La burda ejecución del espectáculo, su grosera puesta en escena y los peligros a los que se sometía a intervinientes y espectadores, consiguieron desprestigiar su corrida, y tras una desgraciada tarde en la que se produjeron varias muertes entre los asistentes, los responsables del Vaticano recomendaron al Papa la abolición de la corrida, lo que se logró merced a la promulgación de la bula, “De Salute Gregis”, que publicó San Pío V en Italia en 1567, y a la vez envió a Felipe II para que se prohibieran las corridas de toros en España. Anteriormente hubo una serie de conatos de prohibición de las corridas en España, que fueron abortados gracias a la lúcida y tenaz defensa que de ellas hizo el Dr. D. Juan de Medina, quién detentó el estandarte de apología de la Fiesta, que luego fue apoyado por moralista y consejeros reales que ilustraron al Rey sobre la conveniencia de mantenerla. Felipe II hizo uso de su derecho a la retención de bulas, convencido de que su publicación inferiría un gran perjuicio al pueblo, muy aficionado a estos festejos, y solicitó la revisión de la citada bula. En 1573, forzado por sus asesores, publica la prohibición, pero en Portugal solamente. El Papa sigue manteniendo la bula, a pesar del mal que esto suponía para la religión, pues se había perdido el respeto a la excomunión, castigo al que se condenaba a aquel que actuara o asistiera a la corrida. A la muerte de Pío V, le sucede Gregorio XIII, quién a solicitud Real, promulga la bula “Exponis nobis”, el 25 de agosto de 1575, que levantó la prohibición para los seglares, manteniéndola para los clérigos, exigiendo que no se celebraran corridas en días festivos, y aconsejando que se tomaran las mejores medidas para evitar cogidas y muertes. Muchos religiosos españoles seguían asistiendo a los festejos convencidos de que no era pecado, por lo que el Papa Sixto V, encomendó en 1586 al Obispo de Salamanca el seguimiento del cumplimiento de la prohibición, autorizándole para que castigase a los que no la cumplieran. Tras la muerte de Sixto V en 1590, accede al Papado Urbano VII, a quién sucede Gregorio XIV catorce días después (“Felipe II y el tema de los Toros”, José Serrano Carvajal, pág. 11. Madrid, 1999), y tras él, en 1591, ocupa la Silla Papal Inocencio IX, al que sucede Clemente VIII en 1592, quién en 1596, después de deliberaciones con los consejeros reales, promulga la bula “Suscepti Muneris”, en la que levantan todas las prohibiciones relativas a la asistencia a festejos de toros, tanta a seglares como a clérigos, quedando solo vigente para frailes y mendicantes.   

            Tras estas opiniones de la influyente Iglesia Católica, comienzan a aparecer antitaurinos, entre los que destaca el padre Juan de Mariana (“De Spectaculis”, 1609) A la vez aparecen apologistas como Juan García Saavedra, Juan de Roa, Lope de Vega, Góngora y Quevedo, que si bien alguno de ellos critica a veces el espectáculo, lo hacen como censores que pretenden que no se degrade el mismo. En el siglo XVIII está más nutrido de antitaurinos, figurando en el grupo intelectuales como el Padre Sarmiento, el Padre Feijoo, Torres Villarroel, Clavijo y Fajardo, Jovellanos, Meléndez Valdés…, mientras Nicolás Fernández de Moratín aparece como defensor y estudioso de un espectáculo que está demostrando durante varios siglos que atrae la atención de todos, que ante él nadie se queda indiferente, y que empieza a ser estudiado en profundidad para determinar su importancia. Las críticas no son solo de índole de sensibilidad o religiosas, sino que entran también en juego estudios agrícolas y ganaderos, a la vez que se defiende la aportación que la Fiesta siempre ha prestado al mantenimiento de hospitales, casas de asilo, ayuda a damnificados por desastres naturales, etc.

            A la vez que se critica la Fiesta, ésta se va adecuando a los tiempos, comprendiendo que muchas de sus estructuras deben ser cambiadas. La Corrida se va distinguiendo cada vez más de las novilladas o festejos menores, comienzan a desaparecer algunas de las vejaciones que se infringían a las reses, y estas van siendo seleccionadas de manera que sean fieras (bravas) de por sí, sin que tengan que aparecer los desagradables perros que las muerden u azuzan, ni público que les lance dardos y diversos pinchos que provocan el miedo, el movimiento violento.

