Nací en la Ciudad de Caracas, entre las esquinas de Canónigos a San Ramón, Parroquia Altagracia, el ocho de diciembre de mil novecientos veintisiete. El día de la Inmaculada Concepción. Por eso llevo el nombre de “Conchita” y soy sagitariana.

Mis padres fueron Norberto Moreno Mayora y Juana D’Amico del Castillo. El maestro de obras, oriundo de Ocumare del Tuy. Ella obrera textil, caraqueña, hija de inmigrantes italianos. Mi padre fue constructor del inolvidable “Paseo de Las Palomas” en Macuto, Estado Vargas y mi madre, la primera mujer que manejó un telar impulsado por electricidad, en la empresa de la familia Branger en Valencia, Estado Carabobo. Mi familia fue de muy nobles principios y muy cristiana, aunque de muy modestos recursos. Vivimos con mi tía Rosa, la hermana de papá y con mi abuela, la Madama D’Amico. Ambas fueron recias, pero cocinaban sabroso y me cuidaron junto a mis primeras hermanas.

Isabel es la mayor de las hijas de mi mamá y yo soy la hija mayor de la pareja que ella formó con papá. Después siguen mis hermanas Rita, Victoria y Graciela. A las cinco hermanas nos decían “Las Moreno”. Siempre vivimos en Caracas, primero en La Pastora, después en San José y luego en El Valle, donde pasamos la mayor parte de nuestra infancia. Allí vimos nacer a los varones Benjamín y Bernabé. Cuando mi tía Rosa y la Madama ya no estaban con nosotros, Isabel hacía los mandados en la calle y yo cuidaba a mis hermanas. Isabel empezó a trabajar con mamá en los telares y como sabía leer, escribir y hablar muy bien, ayudó a fundar el primer sindicato textil de inspiración comunista en Caracas. Yo iba a la escuela cuando podía, pero la aprovechaba bastante y acompañaba a mi papá a las peleas de gallo de los sábados. Recuerdo que en el colegio me premiaban con una medalla la mayoría de los días viernes de cada semana, por mérito en el comportamiento o en aplicación. Deseaba ser abogada.

Rita tocaba el cuatro y la guitarra. Victoria era la más oscura de piel, por lo que le decíamos “La Negra”. Graciela, la más pequeña, era la más traviesa Benjamín también era de color oscuro. De allí su apodo de “El Negro” y Bernabé el más claro, por eso le decían “El Catire”. Como todos sentíamos inclinaciones musicales, cuando mi mamá no estaba brava por alguna travesura de papá y cuando él estaba de buenas, montábamos unos joropos bien sabrosos, porque se alternaban el cuatro y la guitarra entre Rita y Benjamín, mientras que el Arpa la tocaba papá o Bernabé y el resto tocábamos las maracas y hacíamos los contrapunteos. Tuve sobrinos y sobrinas bastante rápido, porque mis hermanas eran muy bonitas y en aquella época se estilaba que las muchachas parieran temprano. De aquella generación quedamos vivas, mis cuatro hermanas y yo. Tengo dos hijas, tres nietas y dos nietos, además un total de 16, entre sobrinos y sobrinas. Sólo Benjamín se fue sin retoños. Mi nieta mayor es abogada.

LOS COMIENZOS

Aún estaba en desarrollo la segunda guerra mundial cuando sentí la atracción por el toreo. Desde hacía algún tiempo me venía escapando de la escuela para ir a los encierros de toros que se hacían en El Valle. Allí aprendí el gusto por darle capotazos a los novillos. Sólo mi madre me acompañaba en el secreto y sabía que la cosa era algo más que un simple entusiasmo. Yo ya percibía que iba más allá de mí, inclusive. Era una pasión.

Cuando hablé de mis intenciones en voz alta y delante de papá, en mi casa no gustó la idea y mucho menos la “alcahuetería” de mi mamá. Ese oficio del toreo era tenido como una actividad masculina y mi padre dudaba que yo tuviera cualidades o capacidad para dedicarme seriamente a esa profesión. La verdad es que mis padres y mi familia aspiraban a que – si yo había sido buena estudiante – me graduara de “Bachiller de la República”.

