Los chiquillos nos pasábamos de uno a otros un libro de pastas rojizas. Se trataba de Las orejas y el rabo, del escritor francés Jean Cau. Corría los tiempos de cuando Juan Belmonte se retiró – por propia voluntad- de la vida en la otrora querida tranquilidad de su finca utrerana de Gómez Cardeña. También aquel mismo año (1962) la rutilante Marilyn Monroe tomó la misma vereda trágica.

 

De aquella gurrumina de niños. El que más sumaba doce primaveras. De modo que entendíamos el libro a medías ¿Cómo llegó el libro a nuestras manos? Un misterio sin resolver. De la misma forma perdimos para siempre su rastro. Lo que si era verdad es que aquel libro era como una suerte de escapismo al coñazo de aquellos otros libros escolares con sus quebrados, reyes, ríos y montañas; verbos y formación del espíritu nacional.

 

Pasaron los años –con sus estaciones- y una primavera en la feria de Abril de Sevilla (1896), en la barahúnda del hall del Hotel Colón, punto de encuentro de la flor de la flor de la afición del universo mundo del toro (el país y más allá de los Pirineos y los mares). Aficionados, ganaderos, toreros, estudiosos y algún que otro picaruelo a ver lo que cae (en el mural de la vida de todo tiene que haber). En fin, todo un muestrario de gente variopinta. Quiso la gran casualidad que Pascual Montero (padre de Rosa Montero, la inimitable periodista y novelista de primera y sobre todo amiga a la que aprecio de verdad), de inolvidable retrato; elegancia y aroma de torero de otros tiempos me presentara a un señor francés de porte entre aristocrático y torero retirado; de señalada estatura, rictus grave y pronto y apasionado verbo; la mirada azogada por muchas pasiones vividas; curtido el rostro por tantas tardes españolas de sol y toros. Era –fácil de adivinar– Jean Cau. El escritor del libro de las tapas rojas. Existencialista sartriano e hispanista y sobre todo un apasionado renovador de escritores enamorados hasta el tuétano de España ( Gautier, Doré, Merimé, Monterlant, Dumas…). Y todo esto exprimido en una sentencia suya;” Francia es la patria de mis ideas. España la de mis pasiones”. Ahí queda ese quite.

 

A capote abierto oficio una inolvidable charla con el escritor francés (premio Goncourt) donde le refiero que ando en el ilusionado empeño de escribir una biografía sobre el Pasmo de Triana (que se hizo realidad en dos volúmenes: Juan Belmonte, la huella de un retrato). Aunque habíamos entablado la conversación en español –que dominaba el hombre a la perfección– se le escapó animado por la emoción del momento ya que era un devoto del trianero: “¡Merveilleuse idée! …Belmonte est tojours un livre ouvert” (Fácil de entender). La charla derivó en le esencia de su libro Las orejas y el rabo. La experiencia de recorrer toda España en el coche de cuadrillas de Jaime Ostos. Su relación casi familiar con Julio Pérez Vito –un cañón de torería que todavía luce y por mucho tiempo por las calles de Sevilla- y Luis González otra luminaria y otros torero. Unas vivencias para el álbum del corazón y la memoria desde la savia nutricia de la Fiesta.

 

Parecía mentira, pero era verdad: aquel hombre de chaqueta vaquera y camisa a rayas era el mismo que había escrito el primer libro de toros que uno había medio leído. El hombre que se fascinaba lo mismo por las Vírgenes que por Belmonte. El hombre que grabó –con pluma en vez de buril- los caprichos goyescos en su libro Por sevillanas.

 

Pasaron varios días del mi primer encuentro con el escritor francés y nos volvemos a ver –otra vez por azar- en la calle Alemanes al pie de la Giralda. En el semblante de Jean Cau se le pintaba la alegría del reencuentro. Por el aire sevillano volaba suave la primavera.

 

–¡Qué bien ha toreado la Giralda por el tiempo!

 

Dejó caer ésta maravillosa observación el gran escritor. No supe qué contestar. Sólo se me voló una cómplice sonrisa. Unos pasos más adelante le pregunto:

 

–¿Es cierto que uno de sus grandes sueños era merecer una vuelta al ruedo alrededor de la Giralda?

 

–Es verdad. Pero no sé si ése sueño se cumplirá; porque cada día soy peor torero del reloj que embiste rápido.

 

–No. La Maestranza de Sevilla, le ha regalado a la Giralda dos pañuelos blancos para que salga por la Puerta grande de su Catedral.

 

Al oír esto Jean Cau me dio un abrazo.

 

Luego nos fuimos, poco a poco, pisando la luz y la sombra de la Giralda y hablando de la gracia de Pepe Luís y en esto repicaron las campanas a gloria.

 

Las vueltas que da el mundo, lo mismo que aquellas campanas. Girando mismo.