Encampanados se nos quedaban mirando, se veía que no querían abandonar a las vacas pero tampoco acercarse a nosotros. Les echamos los bueyes y al principio parecían seguirlos humildes – moviéndose lentamente con ellos – pero en cuanto se acercaban a unos treinta metros de donde estabamos los caballistas con la piara de vacas berreaban, bramaban, escarbaban y arrancando romeros con los cuernos, pegaban carreras de un lado a otro; cansados volvieron grupas y desaparecieron entre el boscaje – rompiendo el cerrado monte –
Durante toda la mañana del fondo de los barranco salían incesantes mugidos roncos, llamando a las vacas.
Cuando el sol se elevaba trayendo el calor abrasador del día, iniciamos el regreso con todo el tropel de vacas y cabestros; caballistas y perros movían la manada lentamente; el ganado estaba gordo, sano y no parecían haber sufrido excesivamente en su estancia bardenera; se las veía bien alimentadas e incluso muchas parecían preñadas con la barriga hinchada y las ubres llenas.
Aún divisamos en varias ocasiones a los «retintos» que nerviosos y retadores se asomaban a los cerros y cabezos; a veces sin ver a los toros, oíamos en la lejanía mugidos entrecortados – que les salían de lo mas profundo de sus gargantas – reclamando a las vacas.
En un cerro pelado, vimos por última vez a los dos retintos juntos; en la luz rojiza de la tarde la pareja de grandes bestias se recortaba sobre el cielo azul; los toros levantaban la cabeza bramando y se les veían sobresalir – tensos – los músculos del cuello y de los flancos; algunas vacas al verlos – temblando y nerviosas – mugían alarmadas; atraídas por una llamada ancestral intentaban subir por el cortado, pero enseguida a los gritos de los vaqueros y el clamor de los cencerros, las desmandadas se unían a su grey.
La vacada – empujada por los caballistas – bajaba en dirección al río sin mas contratiempos y a buen paso; a las pocas horas toda la tropa, estaba pastando en nuestras cercas del soto ribero.
A los meses de la fuga bardenera las vacas comenzaron a parir crías de pintas que hacía años no se veían en las tierras navarras; retintos, colorados encendidos, “berrendos” en colorado, castaños…
Esta profusión de capas era inexplicable; sobre todo esos colorados encendidos y retintos, ya que el semental era cárdeno y las vacas en su inmensa mayoría negras.
Enseguida – aunque no lo comentásemos con nadie – el ganadero y yo entendimos el misterio; estos terneros eran hijos de los dos toros «retintos» de las Bardenas, que además de matar al cárdeno semental a cornadas habían fecundado a las vacas fugitivas.
En Tudela y en los pueblos cercanos siempre existieron historias de bandidos que se refugiaban en los barrancos bardeneros y también la leyenda de que en las Bardenas – dilatadas y vacías – existían toros y vacas salvajes; animales grandes e impresionantes, cuasi totémicos y que escondidos en las espesuras de los restos de pinares y en los profundos barrancos – hacían una vida totalmente silvestre – huyendo del contacto con los hombres; los agricultores y pastores decían verlos en los días lluviosos del otoño y en las nieblas invernales; retintos y colorados – escapados a la Bardena en el siglo XIX – de las famosas vacadas de Tudela y de otros pueblos riberos.
Los novillos se tentaron en la intimidad más absoluta, temiéndose que no fueran bravos, pero dieron un juego aceptable, y decidimos lidiarlos en plazas de poca responsabilidad.
Aunque no lo sepa nadie, hoy en la plaza de Sangüesa, hemos presenciado una corrida de toros del Siglo XVIII o del XIX y la lidia de una reliquia, de un atavismo, toros de “casta navarra” ya extinguidos desde hace casi un siglo; sus padres eran animales auténticamente salvajes igual que mitológicos uros; su sangre venía directamente de otros tiempos y eran una estampa recreada de los antiguos toros navarros.
Estos toros merecían haber lucido el hierro de las dos C contrapuestas de Carriquiri o el pial de Zalduendo, Lecumberri, Guendulain, Poyales o Perez de Laborda o el de tantos otros ganaderos de la Ribera navarra y tenían que haber sido tentados en los antiguos e inmensos sotos del río Ebro o en la Bardenas solitarias y misteriosas.