Pero estas ideas se reforzaron en mí cuando llegó a Caracas la denominada “Cuadrilla de Señoritas Toreras”. Aunque yo no había terminado mis estudios secundarios y era menor de edad, hablé con el director de la cuadrilla y logré ingresar en sus filas para hacer lo que hoy llamarían en idioma inglés un “casting”, es decir, una prueba. Debido a mi particular experiencia en aquellos encierros de toros en El Valle, resulté airosa. Corría el año de mil novecientos cuarenta y siete, cuando decidí hacerme torera.

Ya a Caracas habían vuelto a llegar productos que antiguamente venían de algunos países de Europa. En 1947 había terminado la guerra y algunas personas jóvenes como yo, pensábamos que era un buen momento para aprovechar la paz mundial y dar rienda suelta a los esfuerzos por materializar los sueños de superación individual, que se habían visto ensombrecidos por ese panorama de conflagración planetaria. La llamada revolución de 1945 estaba siendo criticada por diferentes sectores y el ambiente político que se respiraba en la ciudad, inducía a pensar que podrían presentarse situaciones que me dificultarían el desarrollo de los planes que me había trazado. Por eso estaba muy preocupada y deseaba aprender pronto, lo más que pudiera del toreo y salir del país.

El asunto ahora consistía en lograr la autorización para los entrenamientos formales con la “Cuadrilla de Señoritas Toreras” y sobre todo para mis presentaciones públicas. Después de acaloradas discusiones, mucha argumentación de mi parte y con variadas condiciones, entre ellas que me graduara de Bachiller, al fin, mi madre logró convencer a mi papá.

Y comencé los entrenamientos. Eran bastante duros, por cierto, pues se trataba de torear en un ruedo y no en un corralón –como había aprendido yo a dar capotazos en El Valle-. Fueron horas de muchas tardes bajo el sol, ensayando múltiples pases. Pero yo no me amilanaba. Seguía con mucho interés las indicaciones del maestro en la arena.

Estos esfuerzos iniciales se vieron compensados porque al fin pude hacer mi debut en La Maestranza de Maracay, Estado Aragua en ese mismo año en el que había decidido ser torera. Tenía 20 años de edad. Mi papá, que luego de haber estado en contra se convirtió en uno de mis más férreos críticos, fue a la Plaza de toros esa tarde y antes de empezar la faena se me acercó y me dijo: “Si Usted decidió ser torera, hágalo bien. Si no lo va a hacer bien, retírese. No me haga pasar una vergüenza”. A lo que le contesté: “Papá se sentirá orgulloso de mí”. Y así fue.

MI DEBUT EN CARACAS

Al domingo siguiente me anunciaron en un mano a mano con una compatriota que había conocido en los entrenamientos en el Nuevo Circo de Caracas. Ya en aquella época existía una gran afición por las corridas de toros en casi toda Venezuela y en la mayor parte de los estratos sociales. A raíz de la visita que había realizado Juanita Cruz, una torera madrileña, se desató una tremenda furia hacia la tauromaquia femenina, de tal manera que se generó una expectativa bastante buena para mi “alternativa” en la capital.

La presentación en Caracas fue con Esther Álvarez, una chica que tenía cierto conocimiento de las lides taurinas, porque siendo sobrina del Sr. Cipriano Álvarez, famoso banderillero caraqueño, éste la tenía muy bien entrenada.

Esa tarde, la recuerdo con gran emoción, porque corté mi primera oreja en mi tierra. También actuaron en esa misma novillada con nosotras, ayudándonos en los diferentes tercios de la lidia: los subalternos “Capita”, “Minuto” y los diestros Paco Puertas y “Perucho de Caracas”. Cito éstos, porque eran los más conocedores del toro en sus diferentes querencias en la arena. Durante mi recuperación en Madrid, siempre recibí correspondencia de ellos, pero luego se perdió el contacto, porque fui cambiada de un sitio para otro, hasta que al final me recluyeron en el Sanatorio de Toreros de España. Si alguno de ellos aún vive, que reciba mi más cordial saludo y un fuerte abrazo de su colega y amiga. También recuerdo a Sergio Díaz y a Adilia Castillo, que después de renunciar al toreo, se hizo una famosa cantante del folclore venezolano.

