Hace unos días, Raúl Rivero, en las páginas de “El Mundo”, hablaba del poeta afroperuano Nicomedes Santa Cruz, un negro de verdad, no un negro como Sidney Poitiers, encantador, guapo, que apaciguaba las malas conciencias de los americanos racistas. Y las de todos, aunque lo de calificar de negro a una persona ya no resulte peyorativo. Negro o blanco. Pero ya hacía mucho tiempo que habíamos superado esa frontera del color con muchos personajes de la política o el deporte, sobre todo en el boxeo, el atletismo, baloncesto o el mismísimo fútbol, Ben Barek, Pelé o Didi. Y en lo universal, Josephine Baker, Tina Turner, Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Duke Ellington, Freeman o Will Smith. “Bye, bye, blackbird”, le decían a la Baker, que había revolucionado a Francia con una falda de plátanos y la suprema bondad de tener en su casa doce huérfanos adoptados, y ni contemos los méritos del embajador de Bahamas en Japón, Sidney Poitier, Oscar al mejor actor por la película “Los lirios del valle”, o los de los demás hombres y mujeres negros citados, hasta llegar a la presidencia de Estados Unidos. Antonio Machín, cubano, vino a España en los años 20 del siglo pasado, perdió voz pero ganó sentimiento y musicalidad con sus angelitos negros. Montó una cafetería en la madrileña calle Infantas, frente a la plaza de Vázquez de Mella, Bilbao para al pueblo aunque la glorieta del mismo nombre se encuentre hacia el número 100 de la calle de Fuencarral. De esta cafetería era cliente Pepe Luis Marca “El Bocas” cuando apoderaba a Manuel Álvarez “El Bala”. Pero Nicomedes Santa Cruz era solamente un poeta y lo tenía más difícil que el resto de hermanos de color. Un poeta nacido en Lima el 4 de junio de 1925 y fallecido en Madrid el 5 de febrero de 1992, autor de “Ritmos negros del Perú”, “Cómo has cambiado, pelona” y un poema a la muerte de Juan Belmonte que reproduzco a continuación para que adivinen cuál es la calidad de su autor: “La muerte se disfraza de capricho/y en la más increíble paradoja/subsiste quien vivió a merced del bicho/y muere quien “¡no hay toro que le coja!”./A Juan, que no toreó por soleares,/ muerto, no he de llorarlo por seguiriyas,/ sean por  martinetes mis cantares,/cante de yunque y fragua y herrerías./Cristo de la Expiración,/Cachorro de los trianeros,/bríndale tu absolución/al mejor de los toreros./Cachorro, si en Viernes Santo/te faltara un penitente,/ asóciate a nuestro llanto/que es Juan Belmonte el ausente…”

 

Nicomedes tenía un hermano también nacido en Lima, el 3 de julio de 1928. Y como él, negro negrísimo. Vino a España a mediados de los años 50 del siglo pasado a la humana factoría taurina de los Dominguín y Luis Miguel le dio la alternativa en la plaza de toros de Las Arenas de Barcelona. Día 27 de julio, con toros de Garro y Díaz Guerra y en presencia de Rafael Ortega, que también pertenecía al grupo Dominguín. Antes, Santa Cruz había toreado varias novilladas en  Carabanchel y en una de ellas sufrió una cogida con desgarro de la safena de la que brotó sangre roja para sorpresa de algún incauto espectador. Después, volvió a esta misma plaza de matador de toros con Pepe Dominguín y el mexicano Humberto Moro y le cortó dos orejas a un toro de Muriel. Años después hubo otro torero en el mismo grado de negritud, Ricardo Paulo Chibanga, de Mozambique, que tomó la alternativa en Sevilla al 15 de agosto de 1971 de manos de Antonio Bienvenida y en presencia del sevillano Rafael Torres y con toros de AP. También se le conocía como “El Africano”

En la larga relación de toreros hay en principio un Africano (Manuel Bellón) del que no tenemos muchos datos y otros después, entre los que destaca Luis Etirol López que nació en  Orán, de padre francés y madre española, de vulgares formas y buen saltador con la garrocha, suerte en la que destacó otro del mismo mote, Mariano Herrero, y a los que acompañaron el picador Manuel Obera y el novillero Manuel Rodríguez y un Africanito, José Flores. Al margen de los “Habaneros” o los “Morenitos” que en el toreo han sido, justificadísimo en el caso de José Nelo “Morenito de Maracay”, frente a los contados “Blanquitos”, recuerdo al caraqueño Julio Mendoza que confirmó en Madrid su alternativa en 1927 y a otro venezolano, Luis Sánchez Olivares, “Diamante Negro”, que también ratificó su condición de matador de toros en Madrid, en 1950, no así otro torero del mismo apodo y color de piel, mexicano, Luis Molinar que no llegó a superar el escalafón novilleril, como un gaditano que se apodaba “Niño de la Negra” y uno más, “Alma Negra”, pese a su condición de pálidos como mañana de niebla. A otro venezolano, Fredy Omar, nacido en Puerto Cabello, Venezuela, el 2 de julio de 1949, le dio la alternativa Paco Camino en presencia de José Mari Manzanares en Benidorm, pero, pese a tan ilustres avales, no logró superar su diminutivo, “El Negrito”, ni igualar las glorias de sus compañeros Santa Cruz, “Diamante Negro”, Chibanga o “Morenito de Maracay”. Por cierto, de Maracay era también Rigoberto Bolívar, apodado “El Pastoreño” y conocido como “el Negro Bolívar”, figura del toreo desde que vino a España con los Girón, César y Curro. Sin duda, el mejor torero negro de todos los tiempos porque, no lo olviden, los picadores también son toreros y Rigoberto lo era en toda su extensión. Imperial presencia, elegancia en su monta, dureza de hierro en su mano derecha, temple y toque en la izquierda, medida en el castigo y personalidad en su estampa de gigante. Murió el pasado mes de octubre en la ciudad Rubio, del estado de Táchira, Venezuela.

