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Informa: José Julio García. Escalera del Éxito 103

El toreo, como la copla cuando es honda, tiene raíces. El toreo por verónicas de Curro Puya arraigó en el favor entusiasmado de los públicos, porque tuvo hondura. Francisco Vega de los Reyes, hijo de un herrero, en su decir torero, al igual que el martinete que se escapa de la fragua, era exclusivo y personal, bello y emotivo.

Sus gentes de Triana, el barrio sevillano que le vio nacer, el 23 de diciembre de 1903, le llamaban «Curro Puya», nombre con que llegó al ámbito taurino, aunque en los carteles figurara siempre «Gitanillo de Tria­na». No había cumplido los 16 años, cuando dio sus primeros capotazos a un novillo desmandado en las afueras de Triana, acompañado de su amigo Joaquín Rodríguez «Cagancho». Atendía su trabajo en la fragua paterna, cuando se le presenta la ocasión de asistir al tentadero de la ganadería de don Narciso Darnaude, en la finca Bárcena. Repite suerte en las vacadas de Moreno Santamaría y de don Antonio Flores, ante la presencia del matador de toros Juan Belmonte, el rejoneador Antonio Cañero y el escritor tauri­no Fernando Gillis «Claridades». El vaticinio de tan competente tribunal examinador fue positivo.

El manejo maravilloso del capotillo que dibujaba instintivamente perfiles de bella plasticidad, le allanó el camino del toreo. Viste de luces por primera vez, el 18 de mayo de 1924, en la Isla de San Fernando, en novillada sin picar, alternando con Manuel Fernández Cádiz, para dar «réplica a reses de Félix Gómez, de El Bosque. Con su estreno llega su bau­tizo de sangre al resultar cogido y herido en una pierna. Repite en el mismo ruedo, el 15 de junio, e inicia una buena campaña por plazas andaluzas. La fragua había quedado olvidada, el sueño sacudido, sonaba y resonaba el bronce de la admirable raza, repiqueteando en los vuelos del capote, cogido por las manos morenas del gitanillo de Triana. Capo­te que era como una rosa, nacida en un búcaro de barro cocido.

En su presentación ante la afición hispalense, en la temporada de 1925, el capote de «Curro Puya» parece la rosa agitada por el viento de la gracia, como algo que tiembla de placer, como algo que dibuja en el aire burbujas irisadas, como algo impulsado por el misterio de inspiración divina. ¡Gitanería torera! En el maestrante albero Sevillano, Francisco Vega de los Reyes «Gitanillo de Triana» lidia novillos de Molina, procedentes de Urcola, acompañado de Andrés Mérida y de Joaquín Rodríguez «Cagan­cho». El rocío de su toreo tiene en el replicar mañanero del éxito, su mejor reclamo, y repite tres tardes más en el ruedo de la Maestranza.

En Madrid, se presenta el 30 de Julio de 1926, y deja ver la armonio­sa urdidumbre de su calidad torera. El cartel lo completa «Lagartijo» y Julio Mendoza con novillos de Coquilla y del duque de Tovar.

La alternativa, aspiración de todo aquel que se dedica al toreo, la reci­be el 28 de agosto de 1927, en la Plaza del Puerto de Santa María. «Quien no ha visto toros en el Puerto, no sabe lo que es un día de toros», dijo en cierta ocasión Joselito, según reza un mosaico en la misma plaza. El car­tel de aquel día, estaba compuesto por Rafael «El Gallo» y Juan Belmon­te, con toros de Concha y Sierra. ¿Se puede pedir más? El toro de la alter­nativa, de nombre «Vigilante», era de capa berrendo en negro.

Los aficionados, que saben que no pueden faltar jamás las torerías gitanas, que siempre hace falta un torero gitano en el escalafón de la torería andante, por el atractivo que tienen, por cuanto ejecutan en los ruedos los gitanos inspirados, reciben con expectación al nuevo mata­dor de toros.

El mismo cartel de toreros del día de la alternativa, se ofrece en la Plaza de Madrid para el refrendo de su doctorado, el 6 de octubre de 1927. En esta ocasión, los toros procedían de la divisa colmenareña de don Julián Fernández, antes de don Vicente Martínez. Gitano de hermo­sa estampa, con el temperamento estético a flor de piel, nunca descom­ponía la figura y logró consolidar su toreo de arte puro, lento y armo­nioso. Ya sabemos que cuando un gitano dice, allá va un poquito de esen­cia, todo el mundo boca abajo. Esa fue la razón de que los públicos se le entregaran a «Curro Puya», pues, plasmó la verónica de la que era un artí­fice, con manos bajas y lance largo, con el espíritu melancólico e indo­lente de su raza. Con un fondo de musicalidad en tiempo de Habanera. Compases adormilados, soñados, desmayados. Todo, hecho con el mar­chamo de su personalidad artística. Paseó la innata elegancia de su raza por los ruedos de todas las latitudes.

La musa de Gerardo Diego vio así la verónica de «Curro Puya»:

«Lenta, olerosa, redonda

la flor de la maravilla

se abre cada vez más honda y se encierra en su semilla.

Como huele abril y mayo, ese barrido desmayo,

esa plaza de desgana,

ese gozo, esa tristeza,

esa rítmica belleza, campana del sur, campana».