Con esa decisión Francia se convierte en el primer país que incluye la fiesta de los toros en el inventario de su patrimonio cultural. Consecuentemente esta decisión del gobierno galo protege la celebración de corridas en sus regiones donde exista una tradición local ininterrumpida y consagra la excepción cultural con esa ley que descarta así la prohibición de los festejos taurinos en cuatro de sus regiones sur: Aquitania, Medios Pirineos, Languedoc-Rousillon y Provenza Alpes Costa Azul, donde se celebran cada año un buen número de corridas en cuarenta y siete ciudades. El observatorio de las Culturas Taurinas ha valorado consecuentemente los festejos taurinos desde las facetas cultural, turística y económica. Además ha cotejado el flujo de sensibilidad específica de pueblos y comunidades que lo comparten en tres naciones europeas: España, Portugal y Francia y cuantos países americanos son receptores considerando las derivaciones de manifestaciones artísticas y culturales de la fiesta de los toros. Además constituye el núcleo de las fiestas locales que fomentan el turismo y los ingresos económicos de las ciudades taurinas.

 

                De manera que con esta disposición Francia ha marcado el rumbo para dar el paso decisivo de reconocimiento de la Tauromaquia por parte de la UNESCO.

 

                Esta iniciativa del gobierno francés apoyada de manera definitiva por el embajador de la república gala en España y los alcaldes de Nimes y Bayona junto con el presidente de los diputados del Parlamento francés ha sorprendido a los aficionados y profesionales taurinos españoles que han recibido con entusiasmo y agradecido reconocimiento. Máxime cuando dentro de nuestra nación tenemos una aptitud contestataria contra la Fiesta Nacional por parte del gobierno autonómico de Cataluña, sin más razón que la política de querer ser independientes de España, y como decisión primera la han emprendido al anunciar la prohibición desde el año 2.012 de los festejos taurinos en su territorio. Decisión acorde con la campaña contra símbolos y realidades de españolidad, olvidando los perjuicios a sus paisanos aficionados taurinos, más el económico a los sectores hosteleros, comercial y turísticos en general.

 

                A veces, estas decisiones negativas, tienen eco absurdo y despótico de ensañamiento con lo tradicional y sentimiento del pueblo, caso del Presidente del Ecuador, donde está arraigada la fiesta de los toros, ha intentado prohibirla, aunque parece que no ha conseguido su abolición.  Aún resulta más sorprendente la intención del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de Méjico de prohibir los festejos taurinos con una propuesta de ley para aprobar en el Senado. Esta desconsideración apreciada desde cualquier punto de vista, que influye en todos los estamentos sociales y económicos del país, por cierto taurino cien por cien, por tradición desde Hernán Cortés que pueda causar daños y perjuicios en diversos aspectos de los mejicanos. Esperemos que todo quede en la bravuconería de unos políticos que deben resolver los problemas que tienen en su país, en vez de atacar a un espectáculo respetable y tradicional que reporta beneficios en general.

 

                Retornando a España, señalemos que ya es sabido, en el caso catalán, que Barcelona a veces ha mostrado cierta indiferencia hacia los festejos taurinos, excepto en el siglo XX, al registrarse afluencia de aficionados y espectadores, no sabemos, si la postura anti taurina viene ya del tiempo de su primer Conde, Wifredo “El Velloso”. Se conoce el caso cuando Fernando VII le concedió una Real Cédula en 1.837, tras la licencia que solicitaron los barceloneses para celebrar corridas a beneficio de la Casa de Caridad. Respecto a lo taurino en Cataluña, se sabe que hasta el 22 de Mayo de 1834 no se efectuó la construcción de la plaza de toros de Barcelona. La parte baja de fábrica, y la superior de madera, inaugurada el 26 de junio del mismo año. En 1.888, se completó con material de mampostería.

