Antes de salir del cuarto se encomendó devotamente. No hizo el mejor toreo de la tarde, porque de eso se encargó Luis de María, pero la raza de Carla de los Ángeles quedó de manifiesto con el sexto de un cartel que anunciaba ocho novillos. Ese fue un bicho de libro. Ejemplo completo de toro malo que traía en la sangre toda la malaleche del mundo y que durante su permanencia en el ruedo se dedicó a arreglar asuntos con los ánimos de un gestor.

Verónicas de recibo. La arena se oscurece bajo la sombra del peligro serio y latente. El cárdeno, como si tuviera una estrategia, deja que la torera se confíe para acostarse arteramente y pegarle un rozón en el vestido celeste y oro. Las cuadrillas se percatan de inmediato,  señales de alerta pasan discretas por el callejón. Hasta los viejos banderilleros que en ese momento esperaban entre barreras, van a por sus capotes y se disponen prestos por si se tercia un quite. El de Dos Peñas se esfuerza en un espectacular derribo al picador cuya pierna izquierda queda atrapada en el estribo. La estampa no hubiera pasado de la severidad taurina de la suerte de varas, si no es por que el novillo toro salido de una pesadilla trata de subir sobre el jaco derribado, buscando al varilarguero. Como si entendiera, lo juro, acto seguido a encajar el pitón en la pata del caballo le da la vuelta y quiere hacerse del hombre en el suelo. Después de bailarle un jarabe tapatío encima, capas salvadoras lo alejan hacia los medios. En el tercio de banderillas y no guardándose nada del catálogo de resabios, se aplica acortando el viaje. Desde luego, siembra el desconcierto entre los bitijureros que pálidos intercambian miradas, mientras el peón de brega no puede hacerse de las descompuestas embestidas.

La niña de los Ángeles despliega trapo plantando cara a este diablo que además, se llama “Agustino”, aunque para nada respeta los preceptos de la orden. El toro se tercia ante la franela y advierte que en cualquier momento pegará la cornada. La cúspide del suspenso la alcanzamos cuando Carla lo obliga en un derechazo que la fiera consintió paso a paso y después de haber espiado maliciosamente a la torera. Este muletazo único valió la oreja no por su plasticidad, sino por la entrega sin reservas de su autora. Mientras “Agustino” debido a su nula clase no permitía un solo pase rematado, el coraje y la voluntad estoica de Carla de los Ángeles eran una muestra de torería sublime.

A la lista de mañas del merengue que salía con la cabeza arriba, tirando el tornillazo, deteniéndose a la mitad del recorrido y más pendiente del cuerpo de la lidiadora, falta agregar el drama de la cogida. En el único descuido la arrolla y llevándola colgada de los pitones, en galope espeluznante se arranca hacia los tableros. Cuando conteniendo la respiración esperábamos el horrendo desenlace, la bestia cambia de dirección y el cuerpo de la joven sólo roza el burladero de la querencia. Luego, lo despide con un derrote salvándose así de un percance gravísimo. Por fin, llega la estocada. Es el toreo que a veces muestra descarnadamente los desfiladeros de su tremendo riesgo. En ocasiones, se pierde el control relativo y entran a escena el azar y las casualidades. La vida pendiendo de los pitones, de la buena suerte, del no estaba escrito. O tal vez, son los Cristos, las Vírgenes y los santos a los que se encomendó antes de salir rumbo a la plaza que una tarde más han obrado el milagro.

 

 

 

 

Desde Puebla, informa José Antonio Luna