La corrida fue como el adagio lamentoso de la Sinfonía Patética de Tchaikovsky. La tarde, aunque no era de relumbrón, ni de oropeles, ni de paños finos, había nacido con una dulce esperanza, dos horas después se cerraba con la desagradable sensación de haber presenciado el lado triste, miserable y melancólico del toreo. Las supuestas notas de un recital de torería fueron cubiertas por los desagradables desacordes de la bronca y el desencanto. La silbatina, primero en tono menor, luego, de manera potente fue coreada bajo la dirección de Guillermo Capetillo, que tomando más precauciones que un enfermo de orquitis para saltar una cerca de alambre de púas, no logró dominar los pies ni la batuta de su muleta. A cada lance fue muriendo la expectativa de que de un momento a otro destaparía el tarro de las esencias, cosa que nunca llevó a cabo. En unos tendidos más vacíos que un “teibol dans” en lunes, el fantasma de “Gallero” de Cerro Viejo convocó a los cabales, pero no hubo sombras que siquiera lo insinuaran. Treinta comparecencias en la Plaza México son muchas apostándole a una sola faena. El domingo, Capetillo se dio de narices con una afición que nunca le ha tratado bien. Cuchufletas y burlas fueron las consonancias y todavía hay blasfemos que se atreven a compararlo con el Paula y con el Curro Romero.

Por su parte, José Luis Angelino, bien a bien, tampoco se estuvo quieto. Acompañando cada esbozo de lo que parecía iba a ser una obra solemne daba un pasito hacia atrás que pifiaba el pase. A la hora de tirarse a matar caló al toro, lo que no fue impedimento para que le juez le otorgara la oreja. Ahora que la afición se lo traga todo y da lo mismo, se entregan orejas por estocadas descaradamente defectuosas. Somos sensibleros y pegamos el grito en el cielo si algún valiente de la autoridad quiere dignificar la plaza más grande de América y elevar el listón. Tal vez, por ello el juez Eduardo Delgado, ecuánime, alcahuete y sin comprometerse, no tuvo el menor empacho en otorgar un apéndice por demás barato. Y casi todos celebraron contentos la morralla, porque les gusta mucho lo económico.

En cuanto a Daniel Luque, el matador fue irresponsable llegando con muy poca anticipación a un compromiso de tamaña magnitud. La altura o los tacos de la ciudad de México fueron implacables y una de las dos cosas lo descompuso gravemente. Muy pálido y adolorido del vientre, el torero hizo un esfuerzo enorme y a punto de desvanecerse dio cuenta de su segundo enemigo. Así que las notas mágicas que salen de su muleta las tuvo que guardar para ocasiones más saludables.

El encierro, justito de presencia y de cornamenta, acusó una debilidad y una mansedumbre lastimosas. Una y otra vez, los ejemplares de Julián Hamdan se caían, brindando el patético espectáculo de observar a los íconos del poderío y de la fuerza rodar por la arena. Algunos lo hicieron nada más sentir el puyazo. La expectativa vehemente desbaratada frente a la debilidad y a la tragedia de la existencia fueron los motivos por los que Tchaikovsky compuso, poco antes de morir, la Sexta Sinfonía en Re Menor. La esperanza y el desencanto, salpicados de profunda melancolía, dieron la nota. El domingo, todos muy aplicados interpretaron dramáticamente su propia sinfonía patética.