 

                Recordemos que la Fiesta de los toros en Francia arranca del año 1.854, con motivo de la boda de la española y granadina hija de los Condes de Teba, Eugenia de Montijo con Napoleón III. Fue en los días 6, 7 y 8 en Bayona. El primer espada español que actuó fue el madrileño Cayetano Sanz.

 

                Desde entonces prendió la llama de la afición taurina, e incluso tiempo después se celebró una corrida en París, y en la zona de la Camarga surgieron varias ganaderías de crianza del toro bravo. Asimismo aparecen toreros franceses: Pierre Boudin Martín “Pauly”, alternativado en Barcelona el 7 de agosto de 1.921, por el mejicano Juan Silveri. Juan Bautista y Sebastián Castella cierra hasta el momento la lista de destacados matadores de toros galos, en la que ha destacado “Nimeño I” y “Nimeño II”.

 

                Ante los ataques contra la Fiesta de los toros por derrotistas interesados contra lo español, que evidentemente molesta, hay que hacerles saber los orígenes y antecedentes envueltos en una bruma de leyenda. Muchas opiniones con autoridad y saber se han dado respecto a su abolengo. Los albores del toro coinciden con los de la humanidad: el hombre primitivo hubo de recurrir a toda suerte de ardices para rendir al uro de los íberos, antecedente del actual toro de lidia, porque su carne le brindaba sustento y su natural ayuda en las esforzadas faenas de la agricultura. Hay que considerar que el toreo nace de cualquiera de la formas de esquivar el peligro de las acometidas del uro. Es de suponer que los primeros pobladores de la península Ibérica aunque fuese por necesidad hubieron de enfrentarse y defenderse de las acometidas del uro que dominaba la fuerza sobre la agilidad y la bravura sobre la astucia. La maña humana proclamó su triunfo contra la fuerza de bruto, que en determinadas condiciones hubo de ser reducido a servidumbre. Los enfrentamientos entre el uro y el hombre ibérico para su sustento se hicieron a campo abierto, después se ideó hacer una cerca e introducirlo allí, con el fin de someterlo mejor. Alrededor de la valla de la cerca se congregaban curiosos para presenciar las faenas de sometimiento, sorteando las acometidas con pieles semejantes a sus ropas, y de esta manera se puede considerar que estaba naciendo evidentemente el toreo y el espectáculo taurino.

 

                Otras connotaciones de los orígenes están relacionadas con hechos de marcado simbolismo de elevados conceptos.

 

                Las religiones antiguas han utilizado el toro, al igual que otros animales apreciados, como víctimas en los sacrificios y lo han elegido como símbolo mítico de fertilidad, basándose en la concepción arcaica del valor y la fuerza como fecundadora de sangre.

 

                El descubrimiento del toro como valor de carácter lúdico, desapareciendo la condición de objeto religioso para introducirse en la esfera profana, es el resultado de un proceso lento y poco claro con etapas intermitentes, siempre difíciles de precisar.

 

                Tradicionalmente el término español “corrida” es el equivalente lingüístico para nombrar el conocido juego practicado en Creta en el segundo milenio antes de Cristo. Sus protagonistas eran el toro y jóvenes de ambos sexos. La aparente semejanza de ambos fenómenos ha inducido a aplicar al juego ibérico de las corridas de toros.

 

                El profesor inglés de la Universidad de Gales, Harry Rodolfo Reichel, en su alusión a las corridas de toros hispanas dice: “son como una prolongación viva en la actualidad de la antigua tradición del sport cretense”.

 

                Antes de pronunciarse, Reichel había examinado el material, consistente principalmente en grabados del profesor de Oxford Arturo Evans, arqueólogo inglés, que desde el año 1.900 realizó importantes excavaciones en Creta, fijando el desarrollo de las tres culturas prehelénicas.

