La Tauromaquia, nace y evoluciona originalmente en la Península Ibérica. No hay nada más español que la Tauromaquia, ni el mantón de Manila, ni el abanico, de procedencia asiática, ni el chotis y el football, de origen británico, ni si quiera el flamenco es más genuino que los Toros.

 

Esa Tauromaquia, que consolidó sus reglas en los siglos XVII y XVIII, en los que alcanzó su máxima expresión ética y estética como el Arte del Toreo que conocemos hoy,  pasó a América con el Descubrimiento, como parte del gran bagaje cultural de una de las mas importantes epopeyas de la historia conocida.

 

Llegó a América como un rito pagano que guarda extraordinario paralelismo con el rito religioso: De hecho hay un sacerdote  que oficia y  viste de forma muy llamativa y ostentosa; se celebra en un templo o plaza de toros;  también hay un sacrificio,  que es la muerte del toro,  y  como en la misa,  hay una liturgia que se respeta de manera tajante.

 

Y así fue asimilado y aceptado por los pueblos precolombinos, particularmente por aquellos que  para entonces habían alcanzado importantes niveles de desarrollo cultural.

 

Antes del Descubrimiento, en esas lejanas tierras ya los Aztecas escrutaban el tiempo y los astros con su calendario, y habían erigido templos y pirámides impresionantes.

 

Los Incas habían construido el  maravilloso Machu Pichu y ya existían las  increíbles líneas de Nazca en el Perú. Y en las tierras del que fuera el Virreinato de la Nueva Granada  se encontraron auténticos tesoros de orfebrería,  que hoy se exhiben y asombran a numerosos visitantes de museos a ambos lados del Atlántico.

 

Ha sido justamente en las tierras de los Aztecas, Incas y Chibchas donde la Fiesta de los Toros alcanzaría  mayor arraigo y expansión. No en vano las de México, Perú y Colombia, son de las aficiones americanas más entendidas  y conocedoras del Arte de Torear.

 

Una prueba fehaciente de cómo arraigó la Fiesta de los Toros en América  aflora al constatar que la Plaza de Toros de Acho, en Lima, data de  1766,  y es anterior a  la de Aranjuez (1797) o contemporánea de la Real Maestranza de  Sevilla (1761).

 

La ganadería brava más antigua que se registra hasta nuestros tiempos, es la de Atenco, fundada en 1522, por D. Juan Gutiérrez Altamirano, primo de Hernán Cortés,  instalada en tierras mexicanas. Y  la plaza de toros más grande del mundo (45.000 aficionados) está en la capital azteca.

 

La Tauromaquia se extendió por la América toda, desde México hasta Chile y solo la actuación de intereses ajenos y/o contrarios a la Península lograron reducir esa expansión de la Fiesta de los Toros.

 

El hombre americano, conocedor de los misterios del tiempo y del espacio,  desde el primer momento supo apreciar el drama metafísico  que entrañan las corridas de toros y las hizo suyas, no sólo con afán contemplativo, sino como avezado practicante del oficio de lidiar toros bravos.

 

Fue tal la acogida y la pasión por los toros, que no tardaron en llegar las prohibiciones. Así, la Iglesia prohibió que se celebraran toros los domingos pues los indios no asistían a misa por ir a los toros y se optó por que estos espectáculos se celebraran los lunes.

 

Por eso no tiene porque extrañarnos la presencia en España de “El Indio Mariano Ceballos”, nacido en Argentina, ni sus proezas en los ruedos ibéricos a finales del siglo XVIII.

 

Igualmente, tampoco debe extrañar que en todas las etapas estelares del Toreo en el Siglo XX haya existido la presencia y contrapeso de una gran figura americana, como ocurrió durante la Edad de Oro, con el mexicano Rodolfo Gaona, alternando con Joselito y Belmonte ; o durante la Edad de Plata con  su paisano Fermín Espinoza Saucedo Armillita Chico rivalizando con Marcial Lalanda, Manolo Bienvenida y Domingo Ortega; al gran Carlos Arruza como pareja taurina del célebre Manuel Rodríguez Sánchez Manolete; o con el venezolano César Girón compitiendo con lo mas granado de los años 50-60, Antonio Bienvenida, Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez, Julio Aparicio, Litri, Antonio Chenel Antoñete, Manuel Benítez El Cordobés y muchos más; o mas recientemente al colombiano César Rincón, compartiendo cartel con las máximas  figuras del toreo de  finales de siglo, como Enrique Ponce o José Tomás.

 

Los triunfos de esos toreros americanos deben ser motivo de un doble orgullo: Verifican la expansión de la Fiesta de los Toros, sin mutaciones de ninguna especie,  y constatan la universalidad del Toreo.

 

Ésta es simplemente la prueba de que la semilla germinó en tierra fértil y que este arte único y profundo echo raíces entre nosotros porque hubo hombres capaces de apreciar su grandeza, que con su inteligencia y particular sensibilidad lo incorporaron a sus creencias, aficiones y ritos.

 

Hoy en América las plazas de toros han sustituido aquellas pirámides  de los Dioses Sol o Luna, o al misticismo vinculado a la fuerza de la naturaleza, de lo ríos y de los mares.

 

El Toro se convirtió en un nuevo símbolo telúrico y el torero en ese héroe singular, que es capaz de reproducir el enfrentamiento milenario entre el hombre y la naturaleza, en el que todos siempre apostamos por el triunfo del primero.

 

Es el Toreo el que nos  permite que una tarde tras otra, podamos celebrar el triunfo de la Humanidad sobre los elementos naturales, como lo describía  el gran Manolo Martínez, esa inolvidable figura americana, en Los Caprichos de la Agonía, aquel precioso documental de Juan Ibáñez.

 

De estas y muchas cosa más deberían informarse quienes hoy atacan la Fiesta sin mayores argumentos que los que han oído y escuchado una tarde entre veganos.