La figura del torero se ha movido siempre desde el arquetipo. A veces, como concepción simplificada del modelo originario o al variado muestrario de tópicos y estereotipos. Algunos de ellos fraguados en el siglo XIX al eco del romanticismo. Tanto la literatura como las Bellas Artes dan fiel testimonio.

El torero juncal, cimbreño, “moreno de verde luna”, fachendoso; con marcha castiza y abalorios o con todos sus avíos deslumbraba a la parroquia y sobre todo al mujerío de rompe y rasga. La imagen del torero bien plantado era connatural a la “gente del bronce” con su espesa atmósfera de juergas, mancebías, tabancos, timbas y humo. Por otra parte, en el Cossio. en La Lidia o en cualquier revista de la época se retrata una plétora de toreros corpulentos ajenos al ideal físico y aparentón: Manuel Domínguez Desperdicios, (conocido también con el horrendo mote de Jaca Tuerta); Antonio Carmona El Gordito, Antonio Sánchez EL Tato, José Sánchez del Campo Cara- Ancha, Luis Mazzantini, Rafael Guerra Guerrita… por no citarlos a todos y que fueron claves para hilar el toreo. No obstante, –trabajado el tiempo– el torero se fue mirando poco a poco por dentro. Aquel torero decimonónico que ha tabaco y a sudor tenía que oler, ha tenido su contraposto en otra imagen alejada de lo puramente físico. Con otra filosofía u otra estética y ética basada no en la apariencia, sino en lo puramente sustancial. Aunque hayan habido toreros de todas las épocas que hayan rendido culto al cuerpo. Pero eso es algo intrínseco a la persona, sin necesidad de vestirse de luces. En la comedia humana hay un rico y variado muestrario.

La historia señala a un puñado de toreros en la otra orilla de la belleza objetiva. De Juan Belmonte decían las mocitas trianeras “feo en la calle; bonito en la plaza”. A Manolote en sus comienzos le llamaron “cigarrón vestido de luces”. A Mazzantini, ventrudo currutaco. A Nicanor Villalta, ya con cierta edad, en Madrid le llamaron zangolotino. ¡Para qué seguir…! No hay que echar al costal del olvido que la conformación física del Pasmo de Triana fue determinante a la hora de asentar el toreo moderno (brazos largos como hechos para torear y piernas cortas y poco ágiles que sin embargo no fueron rémora para parar el toreo).

La fortaleza torácica de Rafael Ortega le ayudó con la espada y además dotando a la suerte de un alto valor estético o plástico. La imagen viril de un hombre haciendo la cruz y volcándose a carta cabal sobre el morrillo del toro. En palabras de Pemán: “Las maravillas plásticas del arte de torear tienen una razón estética fuertemente ligadas a una razón anatómica”. Este aserto se puede ilustrar a la perfección contemplando –un ejemplo– la media verónica de Belmonte y la estocada de Rafael Ortega. Sus cuerpos se transfiguran de tal manera que producían aire dentro del aire. En la quietud fotográfica abunda más la estética –en esa fugacidad del instante– más que en las imágenes en movimiento. Por eso Rafael Ortega se alistaba con el mago de Triana a la hora de torear, de ejecutar las suertes. Se dejaban olvidado el cuerpo en casa y se transformaban en esencia y sustancia. “Lo esencial es invisible a los ojos” (Saint-Exúpery).

Rafael Ortega, el torero de la Isla, sabía que era en el corazón donde se anidaban todos los misterios de la vida. O lo que viene a ser lo mismo: “El arte –según Torrente Ballester– es un juego con la realidad. Un juego serio porque sale del corazón”. Y más serio todavía en el arte de torear porque está en juego la vida del artista.

Un primer espada de la crítica Cesar Jalón Clarito, apuntaba a Rafael Ortega como “un torero de cuerpo espeso, cuello escaso y en fin, mal conformado”. ¿Qué conformación física tiene que tener un torero? Que vengan los sabios y echen sus cuentas y lo expliquen. La historia esta cuajada de toreros magníficos con desigual porte físico: altos, bajos, anchos, entecos, gráciles, desangelados que han dejado una vida gloriosa en la Tauromaquia.

¿Quién no recuerda al inolvidable Miguel Márquez o al mismísimo Ruiz Miguel crecerse ante divisas de gran alzada? Dos casos claros –por no mentar más– de transfiguración. Se me viene ahora a la mente (o las mientes) la graciosa observación de una gitana vieja que oyendo cantar a Silverio Franconetti, en estado de gracia, dijo : “Canta mu bien, mu bien; paro le encuentro un defecto: que tiene los pies mu grande”.

Siempre con el eterno dilema del fondo y la forma. Es fácil suponer que no hay fondo sin forma, como no hay forma sin fondo. Una cosa no excluye a la otra. Un aforismo antiguo dice.” Los ojos para ver; la mirada para sentir”.

Ángel Fernando Mayo apela también a la figura de Rafael Ortega como “recia, ancha, no elegante o graciosa, de pajizo vaquero de los esteros de San Fernando – (¿ ?)– o de rubio marinero de la escuadra de Nelson” (uno diría más bien de almirante). La concepción de elegancia en el toreo es un sacramento de difícil administración. De dudosa vitola. Al valiente torero Cayetano Sanz, por su porte y presencia, lo llamaron de por vida “ El Petronio del Toreo”. El arte y la ciencia del toreo es gracia interior, ingénita. Duende o ángel a discreción o buenas maneras o saber hacer las cosas con donaire; pero nunca elegante. De la elegancia en el toreo al estilismo o la afectación hay el canto de un duro o de un euro.

Sin embargo, Rafael Ortega era elegante en la plaza y en la calle. ¡Con qué elegancia natural lucía la capa española! El que escribe –tuvo la suerte de hablar muchas veces con el maestro– lo recuerda una noche fría en Alcalá de los Gazules, con motivo de unas charlas taurinas. Se presentaba el torero impecable. De pronto, vino una racha de viento a perturbar su cuidada compostura removiéndole violentamente la capa negra con vuelta roja (que lucía tan airosa como Fuentes Bejarano) y con un movimiento torerísimo de brazos, –como una especie de galleo– volvió a componer o a recomponer su figura torera.

Continuará…