 

                El análisis e interpretación de las pinturas que Evans llamó  “los frescos del toreo” (The Touredor Frescoes), escenas que obligan a parangonar el juego cretense con las corridas españolas para sacar la conclusión que eran un espectáculo público que se celebraba en una especie de teatro, probablemente de planta cuadrangular en el exterior, con un ruedo central de forma oval, de no excesivas dimensiones, con graderío capaz de albergar a un número considerable de espectadores. La índole del espectáculo era claramente deportiva, y el carácter de sus jóvenes protagonistas, esencialmente elegante y cortesano. Su fiesta consistía en tomar al toro por los cuernos en el momento de las acometidas, saltar sobre su cabeza hasta caer en su lomo y brincar a la arena donde eran recogidos por sus compañeros de juego. El repertorio de saltos parece ser bastante uniforme. Según los grabados de Evans, se trata de un deporte cortesano, peligroso y emocionante.

 

     El origen puede ser de una costumbre del campo con traslación al ambiente palaciego. En lo referente al posible origen religioso de ese deporte cretense, la opinión de Evans es decisiva, prefiera hacerlo derivar del rito sacrificial del toro. El arqueólogo inglés llega a la conclusión que el espectáculo cretense comprendía la muerte del toro. Por su parte, el erudito sueco Martin Nilsson, profesor de Antigüedades Clásicas en la Universidad de Luand, mantiene la tesis contraria, que no hay ningún documento que deba admitir en la religión profesada en Creta la existencia del toro como divinidad.

 

                Basado en este razonamiento afirma que las llamadas corridas cretenses son un deporte secular y profano, extraordinariamente popular. Entre uno y otro concepto parece que existe un tratamiento mágico del toro, degradado radicalmente desde el punto de vista religioso para quedar encuadrado en fenómeno lúdico como punto final de ese tránsito.

 

                Las precedentes consideraciones por caminos de la mitología y la religión profana nos meten en la historia para acercarnos a la evolución de la fiesta de los toros, desde los antecedentes de la ancestral pelea entre el hombre ibérico y el toro, en un proceso que ha durado millones de años, hasta que el toreo ha alcanzado su actual forma técnica y artística.

 

                Hay eruditos que mantienen el carácter hispano del origen de los juegos de toros y cañas, mientras el historiador Juan de Mariana se lo atribuye a los moros y dice es imitación de sus batallas. Existe quien se lo atribuye a los romanos o hasta aún más lejos y agregan que lo ejecutaban ya los muchachos de sus ascendientes los troyanos.

 

                El folklorista sevillano Rodrigo Caro señala que las fiestas de toros se atribuyeron a los caballeros de Tesalia, comarca de la antigua Grecia, entre Macedonia y el mar Egeo; así los toreadores los llamaban tesalos. Esta noticia tiene confirmación arqueológica para identificar el nacimiento del toreo, al saber que los tesalos eran expertos jinetes y de ese arte singular se valieron para rendir a la fiera cornúpeta. Sin que haga memoria de la época del suceso, pasó a la península Ibérica el original fenómeno, que arraigó por excepcional facilidad que el clima presta a la crianza del toro, cuyo antecedente del uro llegó de la zona aria traído a la península por los iberos.

 

                En España, durante siglos, el toreo se ejecutó a caballo, campero divertimento de señores, quienes al estudiar el desarrollo de los instintos de los astados dedujeron la conveniencia de limitar el área de su sección, de forma que el toro, que solo suele ser agresivo cuando se le hostiga, no podía rehuir la pelea, y el resultado de ello era más emocionante y divertido. De ahí la pintoresca idea de la plaza de toros, que en sus orígenes fue una cerca rudimentaria en pleno campo.

 

                El ejercicio de los caballeros en sus enfrentamientos con el toro requería otro estímulo que el simpe recreo. Necesitaba el testimonio multitudinario que alentase las proezas de los protagonistas. Comenzó el espectáculo taurino y trasladado a las ciudades propició se realizasen las primeras plazas extramuros.

 

                De la organización nos han llegado pocas noticias; una de las primeras se encuentra en la compilación de los Fueros de Zamora del siglo XIII, y hace referencia al establecimiento de un sitio fijo para correr los toros fuera de la ciudad, bajo la dirección de la Autoridad Competente Local.

