Artículo de Lázaro Echegaray

Parece ser que la violencia en el fútbol traspasa el ámbito del deporte profesional y llega, y se expande, en los campos de fútbol de ligas menores convirtiendo en batallas campales cualquier partido de alevines y de otras categorías. Es violencia contagiosa porque empiece donde empiece termina extendiéndose a prácticamente todos los presentes en el campo, padres y madres de los jugadores, árbitros, que por lo general suelen ser los que reciben, y los propios jugadores.

Aunque parezca mentira la primera vez que vi completo un partido de fútbol fue en 1982. Jugaban el Barcelona contra el Athletic de Bilbao y lo que más me sorprendió del partido fue la paliza, literal, que se dieron unos a otros. Desde ese momento, alrededor del fútbol he visto mucha violencia, casi como una constante. La bronca extrema es, según algunos aficionados, un elemento más de la emoción del juego. De hecho son muchos los grandes clubs que congregan entre sus hinchadas bandas que amparadas en el fútbol y la ideología política hacen apología de la agresividad. Es cierto que los efectos son cada vez menores en los grandes estadios. Para ello se ha destinado un montón de dinero a asegurar la seguridad de los espectadores aumentado la presencia de efectivos policiales cada vez que un partido constituye una amenaza. Como es normal, el despliegue policial es menor en campos de poca importancia y los disturbios se convierten en ellos en actos salvajes y sangrientos donde todo el mundo es susceptible de salir herido. El fútbol y el vandalismo parecen ir de la mano, con independencia de que no se pueda generalizar.

¿Cuándo ha habido vandalismo en los toros? ¿Cuándo el Estado ha tenido que gastar un solo céntimo de más en seguridad por una corrida de toros? ¿Cuándo se ha visto que ante cualquier decepción de las que pueden suceder en una plaza de toros –y miren si se dan decepciones en una plaza de toros- hayan tenido que actuar las fuerzas de seguridad?

Qué paradoja la nuestra. Algunos nos muestran como a salvajes, indeseables que deseamos el mal trato de un animal, que por yuxtaposición maltratamos a las mujeres y a los niños, ávidos de sangres y violencia, insaciables en nuestro vicio, gente a la que insultar y desear la muerte no es delito sino cuestión de coherencia pacífica. Somos sádicos que disfrutan viendo ejercer la violencia sobre los animales, que nos reunimos en masa para eso. En la historia europea el extremo macabro y genocida del nacismo solo ha sido igualado por la ira ejercida por los toreros sobre los toros y la complicidad de todos aquellos que lo permiten. Eso sí, curiosamente nuestra violencia no pasa de ahí, no sale del anillo de la plaza de toros, no se extiende a lo social, nunca un denunciado por maltrato animal ha sido un aficionado a los toros y nunca la policía ha tenido que acordonar una plaza de toros por culpa de nuestras fobias. Sin embargo, sí nos hemos visto señalados y atacados por quienes piensan así de nosotros y podemos poner los casos de Cuéllar, Tordesillas o Bogotá, en el terreno de lo físico. En el mundo virtual, los ataques y la violencia verbal hacia nosotros son terribles.

En fin, somos sádicos sin sadismo, violentos sin violencia, seres feroces a los que se increpa y no se defienden, asesinos que nunca sentimos la necesidad de actuar frente a este o a aquel; unos seres de lo más paradójicos los aficionados taurinos. Y además rentables.