A mi edad, lo más socorrido es recordar, mirar por el retrovisor sin dejar de ver hacia adelante. Y es que un periodo de cincuenta años es perspectiva suficiente para sacar consecuencias y hacer algunas precisiones. Yo estaba entonces, 1962, con la yerba en la boca, en el segundo año de la publicación de “Fiesta Española”, revista mucho más importante por su contenido que por su continente, y apenas tenía que escribir otra cosa que las crónicas de los festejos taurinos madrileños y contestar a las cartas de ambos signos que me enviaban con variadas argumentaciones. Casi no tenía espacio para incluir a todos los que me hacían el honor de colaborar. Estaban en primer lugar los colmenareños Adolfo y Luis Bollaín, aquel con su repetido pronunciamiento de que “hoy (entonces) se torea peor que nunca” y este, desde su sede notarial sevillana, con un exhaustivo estudio de la obra de Pepe Alameda “Los Arquitectos del Toreo Moderno”, y  el gran conocedor del toro en su intimidad, don Luis Fernández Salcedo, “Los Cuentos del Viejo Mayoral”. Otro Salcedo, también de Colmenar Viejo y que remató su carrera de aficionado como seguidor de José Tomás, tenía una especie de lechería detrás del oratorio de Caballero de Gracia en la que alargábamos la conversación las tardes de invierno, entre la Virgen de los Peligros y la Gran Vía, en donde estaba la redacción y la administración de la revista. Tenía dos corresponsales admirables, en Francia, Paco Tolosa y, en  Colombia, Papa Guerrero desde Cartagena de Indias.

 

Antonio P. de Cominges (Uno del 5) me escribía desde Barcelona, Salvador Asensio desde Aragón,  Lozano Sevilla desde el poder,  Joaquín Roa abría su divertido ventanal  con decorados teatrales y aventuras cinematográficas, Antonio García-Ramos Vázquez (Antonio de Onuba) pontificaba sobre los reglamentos, María Pilar Fernández entrevistaba a Conchita Márquez Piquer meses antes de casarse con Curro Romero o a Pepe Blanco ya sin Carmen Morrel, José Antonio del Moral, este de Colmenar de Oreja, me enviaba su primera carta taurina , José Vega hacia historia y Francisco Abad Boyra se esforzaba en ver los toros como el gran veterinario que era. Antonio Martín Maqueda se hizo lusitano por escrito y en dibujos y Gonzalo Torrente Malvido, el hijo de Torrente Ballester (“Los gozos y las sombras”), nos volvía locos a su padre y a mí. Pero el equipo de guerrilleros  lo componían Joaquín Jesús Gordillo, que cada vez firmaba de forma distinta, Vicente Zabala, el príncipe impaciente, y Rafael Herrero Mingorance, un místico soñador y poeta  enfrascado en sus oraciones ante el altar de las mil imágenes de “Manolete”.

 

Los tres nuevos en la plaza de la crítica taurina y los tres, como elegidos, en los correspondientes altares desde hace unos cuantos años. Yo, como cuarto mosquetero, aquí sigo. Todavía no me he ganado el cielo. Manuel Francisco Molés, recién llegado de Alquerías del Niño Perdido, firmaba su primera entrevista teatral a María Asquerino  y se estrenaba en lo taurino con otra entrevista a su paisano Antonio Rodríguez Caro, matador de toros en paro. Los ilustradores eran Félix Puente, buen dibujante, Rafael Amézaga, extraordinario pintor barroco y todo, Pepe Puente, luego encaramado a las alturas de su estudio de la plaza de Santa Ana, frente a “Viña P”, encima de la cervecería de “La Alemana”, donde “El Chino” calentaba el puchero del que comían los Dominguín de la calle Príncipe. Más abajo, “El Gato Negro”, antesala del teatro de la Comedia, escenario del acto fundacional de la Falange y refugio nocturno de don Tirso Escudero, empresario y octogenario con delicado paladar para las jovencitas. También se publicaron portadas de López Canito, Martín Abad y José Antonio Bollaín, de la saga colmenareña. A muchos de mis colaboradores los había conocido yo en la tertulia de “El Gato Negro”, entre ellos a Alfredo Marqueríe, extraordinario crítico teatral, forofo del circo y comentarista taurino de “El Ruedo” con su sección “Desde el Tendido”.