 

                Los diversos modos y formas de esquivar y burlar la embestida de los toros emociona y entusiasma al público. En los linajudos caballeros españoles arraiga la costumbre de rejonear y alancear a caballo. El arriesgado ejercicio promueve la organización de fiestas, que se disponen para agasajar a reyes, príncipes o para reales, civiles y religiosas conmemoraciones.

 

                Más adelante se procuraba el mayor realce para estos festejos taurinos,  a los que se unía la celebración de dos cañas, el otro juego que también practicaba la nobleza. Se escogía un lugar adecuado, eligiéndose al efecto una plaza pública de la ciudad que reuniera condiciones para el cerramiento ocasional de sus bocacalles, instalación de los toriles y montaje de tablados y palcos para acomodar a los invitados. También se disponía de los balcones de las casas, que cedían los inquilinos respectivos, que ya figuraba en las escrituras de arrendamiento la veda de disfrute para ellos en tales ocasiones.

 

                Es obligado recordar que de esas plazas cuadrilargas donde se celebraron toros y cañas, son ejemplo las que existen en el pueblo manchego de Santa Cruz de Mudela y la plaza del madrileño Chinchón.

 

                En Madrid, aparte las corridas que se celebraron en el patio del Real Alcázar hubo toros en la plaza de la Princesa (plaza de Oriente actual) y en la plaza Mayor. En Sevilla se dieron fiestas de toros en el Alcázar, en la plaza de San Francisco, en la de San Miguel y en la Puerta de Jerez; en ésta con motivo de la entrada solemne en la ciudad hispalense del rey Fernando el Católico. En Toledo se utilizó la plaza de Zocodover; en la conocida hoy del Borne en Barcelona; plaza Bibarrambla en Granada; plaza Real o Corredera en Cádiz; la Aljafería en Zaragoza; plaza Mayor en León; plaza de Santo Domingo en Valencia; en Santander en la vieja plaza pública; en las Atarazanas, en el arco de la calle Alta y en los arcos Dóricos; plaza del Corrillo, en Salamanca, y en Murcia, plaza del Mercado, después de Santo Domingo e idénticamente se corrieron toros en lugares semejantes de los demás pueblos y ciudades españolas.

 

                La diversión con las espectáculos taurinos ejerce desde antaño gran atracción en las costumbres del pueblo español, repetimos que son escasos los escritos de épocas remotas que nos han llegado y se conservan con noticia de espectáculos públicos, a base de juegos con el toro como protagonista principal, burlando con osadía y destreza la natural fiereza del animal. Se sabe que cuantas tretas e ingeniosos quiebros realizaban al toro los valerosos y arrojados diestros eran celebrados con admiración por la concurrencia.

 

                Al jesuita toledano fray Jerónimo Román de la Higuera, en uno de sus cronicones, que anunció como sacados de los otros manuscritos de autores latinos, aunque se duda de la exactitud de los mismos, publicados durante la mitad segunda del siglo XVI, escribió: “Nuestro Pedro Mexía (escritor sevillano que publicó, en 1954, “Los césares desde Julio  Augusto hasta Maximiliano I de Austria”) dice el primero que corrió toros fue Julio César. Mucho más antiguo es este regocijo, porque en la Grecia hubo el correr toros”.

 

                Cayo Plinio Cecilio Secundo, llamado Plinio el joven, orador y hombre de estado romano, en los últimos años del primer siglo de nuestra era escribió en latín sus “Epístolas”, que le han dado fama por ser espejo de la vida romana de su tiempo, dice que Julio César fue el primero que autorizó las diversiones populares a base del toro, noticia verosímil que la referente de alancear toros el propio César.

