vírgenes o santos bajo cuyo patrocinio se acogen. Tampoco puede serlo el sentimiento festivo y popular, y con frecuencia religioso, que une a sus participantes, ni mucho menos las connotaciones que se atribuyen al toro y al torero, encarnaciones de tantos personajes, conceptos y valores desgranados a través de un horizonte de siglos. Son las huellas de un hilo conductor iniciado en los albores del hombre cazador, cuya secuencia evolutiva nunca se perdió.

 

La península Ibérica es la única heredera de esta antiquísima tradición, compartida hoy con ciertos países de América latina, con el sur de Francia y con Portugal, donde el toro, ese carismático y hermoso animal, sigue siendo su protagonista indiscutible.

 

La piel de toro, como proféticamente la identificó Estrabón, continúa siendo hoy el último bastión del espíritu mediterráneo-oriental, manifiesto a través de celebraciones  taurinas convertidas en depósito arqueológico de un patrimonio histórico, socio-cultural y religioso que todos deberíamos conocer.

 

BIBLIOGRAFÍA

ALVAREZ DE MIRANDA, A. 1998. Ritos y juegos del toro. Madrid.

DELGADO LINACERO, C. 1996.  El toro en el Mediterráneo: análisis de su presencia y significado en las grandes culturas del mundo antiguo. Madrid

DELGADO LINACERO, C. 2007.  Juegos taurinos en los albores de la Historia. Madrid