Siempre se ha dicho que el toreo, en su concepto moderno de citar, parar, templar y mandar al toro en su embestida, es cosa de «Despeñaperros pá bajo», en contraposición al cite, quiebro y recorte, que se practicaba de «Despeñaperros pá arriba», y del que aún quedan reminiscencias en la suerte de banderillas y algún que otro lance desperdigado. Por ello, acogiéndonos a ese toreo más artístico, estilista y figurinista de las tierras del Sur (hoy imperante en todos los ruedos del taurómaco planeta), nos damos de boca con unas cualidades que son necesarias a todos los practicantes de la lidia, y que ya apuntó y estudió Francisco Montes «Paquiro» en su «Tauromaquia» (1840), y que quiso proponer para «conocer lo que se llama torear bien, y esto consiste en saber sacar pases para que no se desperdicie nada de lo que hay de positivo en la embestida del animal, y que el torero aproveche esa positividad gobernándola íntegramente». O lo que es lo mismo, dominio, temple y mando. Si a esto añadimos la estética, habremos dado vida al Arte taurino.

¿Y qué hace falta para ‘este feliz alumbramiento?. De los tratados taurinos de Daza (1747), Pepe-lIlo (1790) y Paquiro (1840) entresacamos tres elementos esenciales: Valor sereno para esperar la embestida del toro y hasta provocarla; vista para aquilatar el comportamiento del toro y la embestida (es un complemento indiscutible del valor sereno), y finalmente agilidad para esquivar la citada embestida sin descomponer la figura, pausadamente dentro de la prontitud del movimiento de los dos intérpretes. Cada una de estas tres invariables circunstancias se deben ir superponiendo para evitar la cogida. Y nosotros vamos a añadir a estas premisas inamovibles, las variantes de la inspiración del torero y su propia e inimitable «personalidad», para conseguir un toreo de arte, sentido y único.

Cuando ha aparecido un torero con esa «personalidad artística», ha sido siempre emparejado a un contrincante que toreaba en la misma dirección, pero en sentido opuesto: Pepe-lIlo/Pedro Romero, Lagartijo/ Frascuelo, Guerra/Fuentes, Bombita/ Machaco, Joselito /Belmonte, Manolete / Arruza… ¿Y qué decir de nuestro retratado de hoy? Sin tradición taurina, sin empuje familiar, sin saber bien por qué motivo, sólo se le puede abocar un destino de predisposición: Manuel Cano «El Pireo» nació para ser torero, y no podía ser otra cosa pues era la propia inspiración del arte de torear. Así de escueto, sin ningún otro aditamento. Porque, si bien carecía de una de las invariables circunstancias que hemos tratado anteriormente, o al menos no la poseía en la plenitud que hubiera sido deseable, el valor, las otras las tenía bien desarrolladas, en alto grado diría yo, y con las variantes propias bien marcadas y aprendidas. Quiero recordar que fue Victoriano de la Serna quien dijo que: «El torero jamás es un cobarde aunque, a veces, experimente la sensación indescriptible del miedo». Y así el resultado no podía ser otro que el que fue: Torero, con mayúsculas, por la gracia de Dios, con una «personalidad» arrolladora Y, como se dice en Andalucía, un arte que «no se pué aguantá». Pero sin nadie a su altura en el horizonte inminente a quien emparejarlo, para gozo y disfrute de la afición.

Manolo tenía, desde luego, ese aire califal que todo torero, y más si es de Córdoba, desea íntimamente.

Alto, esbelto, parsimonioso, elegante, de toreo altivo y sereno. Su especialidad era el toreo de capa, que utilizaba con auténtico señorío y belleza. Embarcaba al toro con el vuelo del engaño y lo llevaba lenta, majestuosamente, durante todo el largo recorrido de sus brazos, como midiendo el tiempo y el espacio. Merecedor es, no cabe duda, de aquellos versos que García Larca dedicó a Lagartijo, porque aún no había conocido el arte de El Pireo: El día se va despacio/ la tarde vuela en sus manos/ dando su lección torera/ sobre el mar y los arroyos.

