La tarde no fue de toros, sino de caballos y por tanto, de rejones. Así que la gloria fue para los jacos que entre galopes y piruetas daban motivo a que el jinete adornara los morrillos. Astas de madera y banderillas primorosas provocaban la erupción de roja y humeante lava en el volcán ardiente e impetuoso que es el toro. Aires camperos peinaban la arena, porque un caballero en plaza vestido a la usanza jerezana trae a la ciudad olor a hierba, mece los tendidos como los sauces y las palmas son el murmullo de un arrollo que se despeña monte abajo. La corrida del domingo en la plaza México fue una gala al rejoneo, tal vez por ello, y por el minuto de aplausos en homenaje póstumo no era extraña –claro- la sutil presencia espiritual de Conchita Cintrón. Los muertos llenan las plazas dijo alguna vez un matador. La diosa rubia del toreo, entre los papeles multicolores de los rehiletes, campeaba a la grupa y era un recuerdo en blanco y negro escapado de los viejos noticiarios que pasaban en los cines de antaño. Los aficionados de nuestra generación no la vimos actuar en vivo, sino en videos. Pero sí leímos sus obras ¿Por qué vuelven los toreros? Y Aprendiendo a vivir. Conchita Cíntrón además de torera era escritora. “A veces iba hasta el mar y miraba, en silencio, la inmensidad del Pacífico, tan grande como la vida que tenía por delante”, anotó en la introducción de su segundo libro. Y la tuvo. Una vida larga e intensa que la llevó a actuar en todas las plazas importantes del mundo y a alternar con los mejores espadas de su época. En España sólo lo hizo montada porque una ley prohibía a las mujeres torear a pie. Luego, guardó un discreto silencio y se recogió en su casa, no sé si en Guadalajara o en Lisboa, como tampoco sé si Chabela Vargas vive en Madrid o en Tepoztlán, al fin y al cabo, es condición de los hombres ignorar en dónde viven las diosas. Mientras en el ruedo de Insurgentes la tarde se adornaba con galopes apoyados, recortes y pares de banderillas a dos manos, Penélope Cruz, otra deidad, se preparaba para decir su discurso en español a la hora de subir al estrado a recibir su Oscar. El río sigue su marcha, pero en el recuerdo, una joven rubia de noventa años y mirada azul se alejaba frente a un mar distinto al de su niñez, a medio galope cruzaba la memoria con el cordobés calado, los botos y las zahoneras puestas. Las crines de su tordillo ondeaban al viento.

 

 

 

 

 

Crónica de José Antonio Luna