El resto de sus otros años sí que ha visto los pitones de muchos toros y hasta los ha padecido en serios percances que lo pusieron fuera de circulación o al borde del peligro. Pero también durante ese largo trecho de andanzas, aventuras y desventuras, este personaje de la picaresca taurina no vio un «pitón» como dicen los que dicen, sufren y padecen el boicoteo o una mala administración.

   Diestro longevo, ronda ya los cincuenta y cinco de su edad. Peina canas y unos arrugones que no sólo son de esa vejez anunciada e inocultable sino la suma de todas sus tribulaciones que no han sido pocas. La afición mexicana supo de él gracias a sus estrepitosos y arrolladores y no menos apasionados triunfos y fracasos durante la temporada de novilladas de 1977. Es decir hace la friolera de 30 años. En esas tres décadas, los altibajos de este prototipo de héroe y antihéroe taurino al mismo tiempo han marcado su destino. Surge El Pana en pleno imperio manolomartinista y en declarada rebeldía se enfrentó a aquel monopolio. Su escurridiza lengua también le vino a estimular el boicot, los bloqueos, las consignas. El castigo en consecuencia. Fue como irse a las patadas frente a Sansón y las declaraciones del «fuego amigo» resultaron contraproducentes. Sin embargo, la leyenda de Rodolfo Rodríguez se levantaba frágil unas veces; enigmática y escandalosa otras tantas. Verlo anunciado en los carteles siempre provocó un importante poder de convocatoria por lo que la asistencia popular en las plazas fue mayoritaria. Y esos públicos urdidos de curiosidad querían apagarla viéndole actuar en medio de todos los misterios provocados por su sola presencia en el patio de cuadrillas.

   Me da la impresión de que este actor se encargaba de poner en práctica todo un montaje diseñado bajo los dictados de su propio capricho. Llegar en calesa, con un habano así de grande, afectada la figura y el capote de paseo a sus espaldas saludando a diestra y siniestra como héroe de novela romántica. Conforme se acercaba a la plaza el rumor crecía y estando al borde de la entrada del coso, los aficionados y curiosos lo recibían en medio de vítores y palmas. «Clásico» le dirían unos. «Payaso», otros. Pero el hecho es que ya provocaba las primeras reacciones en pro y en contra. Y en esa extraña asimilación de haber entendido o comprendido a los héroes del pasado que así como cuentan las crónicas y las leyendas sucedía la revelación de sus actos, El Pana le daba a esas lecturas su propia interpretación.

   En el ruedo se transfiguraba y poseído por no se que misteriosa fuerza echaba a andar una auténtica puesta en escena peculiar, como de actor autodidacta, peleado con guiones y repartos. Y como ajeno a las más rancias normas tauromáquicas iniciaba el paseíllo como hasta hoy sin liarse el capote de paseo, andando a su paso, con un estentóreo y desmayado andar de «patas chuecas» arrastrando los pies, sintiéndose figura heroica sin serlo ante el destino que solo le concedía el derecho de la duda. Mientras sus alternantes ya habían llegado al borde de la barrera y habían mostrado sus cortesías al juez de plaza, a Rodolfo Rodríguez le quedaba un largo trecho, que con ese paso suyo, hasta su cuadrilla tenía que graduar el ritmo para no terminar afectando el paso. Una y otra bocanada al cigarro puro, un alto en el camino y el voltear para sentir que los suyos no se alejaban, le obligaban de nuevo reponer la figura y continuar el camino hasta la barrera misma.

   Después todo dependía del destino para verle triunfar o fracasar aunque tuvo el privilegio de contar con un trato especial, seguramente por el hecho de que era El Pana y no cualquier chalao de novenario ni de torero urgido de oportunidades. Eso sí, un auténtico romántico del toreo. Por eso creo que, al margen de todos los adjetivos fijados a su alrededor, fue, es y será ese torero de leyenda, figura en extinción y último sobreviviente de la parte más colorida y hasta folclórica de la tauromaquia mexicana de los últimos tiempos. ¿Quién otro como él? A no ser que se le tenga que comparar con Mariano González La Monja, Lino Zamora o Ponciano Díaz. Quizá con Arcadio Ramírez, Edmundo Zepeda o tantos y tantos novilleros de épocas gloriosas. Aquellos tres del siglo XIX. Estos últimos del XX.

