“Yo no soy un torero de clase, soy una clase de torero”

 Rafael Albaicín

 

Ignacio Rafael García Escudero, en los carteles taurinos Rafael Albaicín, gitano de hermosa estampa , gitano a flor de piel, gitano al que no se le descomponía la figura, gitano color de tierra caliente, gitano que toreaba con inusitada belleza y férrea sensualidad. Su madre, la bella Agustina, fue la gitana modelo del pintor Ignacio Zuloaga, quien le apadrinó. Rafael Albaicín, había nacido en Madrid el 5 de junio de 1919 y desde niño demuestra inteligencia y curiosidad por saber. Estudió tres años en un colegio de París y viajó por diversos países europeos  completando una refinada educación. Además de poseer una amplia cultura, siente gran atracción por el arte. Su fecunda luz del entendimiento le abre horizontes, pinta con soltura, toca el piano y el violín con cierto virtuosismo. En una caída sobre una ventana, al romperse el cristal de ésta, se secciona los músculos de la mano izquierda, accidente que le obliga a abandonar el teclado del piano a sus veintiún años de edad, entonces siente la inclinación por el toreo. Rafael Albaicín, se asoma al mundo de la tauromaquia en la vertiente siempre viva de su arte. Zuloaga había pintado un cuadro de su ahijado vestido de luces, que figura en la colección del académico José María de Cossío, aquel óleo fue como un presentimiento.

No podía ser ya más que torero. “Los malos mengues me trajelaran”, se dice para sus adentros, “si no soy capaz de salir a los ruedos a expresar arte ante los toros”. El aprendizaje del manejo de las telas toreras le resultó fácil, no tuvo que hacer más esfuerzo que saltar la berrera del miedo, de manera fatalista como buen cañí. Su padrino que, además de gran pintor, era buen aficionado a los toros, aficionado práctico, de los que saben ponerse delante de un astado, le apoyó desde el principio. Rompe a torear en dehesas de Salamanca, donde tiene oportunidad de ensayarse cuanto quiere, por la amistad de Ignacio Zuloaga con distintos ganaderos.

Rafael Albaicín diseña siempre sus vestidos de torear, estilizando el dibujo y descargándoles de alamares. En la Plaza de Logroño, el 22 de mayo de 1941, viste de luces por primera vez. Después de una serie de novilladas sin picadores, se presenta en Valencia en la temporada de 1942, en novillada picada. No le sonríe el éxito, pero deja ver algo singular que interesa, algo que se adivina, su fascinante toreo gitano, que en desigual inversión por los ruedos, tiene fuerza para alcanzar  el cenit de la fama y es cima de su arte y de su vida. Su toreo, a veces, es escaso, unos pases aislados, como si encendiese la lámpara del poeta protegida en su silencio y nos llevara a corazón abierto para oír la voz clemente.

Entre triunfos y fracasos en su desconcertante incursión torera, aunque siempre con la nota artística, suma buen número de actuaciones, sin acercarse todavía a la Plaza de Madrid. Su presentación ante la cátedra madrileña es el 17 de octubre de 1943, día de su alternativa de matador de toros. Cartel netamente gitano: de padrino, Joaquín Rodríguez “Cagancho” y de testigo Rafael Vega de los Reyes “Gitanillo de Triana”. Los toros procedían de la divisa propiedad de don Ignacio Sánchez y Sánchez, del marcado con el número 23, de capa cárdeno claro. Como no hay suerte ante una afición que llena la plaza y ha acudido con admiración, el epílogo de la actuación de los tres calés pasa, de parecerse un largo poema de amor a una profesión de fe. Durante la temporada de 1944, Rafael Albaicín continúa con rumbo desigual por los distintos ruedos que jalonan la geografía taurina. Destaca, entre un eco de olés y los susurros de emocionados comentarios, los pases personalísimos, musicales de la faena a un toro de Guardiola, el 30 de julio en Sanlúcar de Barrameda. Lo colma todo y queda grabada para el recuerdo. El distinto tono de sus cuatro actuaciones esa temporada en Madrid, alcanza el grado sublime, el 10 de septiembre, cuando el toreo del gitano produce un ansia de olvido de los mediocre para retener la seducción. La emoción se apodera del espectador, como se engasta el anillo por la carne anular desnuda. Estas muestras exactas y rigurosas llevan a que el anuncio del nombre de Rafael Albaicín en los carteles sea símbolo de esperanza, ante la incógnita de su extraordinaria personalidad. Para saborear su arte torero y gitano, basta con tener un poco de sensibilidad y ser capaz de liberarse de los prejuicios técnicos y academicistas.

Estos conceptos barajan  cuantos aciertan a llenar la Plaza de Vista Alegre, la “Chata de Carabanchel”, el 30 de mayo de 1948, atraídos por el cómputo de la magia del toreo gitano que rondaba en las conjuras y hechizos de las telas toreras de “Cagancho”, “Gitanillo de Triana” y “Albaicín”. Las embriagadoras y míticas faenas de los calés permiten todos ser dichosos. Repite la terna torera cañí, el 13 de junio, en el mismo ruedo carabanchelero y con la misma expectación. Aunque el resultado no fue igual, bien por la triscaidacafobia del guarismo, ese fario  de los supersticiosos otorgan el número 13, o por lo del refrán, de que “nunca segundas partes fueron buenas”. ¿Quién sabe si los mengues se propusieron jugarles una mala pasada? Malograda la nueva cita torera, un pitón agresor, sin conocer límites, alcanzó a Rafael Albaicín. El Calé quedó herido, sangrante, aniquilado, vencido por la ira del toro sin dominio, por no haber sido sometido

. Cuando se inicia la década de 1950, llegan la penúltima y última vez para Rafael de vestirse de blanco y plata, su terno preferido. Su elegancia enhiesta de mástil, arria su símbolo torero y cesa la estela de su capote y muleta por la arena de los ruedos. Su estilo temperamental y personalísimo ya es historia y recuerdo. Mientras, mantiene su simpatía, bondad y cultura.

Alejado de las plazas de toros, continúa gozando de sus amistades de siempre. Cuando se inicia la curva descendente de los “jayeres”, de sus ahorros, antes que menguase hasta una cifra de riesgo, da una larga cambiada a las Bellas Artes, y los emplea en un supermercado que abre en el pueblo de Guadarrama de la Comunidad de Madrid.  Pasa, incongruentemente, a vasallo de Mercurio, como aquel diestro, Salvador Sánchez “Frascuelo”, quien a su retirada del toreo se estableció en Torrelodones (Madrid), con un negocio parecido.

Desde entonces, sus días transcurren entre la máquina registradora, la paz y la nostalgia. En su retiro comercial serrano le sorprende la parca el 5 de septiembre de 1981. El arte había caído en el vértice de la muerte.

Por: D. JOSÉ JULIO GARCÍA SÁNCHEZ

Escalera del Éxito 103