Como estoy escribiendo mis memorias para Ustedes, no quiero dejar de contarles lo que sucedió cuando –formando parte de la “Cuadrilla de Señoritas Toreras”- me toca salir de Venezuela, después de hacer algunas actuaciones en el interior del país. Mi padre, en virtud de mis facilidades para los idiomas, hacía algún tiempo que me había comenzado a pagar una clases particulares de inglés con un profesor de origen trinitario. Yo, cumpliendo mi compromiso de graduarme, efectivamente obtuve mi título e inmediatamente me empleé como secretaria en un bufete de abogados ubicado en un moderno edificio en la esquina de Mercaderes. Trabajaba y entrenaba, entrenaba y trabajaba. En los fines de semana practicaba inglés y tenía presentaciones públicas. Muchos pretendientes se me acercaban, pero yo carecía del tiempo que la mayoría de los hombres exigían.

Faltando meses para cumplir la mayoría de edad llega el momento decisivo pues la “Cuadrilla de Señoritas Toreras” con sus nuevas adquisiciones –entre las cuales me encontraba yo- debía cumplir compromisos en otras latitudes. Otra vez, la disyuntiva del permiso, pues no podía salir del país sin la debida autorización. Mi papá se negó a firmar, a pesar de que yo cumplí todas las condiciones que me estableció para hacerme torera. El no quería que me fuera del país, pues temía que me pasara algo y que ni él ni mi madre o mi familia se enteraran. No obstante la negativa de papá, mi mamá sí firmó y yo me pude ir. Había ahorrado el dinero del precio del pasaje, separando una cantidad importante del sueldo que me pagaban en el bufete y la parte que me faltaba la completó mi mamá. Tiempo después supe que mi papá se disgustó de tal manera con mamá que llegó a responsabilizarla por si algo me pasaba.

Nos fuimos a México, toreamos en Guadalajara, Tampico, Veracruz, Xochimilco, Tijuana y Acapulco.

Todas nuestras actuaciones fueron lidiando las reses pié en tierra.

Estábamos haciendo la tournée o gira mexicana, cuando fuimos contratadas para la República de Colombia. Allá toreamos en Cartagena, Barranquilla, Cali, Manizales y Bogotá. Luego fuimos al Perú y toreamos en Lima, donde tuve un percance serio en la pierna derecha.

La “Cuadrilla de Señoritas Toreras”, se componía de dos matadoras, dos banderilleras y una sobre saliente que también hacía de puntillera, si el novillo no moría de la estocada que le diera la matadora. Al “puntillero” siempre lo contrataba el Director en la ciudad donde íbamos a actuar, y frecuentemente encontrábamos compañeros del otro sexo que nos auxiliaran.

Recuerdo que en Ciudad de México conocía a María Cobián “La Serranita”. Era una torera de mucha fama en su país. Ella me contó de su anhelo por viajar a España, pero que no lo hacía porque en la península no les estaba permitido a las damas torear a pie, sino a caballo.

Estuve pensando varios días en la posibilidad de hacerme rejoneadora, porque España, siendo la cuna del toreo, no se borraba de mi pensamiento.

A la noticia de la gravedad de mi padre, cancelé mi contrato con el Director de la “Cuadrilla de las Señoritas Toreras” y regresé e Venezuela. Encontré a mi padre muy enfermo y sentí un gran pesar en la conciencia. Le prometí, en ese momento, que no iba a viajar más.

Sin embargo, aproveché mi estadía en Caracas para comenzar mis contactos con Portugal. España seguía en mi mente. Nombré representante artístico en Venezuela al Sr. Alejandro Arratia Oses, un comentarista taurino que trabajaba en una emisora capitalina. Seguí mis entrenamientos a pie y comencé a montar.

Decidí que si volvía a los ruedos sería a caballo, como Rejoneadora.