   Hoy, 7 de enero dice adiós a los toros y creo que lo hace más en acto humanitario a su propia persona, mermado ya de condiciones, sabiendo gracias a muy buenas referencias, al hecho de que es un adorador consuetudinario del pulque, esa milenaria bebida de los dioses, tentación de libaciones y provocadora de alucinaciones, como la que estimuló durante, 30, 40 o 50 años de andar en esto, luego de dejar el digno oficio de panadero que no le tenía garantizada sino la única posibilidad de convertirse en patriarca de cocoles, conchas y bolillos por el resto de sus días. Lo que pueda vérsele esta tarde del adiós será -me adelanto a sospechar-, polvo de otros lodos que serán celebrados entre la nostalgia de ya no volver a ver más tal leyenda.

   Y la voz de mi sentencia tuvo un equívoco impresionante.

   Con cierta urgencia por llegar a la plaza de toros “México”, y conforme me acercaba a ella me fui dando cuenta que la entrada iba a ser de las de día grande. Y aunque sólo hubo casi media entrada, ésta ha sido, hasta lo que va de la temporada, la mejor. Los tendidos se mostraban rebosantes y alegres como es y debe ser este espectáculo que ya desde días atrás había provocado comentarios en los medios de comunicación y entre muchos que ya ansiaban presenciar el festejo. Cuando la autoridad dio la señal para que se desarrollara el paseíllo, resulta que Rodolfo Rodríguez, quien había llegado en calesa, pretendía hacerlo subido en dicho medio de transporte, cosa que fue impedida por la autoridad, de ahí que pasaran algunos minutos en medio de la incertidumbre. Pero al fin salió por la puerta de cuadrillas el diestro de Apizaco en medio de enorme expectación y el paseíllo ocurrió de manera triunfal. Rodolfo Rodríguez fue esta tarde un actor consumado, el centro de todas las miradas y para ventaja suya, cuanto realizó fue maravilla tras maravilla.

   Sin dejar de apuntar lo que hayan hecho sus alternantes, pero el hecho es que tanto el torero catalán Serafín Marín, como Rafael Rivera, quedaron totalmente opacados no sólo por lo que realizó de manera genial El Pana, sino por el hecho de haber tenido un lote poco propicio al que no pusieron empeño ni técnico ni estético para salir airosos del asunto.

   A Rodolfo, así como lo recordamos muchos que le vimos hace 30 años, también tiene una capacidad para estimular otro tipo de evocaciones y que tienen que ver con la de aquellos viejos aficionados que tuvieron oportunidad de apreciar otras tantas generaciones de novilleros o matadores de alternativa totalmente distintos a los que hoy están en el candelero. Y Rodolfo, como ya lo dije en algún momento, asimiló y aprehendió esas cosas, bien o mal entendidas, pero lo ha hecho a su manera, y esas maneras, hoy especialmente fueron motivo de celebración, la mayoría de los casos, sin faltar ciertos detalles de hilaridad o que movían a risa.

   Y comenzó el periplo de las interminables vueltas al ruedo y en todas, Rodolfo era visto como el héroe de esta y otras tantas batallas, por lo que la afición se rindió en cada una de esas peculiares vueltas al anillo. El Pana enfrentó el mejor lote de la tarde, noble el primero de ellos, y de nombre REY MAGO, cuyos despojos terminaron siendo llevados al destazadero a paso lento. Con el de Garfias, nos emocionó con los primeros lances a la verónica, que arrancaba de las viejas páginas color sepia para rematar con garboso y lucido recorte. Del mismo modo, otras tantas chicuelinas a su estilo causaron delirio.

