Rafael Ortega no olía –ni quería oler– a torero. Sino que su figura, su memoria, su entendimiento y su voluntad (como las tres potencias del alma que se decía) evocaba más bien la de un sabio en Tauromaquia. Tan sobrio y tan luminoso a la vez como una pirámide de sal.

Rafael Ortega echó el cuerpo en San Fernando a la par que su espíritu torero. Nació, vivió y se fue en la Isla entre la luz del campo y la mar. Por compostura y carácter fue un clásico; no separó nunca sus ojos del pasado. Siendo como era un torero al abrigo de la Bahía de Cádiz, su toreo tenía en cambio el sabor de la Serranía de Ronda. Concibió su obra desde la gravedad sin floreos, ni alharacas. La manera rondeña de torear era la que mejor le cuadraba a su perfil anatómico. Un artista científico que tenía el toreo en la cabeza, pero alumbrado por el corazón. Su entrega lo llevó más de una vez al descansillo de la muerte. Sabedor era el isleño que hay toreros que tienen el corazón en la boca y otros la boca en el corazón. Que no es lo mismo torear– en la prédica de Gregorio Corrochano –que saber torear. Y que mientras, hasta que el mundo sea mundo, habrá quienes saben lo que hacen o hacen lo que saben. El arte de torear al fin y al cabo, se sublima –entre otras cosas – venciendo al miedo con razonamiento y sueño.

Rafael Ortega, en apariencia, en boca de algunos, no tenía hechuras de torero ¿Para qué? En su obra queda elocuentemente desmentida tan triviales observaciones. A la persona –o al artista en este caso– se le mira por los ojos. Rafael Alberti vio y miró los ojos de Picasso. Rafael Ortega tenía una mirada torera. Una mirada clara. Una mirada azul purísima tal el color del terno de torear que le gustaba lucir.

La travesía íntima y sentimental de Rafael Ortega Domínguez, la hizo siempre en la Isla de su “arma”. A la vera de su esposa Pepita, con la sonrisa siempre abierta… a pesar del sufrimiento de ser la diosa amada de un torero que se la jugaba cada tarde. Y los hijos que siguen la rastra luminosa que dejó un hombre cabal, que se fue de este mundo –como en el sentir machadiano– “desnudo como los hijos de la mar”. Triunfó. Alcanzó la gloria a la vez que le castigaron los toros como en los precioso versos de María del Carmen Feria escritos como si fueran para él: Va por un mar de cornadas/en su barquito velero.

No era un torero Rafael, no, de duende, ni de musas parnasianas sino de divinidades cañaíllas como brotadas de los esteros, de la entraña y espíritu de la tierra y del aire. Toreó como era –sincero y limpio– y como fruto de un paisaje sureño que iba de la dehesa a las salinas. Con santa razón escribe otro Ortega –Ortega y Gasset– que: “El ambiente es uno de los ingredientes de nuestra personalidad, cada uno es por mitad lo que él es y lo que es el ambiente donde vive”. El torero de la Isla era un trasunto de su tierra; aunque por su toreo soplaran los vientos de Ronda. Era un torero enterizo, pero navegante también por los mares de Heráclito. Armonizaba a la perfección los contrarios. Era antibarroco y romántico. No se adornaba como torero pero lucía capa española. También era un clásico; pero dominado por la expresión. Parco y serio en vista de la galería, pero ocurrente, sentencioso y divertido en la intimidad. Tenía los pies en el suelo de la misma manera que clavaba las zapatillas en la arena. A través de su rotundidad física iba y venía un ser entrañable. En su testa cana se cobijaba la biblioteca de Alejandría de “saberes” taurinos. Un auténtico maestro. Un antidivo. La impronta del arte modelaba su cuerpo cada tarde.

La suerte de matar de Rafael Ortega era un monumento viviente de arte efímero y que ha tomado cuerpo y vuelo inmóvil en una escultura de bronce dedicada a él y que vestirá para siempre su memoria de luces.

El inolvidable poeta Rafael Belmonte (hermano del Pasmo) escribió éste rotundo poema inspirado en el torero isleño llamado La estocada:

Quieta la planta, derecho

perfila el bruñido estoque

gira el cuerpo dando el pecho

buscando gallardo el choque.

La bestia sigue engaña

el vuelo de la muleta

y el hombre la planta quieta,

hunde en lo alto la espada.

La huella del tiempo al son de la memoria fue tallando su figura de venerado maestro. Un cuerpo más épico que lírico. Nunca su cuerpo fue vara de mimbre sino fuste de columna clásica, toscana tal vez. Un cuerpo con mucha vergüenza y sangre derramada (más de una vez el hada negra de la muerte se lo quiso llevar). Una conjunción del toreo y la persona: hondo, serio, honesto, sin ventajas. Una pureza con capote y muleta y supremo con el estoque.

En un tentadero –un torerillo en ciernes– le preguntó azorado al Pasmo de Triana:

– Maestro… ¿Qué hay que hacer para torear bien?

No tardó en llegar la respuesta del genio con su proverbial tartamudeo.

– Mu- mu – mu sencillo; olvídate de que tienes cuerpo.

Rafael Ortega, otro torero que se olvidó de su cuerpo. Por eso toreó como toreó. Y con la espada el toro se mataba solo. Una vez escuché decir a una vieja aficionada en Triana –Esperanza la del Maera– que mirando el traje de luces vacío de un gran torero es fácil imaginarlo dentro. Genial. Todas las cosas conservan el alma de sus dueños.

Rafael Ortega, echó un día en el olvido su cuerpo; pero su recuerdo quedará siempre como una razón incorpórea reflejado en el espejo de los tiempos.

En San Fernando, la Isla, –con la vigencia de las gaviotas– siempre darán razón por él. Siempre.