Después que mi padre murió, actué en el interior de Venezuela. Mi hermano Benjamín me acompañó en una aventura taurina y familiar bastante pintoresca, pero llena de momentos muy agradables. Con una camioneta tipo “pick up”, que manejábamos alternadamente entre mi hermano Benjamín y yo, recorrimos buena parte del país, llevando el espectáculo de los toros a los sectores populares, es decir, a quienes no podían ir a las grandes ciudades o que no tenían dinero para pagar las costosas entradas de los carteles de postín. Mezclando el concepto de las corridas bufas y los circos ambulantes, ideamos y materializamos la construcción de una plaza de toros portátil, que se armaba y se desarmaba y que, además, tenía unas ruedas y un montaje que permitía trasladarla de un lugar a otro, por carretera, enganchada en la parte trasera de la camioneta.

Con esta plaza de toros portátil me presenté en Maracay, Valencia, Barquisimeto, San Carlos, Chivacoa y la Feria de La Consolación en Táriba, Estado Táchira. En mi gira por Venezuela, alterné con novilleros, cuadrillas bufas y algunos matadores mexicanos o colombianos, hasta que el Sr. Arratia me llamó a Caracas, porque debía viajar a Vigo, Portugal.

Benjamín decidió entonces ingresar a la marina y Victoria se encargaría de apoyarle en el arreglo del papeleo correspondiente. “La Negra” y “El Negro” fueron a despedirme.

En el Puerto de La Guaira tomé el Barco “Antoniotto Ussodinare”, afiliado a la Flota Italiana Lauro, que hacía el recorrido entre Europa y América, tres veces por semestre. En Vigo, me esperaba el empresario Sr. Joao D’A Silva. Transcurrieron días inolvidables en Lisboa y la empresa mostró gran interés en que yo conociera la ciudad. Los beneficios fueron muchos, porque la familia D’A Silva me trató muy bien durante mi estadía en Lisboa y entre unos meses pude debutar en la Plaza de Toros de Campo Pequeño, una de las principales plazas del país.

Todo fue un éxito porque allá no se les da muerte a los toros; también las banderillas son de simulacro, se caen rápido porque no calan en la piel del toro ya que no los perforan. Allá, la Sociedad Protectora de Animales es muy fuerte y no permite que se le haga daño a ningún animal. El tiempo que demoré entre los lusitanos, fue haciendo entrenamientos en la Escuela de Equitación y prácticas para El Rejoneo. Por medio de los contactos del representante fui contratada para España. El día convenido tomé el expreso internacional y en la estación, en Madrid, me esperaba Don Manuel Córdoba, quien luego sería mi representante para toda la península española.

Después de ir conociendo la Capital del Toreo, Don Manuel mostró una gran solicitud en que fuera también conociendo a todos mis paisanos de “coleta”, que se encontraban en España. Entre ellos saludé a Evelio Yépez, a Samuel Rivero y a Antonio Bienvenida “El Gran Caraqueño” – como se le conocía por allá-. Moreno y “El Chiclanero”, en compañía del apoderado, me llevaron a conocer la Gran Vía Madrileña y el lugar donde estaba instalado el Consulado y la Embajada de Venezuela.

Cuando en el Sindicato del Espectáculo se enteraron de mi presencia en la ciudad, la Junta de Rejoneadores puso el grito en la “Unión de Toreros”, ya que ellos creyeron que yo había ido para allá a torear pie en tierra. De nada sirvieron los argumentos que les presentó mi apoderado. El Cónsul y el Embajador de Venezuela, también tomaron cartas en el asunto para defenderme, pero Bernardino Landete, Ángel y Rafael Peralta, la crema del rejoneo español en aquella época, pudieron mucho y me vetaron.

Así las cosas, yo continué mis entrenamientos y el Sr. Córdoba me arregló dos presentaciones para Francia. Viajamos a Marsella por ferrocarril y allá me presenté en una corrida que llamaron “Bolivariana”, porque alterné con mis paisanos Curro y César Girón.

Esa tarde, el novillo de Rejones fue “pastueño y muy quedao” (palabras del argot taurino), antes de entrar en “suerte”, pero le busqué en todos los “terrenos”, le puse banderillas a una y a dos manos, rejones de adorno y de castigo y cuando lo puse en “suerte para matar”, entré en “simulacro”, de frente, todo a caballo.