No quisiera confundir a negros y mestizos al citar al goyesco Indio Ceballos o los intérpretes de la llamada “Suerte Nacional del Perú” en la versión gráfica de Pancho Fierros y sus acuarelas, en las que los jinetes que manejan los capotes desde los caballos  son de piel negra brillante. Lo del Moro Gazul y otros muchos compatriotas que aparecen en las estampas de “don Francisco el de los Toros” son puras utopías de don Nicolás Fernández Moratín y su “Carta Histórica”, texto en el que debía inspirarse el de Fuendetodos, inefable cuando se olvida del guión y cuenta con lápiz y buril sus experiencias, las cogidas de Rendón o “Pepe.Hillo” o los alardes del aragonés “Martincho” o del rondeño Pedro Romero.

Pero hay en nuestra Historia un torero entre los más importantes al que se apodó “El Negro”. Fue Salvador Sánchez “Frascuelo”. Esto de “Frascuelo” por su hermano mayor, Francisco, que también quiso ser torero pero no llegó a la cumbre que alcanzó “El Toreador” de don Eduardo de Ontañón, autor de una magnífica biografía que se publicó en  Madrid, en la Espasa-Calpe que subsistía en la capital de España en 1937. Alguien pensará que a don Salvador se le apodaba “El Negro” por sus bucles o tufos de su bien poblada pelambrera, pero yo pienso que era un poco para diferenciarlo de “El Blanco” “Lagartijo”, don Rafael Molina, conservador de derechas, amigo del actor Calvo, el cantante Massini o el político Cánovas. El trío de don Salvador eran Vico, Gayarre y Sagasta. Con este, el pueblo duro. Con aquel, la aristocracia elegante. Negro y Blanco. Blanco y Negro. Churriana y Córdoba. Cuando Salvador murió en Madrid, Rafael cogió el tren en Córdoba hacia la capital y, ante el cadáver de su compañero, exclamó: “Tanta lucha para esto”. Los dos, el liberalote y el conservador, en su jubileo se preocuparon por las gentes que no tenían trabajo ni medios, Salvador pagaba sus alimentos, Rafael hacía y deshacía la valla de su finca para proporcionarles jornales. La gran pareja. El contraste buscado, soñado y sentido. La lucha leal y sincera. El reconocimiento inteligente. Se lo dijo Juan Belmonte a “Joselito”: “No me destruyas; me necesitas”. Nos necesitamos todos. Pero, sobre todo, en la soledad de la lucha frente al toro y en el gran ruedo de la vida. Ni blancos ni negros: hombres, genérico.

CURIOSIDAD.- En Zaragoza tienen la manía de llamar a su plaza de la Misericordia. Yo, para distinguirla de Pamplona y Bilbao, prefiero conocerla por su creador, Pignatelli, coso de don  Ramón Pignatelli, prócer de amplias actividades y realizaciones que hizo más por Zaragoza que docenas de misericordiosos. Y si acudimos al latín, madre de nuestra lengua romance, de los romanos, más si uno va a misa y escucha a un joven cura venido de tierras del otro lado del Atlántico que en el día del Amor Fraterno te explica que lo de Misericordia, desde el latín, significa mísero corazón. Desde el hebreo apunta al amor maternal por aquello del útero acogedor. A nuestro mísero corazón resulta que vino un circo a principios de año, al que acudí con mis nietos en tarde feliz, luego una degustación de marisco gallego y, ahora, salchichas de Frankfurt y cerveza alemana. Bien está, señores de la empresa, pero queremos toros en el ruedo de los ídem que construyó don Ramón en 1764 para ayudar al mantenimiento de los acogidos en su Hospicio, en donde también montó una fábrica de toldos para que los acogidos aprendieran a pescar el pez que les iba a servir de alimento. Miserere cordis, Misericordia ¿quién te ha visto y quién te ve?           

 

  

Artículo de Benjamin Bentura Remacha
Periodista
Fundador de la Revista “Fiesta Española”
Escalera del Éxito 85