            Al comienzo del siglo XIX la Fiesta es sometida a una unánime crítica de la que apenas se defiende con las voces de Santos López Pelegrín “Abenamar” y A. Capmany. Un importante Vargas Ponce, a petición de Jovellanos, realiza un estudio profundo de la Fiesta y sus orígenes, y concluye con una crítica muy dura hacia ella. Larra, Fernán Caballero, Carolina Coronado…, eran todos contrarios a la Fiesta. Los “Krausistas” abogan por una europeización de España, y requieren un programa de reformas en el que se destierre aquello que nos diferencia y se acepte una concepción racional del mundo en la que exista más humanismo y se busque más cultura. La Fiesta estaba en el punto de mira de los intelectuales, y a pesar de las críticas tan duras que recibía, fue analizada con objetividad y dentro de las circunstancias e identidad particulares de nuestro pueblo. Reformadores y tradicionalistas esgrimen sus opiniones sobre la Fiesta, que es considerada por todos como una piedra angular de nuestra cultura: unos pretenden defenderla, otros anularla. Los “krausistas” necesitan reformas, por lo que todo lo tradicional debe ser revisado. Menéndez Pelayo defiende la tradición como algo fundamental de nuestro ser, mientras que es contestado por G. Azcárate, krausista, quién pretende imponer una España nueva, reformada, en la que no caben tradiciones particulares. Y la Fiesta es el pim, pam, pum que recibe los golpes de la controversia de las dos españas que se enfrentan.

            Nos metemos ya en el final del siglo XIX, tras haber asistido a una verdadera persecución de la Fiesta, motivada sin duda por la importancia que ésta tenía para nuestros antepasados. El vigor con que la Fiesta había enraizado en nuestra sociedad supuso un anclaje suficiente para resistir los embates de los críticos, y ella misma se defendió mejorando su estructura, adecuando sus formas, y mostrándose hacia el exterior gracias a los escritos de historiadores y tratadistas que supieron explicar una tan peculiar forma de expresión de nuestra cultura. Grandes escritores, periodistas y pintores, tanto españoles como extranjeros, explicaron en sus obras qué era la Fiesta Nacional, lo que propició un estudio profundo de la misma por parte de toda la intelectualidad significada, en el que se aplicaron los principios filosóficos que contemplaban no solo el “yo”, sino también sus circunstancias.

            Antes de entrar en las opiniones de las generaciones del 98 y del 27, debemos recordar los abatares por los que ha discurrido nuestra Fiesta Nacional a lo largo de los últimos diez siglos, las críticas tan duras que sufrió durante los últimos cuatro y los esfuerzos que sus apologistas han hecho para defenderla. Toda esta trayectoria ha sido posible por que la Fiesta posee unas características determinantes que responden a las cualidades de una sociedad que la admira y respeta, y que sabe contestar a los que no gustan de ella con argumentos convincentes. Pero en adelante debemos estar alerta para adecuar nuestra Fiesta a los cambios que la sociedad demanda. Cuando a principios del siglo XX, la sociedad representada por los intelectuales del 98 exigía un espectáculo menos cruento, y denostaba el existente por exceso de dureza, la Fiesta supo adaptarse a los tiempos y se impuso la obligatoriedad del uso de los petos protectores de los caballos (1928), liberándose de una innecesaria crueldad que no podía ser admitida por la sensibilidad que se había alcanzado. Algunos retrógrados pronosticaron el fin de los toros tras esa imposición, pero es presumible que el fin hubiera devenido de no adoptarse esa medida. Sin embargo, una adecuación demasiado “humanizada” de la lidia, podría llevarnos a un descolorido panorama en el que, al desaparecer el riesgo, solo veríamos la cruenta realidad de un ser vivo admirado y querido, el toro, que es castigado sin que se produzca el drama que es intrínseco al rito. Es necesario conservar y defender un espectáculo tan genuino y ligado a nuestra España, es obligatorio enarbolar en su loa la gran carga cultural y sociológica que ha derramado durante tantos siglos, pero es obligatorio que se defiendan los valores íntegros, y no esa Fiesta desposeída de su esencia. Decía Pérez de Ayala en una entrevista que le realizó Miguel Fernández (“Ramón Pérez de Ayala, Juan Belmonte y los toros”, Madrid, 1967) en 1967: “Los toros son un arte y un drama. Ahora son menos drama, menos peligrosos. Ni toreros ni caballo tienen tanto peligro. El menor riesgo ha restado calidad a la Fiesta, indudablemente; no se puede admitir el toreo sin peligro”. Está claro que, al desaparecer uno de los ingredientes básicos de la razón de ser de la tauromaquia, el drama (el riesgo), no tiene sentido el sacrificio, la muerte indubitable del toro domesticado. Dice Pérez de Ayala (“Política y toros”): “Si se aboliese la certidumbre del que el torero puede ser herido, la Fiesta se convertiría en un simulacro, para ejecutarlo en un tablado de baile flamenco”.