   La faena de muleta empezó con un cambiado por la espalda o “vitolina” y la armónica serie de pases de diversas marcas, donde lucieron lo mismo varios trincherazos que los naturales con la derecha con un sabor tan nuestro que evocaba, no podía ser de otra manera, a Silverio Pérez, por ejemplo; o a Luís Procuna en otros casos. Y salieron tan rematados, tan bien elaborados que nos rendimos ante cada una interpretación celebrada clamorosamente. No puedo olvidarme de los largos, larguísimos pases de pecho arrimándose como un novillero desesperado. Pero los de trinchera especialmente lo conmovieron, al grado de salir de cada uno de ellos como en estado de gracia, alucinado, tras lograr un orgasmo irrepetible y gozoso. Vino otra serie de pases, algunos de ellos surgidos nada más que de la inspiración y de la espontaneidad que producía en él aquel gozo de tener en frente al toro de la ilusión. Y se fue de nuevo a enfrentarlo, ahora por “Sanjuaneras”, creación única de Luís Procuna, que también elevaron los grados de tensión. La plaza era un estremecido espacio de perturbados que sólo se dejaban llevar por la emoción, misma que se quedó a medio camino luego de los tres pinchazos que junto a una casi media remataron la gesta. Y Rodolfo Rodríguez El Pana daba otra más de sus vueltas triunfales al redondel.

   En el cuarto de la tarde, aunque las cosas no pintaron nada bien con el capote, sí que se superó con las banderillas, dejando dos cuarteos, el primero en excelente colocación, el otro un poco más atrás y caído. Remató el tercio con el de “Calafia” cerrado en tablas, un poquito abajo y atrás, pero suficiente para la otra vuelta al ruedo. Y la expectación crecería con su faena, la del adiós, que ahora no es tan definitivo, pues ya se rumora que podría estar en la tarde del 5 de febrero, alternando, entre otros, con “Morante de la Puebla” y César Rincón.

   Pues bien, con muleta en mano, nos regaló otra de sus misteriosas faenas, llenas de sabor antiguo, sin el equilibrio de las que pudiera estar consiguiendo cualquiera de los del candelero. Eso sí, con un sello que ninguno de los colgados hoy en los cuernos en la luna podría repetir. Volvimos a disfrutar, los derechazos largos, los de trinchera, algún cambiado pero sobre todo, la original puesta en escena, mientras sonaban en las alturas “Las golondrinas”, esa dolorosa melodía que a más de uno puso en situación melancólica. Y El Pana otra vez, en estado de gracia, celebrado en cada detalle por una afición que se le entregó incondicional, conciente de que estaba viendo el fuego a punto de extinguirse.

   ¡Qué entrega de la afición! Hacía mucho tiempo que no presenciábamos una despedida como la que ahora ya es registro histórico. Amigos como Julio Téllez rememoran la despedida de Fermín Rivera como la más emotiva que recuerde en su larga vida como aficionado, pero esta también tuvo lo suyo. Y Rodolfo citó a recibir, y si en el primer intento no consiguió sino un pinchazo en lo alto, en el segundo dejó una estocada desprendida pero que causó los primeros estragos en CONQUISTADOR que así se llamó el toro del “adiós”. Un descabello vino a culminar aquella tensión y entonces se agitaron cientos, miles de pañuelos que convirtieron aquella demanda simbólica en dos orejas que nadie reprochó. Rodolfo, las paseó en olor de santidad durante las tres vueltas al ruedo que siguieron a la larga lista, como las que dicen ocurrieron las tardes heroicas de Rodolfo Gaona, Alberto Balderas o Lorenzo Garza.

   Terminado el memorable festejo, Rodolfo fue llevado en hombros por los entusiastas aficionados que seguían bajo los efectos de aquel embrujo.

   Así, al parecer, concluye un capítulo poblado de leyendas, construidas una a una por este peculiar personaje, que ya he dicho, parece salido de la picaresca taurina, ese segmento de la fiesta a punto de desaparecer pero que la personalidad arrolladora de Rodolfo Rodríguez y de alias El Pana se encargó de revivir, como el ave fénix –rara avis– para ocasión tan especial.

 

 

José Francisco Coello Ugalde

Doctorante en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México

Director del Centro de Estudios Taurinos de México, A.C.