 

A Marquerie le hice una entrevista en una sección en la que alternaba con Vicente Zabala y en la que tratábamos de charlar con intelectuales interesados en  el tema del toro, el propio Torrenter Ballester, el doctor Blanco Soler, Jaime de Foxá, Luis María Anson, del equipo juanista de Zabala, o el arquitecto Miguel Durán-Lóriga que se le ocurrió decir que Luis Miguel, al lado de “Manolete”, parecía un futbolista. De todas esas entrevistas he elegido para diseccionarla un poco a la que Vicente Zabala le hizo a José Bergamín. El discípulo de Unamuno había vuelto del exilio en 1958 y le gustaba hablar de toros. Ya conocía por San Juan de la Cruz el oximorón de “la música callada”, pero no había descubierto a su intérprete, Rafael de Paula, que no se atrevía a salir de su refugio bandolero, sierras de Rondas y Pueblos Blancos cercanos a su Jerez de nacimiento. Pero Bergamín hablaba de toreros y les buscaba vidas y figuras paralelas. A Antonio Fuentes, como precursor de Joselito lo emparentaba con el poeta Machado y el cantaor Chacón. José Gómez Ortega era creador y su hermano Rafael retórico. Admiraba a Gaona y de Vicente Pastor aseguraba que “hacía muy mal el toreo y lo decía peor”. A él añadía los nombres de Nicanor Villalta y Marcial Lalanda, que hacían un belmontismo  de quinta categoría, Carlos Arruza, deportista, y Julio Aparicio que le parecían los peores toreros conocidos. Su trío favorito era el de Pepe Luis, extraordinario gusto,” Manolete”, personalidad (hacía mal el toreo, pero lo decía muy bien) y Antonio Bienvenida, clase y maestría. Y de entre los mexicanos, tras larga estancia en aquellas tierras, hablaba de Armillita, Fermín, torero largo pero frío, la mano izquierda de Lorenzo Garza, el capote de Luis Castro  ”El Soldado”, la gitanería de Silverio Pérez y no sé cuales méritos de Luis Procuna, improvisador, cuya hazaña más distinguida fue la de interpretar el miedo de “Torero”, la película de Carlos Velo. A “Manolete” lo comparaba con Fray Luis de León, Azorín o, con más fuerza, con El Greco.

 

Tenía sus contradicciones y siendo pepeluisista se declaraba enemigo del toreo a pies juntos porque Villalón, el ganadero poeta que buscaba toros con los ojos verdes, decía que eso era como querer hablar con la boca cerrada. Bueno, esto es lo que intentan el buen ventrílocuo y no consiguen ni José Luis Moreno ni Mari Carmen y sus muñecos. Más acertado estaba al afirmar que “el público forma parte de la fiesta. El ruedo no está abajo. El círculo mágico se cierra en el tejado, no en la barrera. El espectador tiene que integrarse en la fiesta”. Abominaba  de la concesión de orejas y sentenciaba que los premios hacían tanto daño en los toros como en la literatura.

 

“El arte de birlibirloque”, “La estatua de Don Tancredo” (“ahora – entonces –  no hay Don Tancredo porque todos los toreros lo son”), “El Mundo por montera”, “la suerte del torero en la plaza es no tener donde caerse muerto”, “vivir de milagro es la suerte de verdad del toreo y de lo que de torero o dominio, señorío, de la suerte por la verdad, hay en toda verídica y veraz vida humana”.

 

Bien, don José Bergamín completó su ciclo taurino con el éxtasis paulista. Es una gran aportación a la estética del arte de torear. Pero se equivocó en su último suspiro. Renunció a ser español, se hizo simpatizante de Herri Batasuna y pidió que le enterraran en Fuenterrabía porque no era  tierra española. Ahora ni siquiera es Fuenterrabía.

 

Prometo continuar con la vista en el retrovisor Fiesta Española. Es que en el mes de abril se cumple el cincuentenario de la muerte de Juan Belmonte y tengo algunas cosas que contar ante tal efeméride.

 

Artículo de Benjamin Bentura Remacha

Periodista

Fundador de la Revista “Fiesta Española”

Escalera del Éxito 85