            Tras lo expresado anteriormente, debemos concluir con que sí merece la pena defender nuestra Fiesta como parte importantísima de nuestra cultura, pero que hemos de intentar preservarla de la laxitud y el acomodo por el que se desvirtualizaría y perdería su esencia. Como también hemos apuntado: La Fiesta solo sucumbirá por la negligencia e inoperancia de los propios taurinos. Ahí apuntamos nosotros el posible desastre, aunque a pesar de ello se seguiría por varios siglos estudiando, filosofando, pintando, esculpiendo, haciendo danza y música de algo tan maravilloso que ha formado parte, y formará siempre, de nuestra más genuina idiosincrasia.

           La Generación del 27 ya había digerido los fracasos de nuestras relaciones internaciones de finales del XIX y se había enrocado en la defensa de la legitimidad de nuestras tradiciones más representativas. La Corrida discurre por esa sociedad que busca su nueva identidad y encuentra en su contemplación y estudio un gran sosiego que determina la especificad de sus cualidades más destacadas. José Ortega y Gasset dice entonces que la historia de la sociedad española debe contemplar el transcurrir de la Fiesta para ser comprendida, pues ésta, la Fiesta, ha seguido un caminar parejo a aquella, la sociedad española. Cuando se somete al juicio de los intelectuales de la Generación del 27 la importancia de la Fiesta, es casi unánime su aceptación, incluso muchos de los más relevantes estudiosos son asiduos a los festejos y los defienden con encono. Las Artes todas, la Pintura, la Música, la Escultura, la Danza; la Literatura, el Cine y la Lengua, se impregnaban de las características más representativas de nuestra Fiesta. El Mundo del Toro estaba presente en todas las actividades de la sociedad y eran 29 las revistas taurinas que se publicaban a finales del siglo XIX, amén de que en la mayoría de los periódicos de información general se daba muchas referencias sobre el devenir de la Fiesta.

            Y la sociedad sigue evolucionando, y las aficiones van cambiando en el tiempo; el mismo aficionado a los Toros cambia sus hábitos y costumbre y deja de asistir a algunos festejos por cumplir con los traslados de fin de semana que la sociedad actual del turismo, el coche y el campo o la playa le ofrece. Y el torero es cada vez menos representativo de nuestra ancestral Fiesta; ya no se viste con “chulería”, ni anda con orgullo, ni se entrega a su profesión con el respeto que lo hacían sus antecesores. Y ya la Iglesia no se preocupa de la Fiesta pues apenas se arriesga la vida en ella; y todo pierde parte de su sentido, de su “por qué”. Ya no hay discusiones sobre qué torero es mejor o peor, pues se ha obviado la competitividad; los más destacados quedan exentos de enfrentamiento entre sí. El toro se ha vuelto “artista” (¡que enajenación!) y no quiere cornear, sino seguir dócil la muleta y no dar una cornada al aire. ¿Y a eso debemos seguir llamándole nuestra Fiesta? 

 

                 

D. José María Moreno Bermejo

Presidente Tertulia Conde de Colombi