Manuel nació en Córdoba el 30 de Julio de 1943. No escapó al juego de los muchachos cordobeses de su época, jugar al toro, y se inscribió en la Escuela Taurina que dirigía Luis Rodríguez López. !Qué lejanos y a la vez qué cerca, aquellos tiempos de los maletillas, caminantes de alpargatas por los caminos escondidos de España, en busca de algún pase arropados por la luna, hatillo al hombro y hambre más grande que la ilusión y la esperanza!. Viste el traje de luces en Bélmez (Córdoba) el 18 de Julio de 1960, acaparando cuatro orejas y un rabo. Desde entonces, destaca entre los becerristas. Con caballos se presenta el 17 de Septiembre de 1962 en Córdoba; aparece en Madrid ellO de Mayo de 1964, y deja su impronta de toreo profundo, estético y brillante, aupándose a los primeros puestos de la novillería, hasta rozar casi con las yemas de los dedos a la diosa Fama que acaparaba en propiedad su paisano «El Cordobés», pues como éste, despertaba pasiones allá donde se anunciaba. Córdoba pasaba de ser la tierra de los Rafaeles a ser la nueva tierra de los Manueles. Toma la alternativa en Córdoba el 26 de Septiembre del mismo año, al fulminar a «Fogarín», el toro de Carlos Núñez que le ofrece Antonio Bienvenida ante el testimonio de Gabriel de la Haba «Zurita». Confirma el 18 de Mayo de 1965, alternando con Julio Aparicio y Curro Romero en la lidia de reses de Pérez-Angoso, aunque para esta ocasión el mismo «Pireo» había pedido a la empresa madrileña ser incluído en la corrida de Miura. Ante este hecho insólito, en una época en que bastaba ponerse ante un becerrito para sentirse con derecho a elegir ganaderías menos problemáticas, el crítico Carlos Barrena escribió»: «…EI Pireo es el mejor de los matadores de toros que ha llegado al escalafón en la última temporada. De su figura, de sus cualidades, de sus virtudes de torero exquisito -artista intuitivo- esperan mucho los aficionados españoles. Es el muchacho con el campo abonado para iniciar una campaña en un lugar preeminente. Y ahora, para emocionar aún más a los ya emocionados aficionados, esta impresionante decisión. No es cómodo ser figura del toreo. Si difícil es llegar al pedestal de la gloria, es aún más difícil mantenerse. El Pireo está en pleno ascenso. Con paso firme, con seguro caminar, espoleado por la naturalidad impresionante de su toreo, ha llegado hasta el rellano de la escalera que lleva hasta el pedestal de los elegidos, de los privilegiados… Amor propio, ardores de competencia, valor ayuno de triquiñuelas, pundonor…».

Se hablaba entonces de la «humanización de la fiesta» para tapar las falacias de la picaresca taurina, que tanto auge tomó desde la hegemonía del apoderamiento de Camará, y que Dominguín padre, apoderado de sus hijos y de su yerno Ordóñez, llevó a límites extremos con la implantación del «toro de carril». El Pireo como novillero, alborotó el cotarro de tantas estrellas fugaces como surgieron al calor de tanta «humanización», y como matador sostuvo un encomiable cartel en las pocas temporadas que se mantuvo en activo. Ya hemos dicho que Manolo no estuvo sobrado nunca de valor (tenía el justo para vestir el traje de luces y enfrentarse a los disminuidos toritos de la época) y eso, junto al tedio por la monotonía que hizo despoblar las plazas de aficionados (salvo cuando toreaba El Cordobés) y que hizo creer que el toreo había llegado a su etapa final, pues el estilismo imperante, limitado a unos pocos pases, siempre los mismos, que no dejaba sabor sino un sinsabor de mediocre imitación, hicieron que en pleno auge de su temperamental toreo, y sin haber tenido tiempo de aquilatar en toda su magnitud su impronta personal, Manuel se alejara de los ruedos, con la misma elegancia con que se implantó en ellos.

Los cordobeses son hombres de gestos que asombraron al mundo, y la tauromaquia cordobesa con los gestos de sus toreros, hombres serios que se pasan por generaciones el testigo del alto concepto de la hombría. En Málaga, ante el sensacional triunfo conseguido por El Pireo en su feria, se solicitó a la Diputación para que se instalara una placa en su Plaza que perpetuara la magnitud y grandiosidad del toreo del aún novillero cordobés. De corta carrera, fue un estilista de nota, y además, dominador, alejado del faenismo en que cae casi toda la generación de toreros nuevos. Por el contrario, su toreo mantuvo en alto el pendón del pundonor y la vergüenza taurina. Sobran todos los tópicos aplicados a los toreros. En el caso de Manuel Cano «El Pireo», bastará decir que nació, vivió y será por siempre la ciencia, el arte y la intuición misma del toreo.