En Francia, así como en Portugal, sí está permitido que las damas realicen toreo a pié. Sin embargo, la muerte y el descabello de las reces está todavía en discusión.

Como lo dije antes, entre Portugal y Francia, pesa mucho La Sociedad Protectora de Animales. Juanita Cruz y mi tocaya, Conchita Cintrón, tampoco pudieron hacer mucho en España y eso que la primera era nativa de Madrid. Allá, el Sindicato del Espectáculo, sobre todo en lo que se refiere a rejoneadores extranjeros, era como una “piedra de tranca”. Además, todos los toreros de a caballo, como los de a pié, le hacían la vida imposible a cualquier diestro extranjero, que osara invadir su terreno. Celos profesionales … Afortunadamente, no me faltaron contratos entre Francia y Portugal, pero al final, cuando los españoles se dieron cuenta de que yo no había ido para allá a buscar “camorra”, me levantaron el veto.

Fue así como pude rejonear en Linares, La Línea de La Concepción, Burgos, Ávila, Toledo, Salamanca, El Escorial y al fin, realizar mi más grande anhelo: presentarme en la Monumental de Las Ventas, en Madrid.

En las épocas de invierno en Europa, venía a torear a Sudamérica. Volví varias veces a México, Colombia, Perú y Panamá. A finales o a principios de año, pasaba por Venezuela y realizaba actuaciones en las ferias programadas. Veía a mi madre y a mi familia, si podía. Generalmente eran ellas las que me visitaban en el hotel donde me alojaba en Caracas. Mi preferido era el Hotel Presidente.

También tuve la oportunidad de torear en el sur de los Estados Unidos, específicamente en Texas, en Nuevo México y Baja California.

Mi vida emocional no era muy estable que digamos, pues como dije antes, los hombres –y creo que también muchas mujeres- normalmente no se adaptan a este tipo de rutinas y mucho menos si el arte de su compañera es tenido como un oficio donde se pone en peligro la vida a cada instante. Sin embargo, conquistas, salidas, invitaciones y alguno que otro amor abandonado en algún puerto, no me faltaron en aquellos años. La pasé bien. No lo puedo negar. Pero no era eso lo más importante para mí. Lo primordial era el toreo. Mi amor fundamental: la fama, el aplauso de mi público, su calor.

Pero para que Ustedes vean que la vida tiene momentos difíciles, les Recuerdo que en México un famoso cantante, cuya memoria honro con la omisión de su nombre, integrante de un trío, me cortejó durante un cierto tiempo, pero de una forma obsesiva, hasta el punto de verme en la obligación de negarle cualquier posibilidad, dados los celos furiosos con los que vivía. Un día, este hombre –bien buen mozo, por cierto- me cantó las mañanitas en un cumpleaños, al pié de la ventana del hotel donde me alojaba yo y con un ramo de rosas rojas, me envió una tarjeta de invitación a cenar. Esa noche, cantando él junto a un espectacular Mariachi, me agarró la mano y me puso un anillo de compromiso matrimonial. Yo temblaba, no de la emoción sino del miedo, porque mi admirador tenía un revolver en el cinto, el cual hizo sonar en repetidas ocasiones, como señal de triunfo o victoria, ya que al fin, según él creyó, me había “conquistado”. Lo cierto es que terminé de comer y me negué a ir a bailar, alegando que me encontraba cansada y debía entrenar muy temprano. Mi pretendiente me dijo que a partir de ese momento yo era de él, motivo por el cual debía olvidarme de los toros. No contesté. Al día siguiente, salí de Ciudad de México en el primer avión en el que conseguí pasaje. Me vine a la casa de mi mamá en El Valle. Y después de unos días, me fui de incógnito. Reaparecí en Europa. Mi amigo, una vez superado el trance del despecho –que no le duró mucho- siguió cantando, haciéndose cada vez más famoso y afortunadamente se casó con una dama que le correspondió, tengo entendido, en todo. De vez en cuando oigo sus canciones en la radio y veo sus películas en la televisión.