Por El Diestro y ¡olé!

Compartimos un interesante artículo publicado en el semanario El Ruedo y firmado por Francisco Casares. Un artículo titulado “reivindicación y apología del peón de brega” y que dice así:

<<La pequeña historia de los lidiadores modestos, su odisea, la oscuridad de sus vidas, ha sido ingeniosamente novelada por Jorge Cela Trulock. «Blanquito, peón de brega» es el título de su libro, narración de verdadera originalidad, en la que se describe el papel de sacrificio, tan cercano y tan distante, a la vez, de la posición fulgurante y triunfal de los diestros de fama y renombre. ¿Cuántos «Blanquitos», en la historia del toreo, cuántos peones, desconocidos para el gran público, incluso para los fervorosos y conspicuos aficionados? Parca soldada, trabajo fatigoso, el peón no termina su destajo cuando ha sido arrastrado el último toro de una corrida y el público y las cuadrillas abandonan la Plaza. Otras muchas tareas, en los viajes, en el apartado, en el sorteo, en la misión de acompañar y servir al «maestro», ha de asumir y realizar el torero modesto, sin nombre. Y, sin embargo, su quehacer es fundamenta, indispensable.

Algunos matadores que tuvieron momentáneamente un puesto en las escalas taurómacas, con popularidad, descienden, pierden el favor de las gentes, no obtienen los ventajosos contratos de su etapa de resonancia y se han de refugiar en esas zonas humildes de la Fiesta, para servir al torero afamado. Muchas veces, en el ruedo, recibiendo las órdenes, preparando al cornúpeta, sorteando los peligros, el que fué espada y dejó de serlo, se acordará de sus tardes de éxito, cuando era él quien daba las órdenes y disponía. Hubo muchos que fueron, desde el comienzo, eso, simplemente peones. En ocasiones, esporádicamente, una ovación premia el par de banderillas en «todo lo alto». Y diríase que el «maestro» ve con disgusto esos aplausos. Todos para él, que para eso es el que manda. La labor es ingrata. El público, casi siempre, también. Las cosas se olvidan.

El peón no puede ahorrar. Ni comprar cortijos. Trabaja hasta que sus fuerzas lo permiten. Pero la vejez llega, implacable. Los afanes, los ajetreos, la fatiga, van dejando su huella. En cada caso, una tragedia humana. Resistir. Mantenerse. Hasta donde se pueda. Ni el toro ni los espectadores se dan cuenta. No entienden de esas penas y esos sacrificios. El toro cornea y mata, porque se defiende en la lucha entablada. No distingue. Un hombre vestido de luces, con un trapo rojo en las manos, le provoca. Miden sus fuerzas. El que puede más, vence. El hombre, con su destreza, su agilidad, su dominio; la fiera, con sus armas y su instinto. El público es igual. No piensa, ni calibra, ni se para a reflexionar en los años del modesto lidiador, en su jornal exiguo, en las privaciones, en los trabajos que no se ven fuera de los ruedos. Exige, porque paga. El astado hiere con sus puntas afiladas. El espectador hiere con sus denuestos. O con su indiferencia, que es, moralmente, peor. El que interesa es el otro, el de la fama, el que vive rodeado del halago popular. Y viaja de otro modo. El peón ha de estar pendiente de las conveniencias del jefe. Del que manda. La diferencia es abismal. Sólo se acorta y llega a desaparecer en la arena, cuando hay que situarse frente al enemigo. Y burlarlo.

Sin la preparación, sin la brega, ¿habría corridas? ¿Habría lucimientos? La vida es así. lío puede ser de otro modo. Es lo humano. Y el peón lo sabe y se resigna. Ha aceptado su situación de inferioridad. Y, generalmente, es leal, daría su vida por el matador al que sirve. No pocas veces esa vida se expone, precisamente para salvar la otra. El quite oportuno, la difícil labor de «colocar» al toro, la brega que no divierte a los espectadores, pero, que es necesaria, imprescindible. Todo ello va integrando, entre desengaños y frialdades, un vivir oscuro. Un día, cuando menos se puede esperar, pese a la destreza y el dominio del oficio, el percance. «Blanquito», muerto en la arena. Unas gacetillas, el recuerdo amistoso, y todo acabó. No sin pena ni gloria. Sin gloria, sí, pero la pena queda en un hogar humilde. Y la vocación —de servicio, de sacrificio, más que de arte— ha sido trágicamente truncada. Estos son el mérito y la historia de los peones de brega.

La novela de Cela Trulock, con estilo de ahora, con gracioso desenfado, con crudeza analítica, es como una reivindicación. Exalta al diestro anónimo, al que lo da todo y apenas recibe. Por eso, por tener un profundo sentido humano y por su valor literario, el libro que ha compuesto el joven escritor —y que mereció un valioso premio— merece ser leído. Y meditado>>.

Blanquito es la respiración casi inaudible de un hombre como cualquiera de nosotros, que un día quiso ser -«algún día seré matador»- y que arrastra la existencia oscura del peón de brega, la vida apagada por la luz gloriosa del matador a quien sirve. Blanquito quiere hacer algo grande para retirarse bien, para dejar de ser con dignidad. Blanquito piensa o sueña y escuchamos el palpitar de su corazón y su cerebro. Sólo un mundo, sólo un pensamiento: el toro, la arena, la sangre, el miedo. Jorge Cela Trulock es el autor de esta obra sorprendente, una de las mejores novelas que han tratado el tema de los toros..