 

                En “El código de las siete partidas” del rey Alfonso X el Sabio, se encuentran alusiones al asunto taurino. Se menciona un hecho taurino milagroso en la ciudad de Plasencia. Se hace referencia de los lidiadores profesionales que actuaban en Navarra y Aragón por el siglo XIII. En uno de los textos se declaran infames a los que lidian por dinero.

 

                En su romance “Fiesta de toros en Madrid”, Nicolás Fernández de Moratín da rienda suelta a la imaginación de su musa y nos presenta como protagonista al Cid Campeador pidiendo permiso para alancear un toro en la madrileña plaza del Alamillo. Es una alusión gratuita, es un hecho que encaja en el ego esforzado del Cid y, aunque a nadie se le ha ocurrido ponerlo en duda, hay que entender que en el siglo XI, época cidiana, la fiesta no tenía el carácter que se le supone, y de haberlo hecho entonces se conservaría alguna descripción, algún recuerdo que diera motivo para suponer que la nobleza castellana conocía ya la lidia con reses bravas en plaza. De las crónicas más autorizadas se deduce que las corridas de toros, antes de convertirse en espectáculo propiamente dicho, fue un entretenimiento del pueblo.

 

                Los astados cogidos en el campo, a lazo probablemente, eran conducidos enmaromados a la ciudad, y allí lidiados groseramente y muertos a venablo, o sea, a dardo o lanza corta y arrojadiza.

 

                La primitiva costumbre de correr toros enmaromados por las calles y plazas de los pueblos ha llegado hasta nosotros. Todavía se hace en Soria por las fiestas de San Juan. Este puede ser el antecedente de las fiestas de toros, como lo atestigua “el toro del aguardiente”, “el toro de San Marcos”, el “bous de cordᔠen Cataluña y otros por el estilo, que aún se corren en algunos lugares.

 

 

 

Corridas Reales

 

              

 

 Con vagas referencias llegamos al testimonio de la primera Corrida Real que se conserva registrada en la historia del toreo, gracias a la erudición del Conde de las Navas. Fue celebrada en el año 1135, en Varea, lugar próximo a Logroño, con motivo de la coronación de Alfonso VII. Sigue la que tuvo lugar en León, el día de San Juan en 1114, para festejar las bodas de García VI y de doña Gontrada. Es de entender que habrá otras más antiguas, pero no hay noticia producida de ello.

 

                El rey D. Carlos II de Navarra en 1385 mandó celebrar toros en Pamplona para lo que contrató a un cristiano y a un moro. En 1388, don Carlos III el Noble de Navarra obsequió a su paso por Pamplona camino de Castilla con una fiesta de toros a la Duquesa de Lancaster, con reses de una ganadería de Tudela.

 

                En el siglo XV el valor caballeresco de los españoles llegó a su apogeo. El esfuerzo personal que antes se cubría de gloria en una fuerza perpetua de reconquista frente a los moros, se exhibía exponiendo la vida en lujosos torneos de cañas y toros. En la cronología de las corridas regias que se dieron en Sevilla, la organizada el año 1394 para agasajar a Enrique III El doliente, durante su estancia en la ciudad.

 

                Durante el reinado de Juan II, la nobleza sostenía exclusivamente la fiesta de los toros como espectáculo favorito de los caballeros que mantenían su fama de valientes, más por matar a un toro de una lanzada, que la adquirida en la guerra. Las corridas de toros tomaron gran incremento y constituían uno de los principales atractivos de las funciones.

 

                En las solemnidades religiosas se celebraban siempre festejos de toros. Enrique IV mandó celebrar grandes corridas de toros delante del Alcázar y continuó el arraigo y auge taurino en toda España, con eco popular. A veces, se alzó alguna voz contra el toreo, como el Cardenal Juan de Torquemada en su tratado “Summa Ecclessi” de 1489. En tiempos de los Reyes Católicos, Isabel I, no aceptaba el espectáculo taurino, no pudo prohibirlo, pese a sus deseos, y en 1493,escribía a su confesor fray Hernando de Talavera, manifestándole con sentimiento que “por sí sola” se consideraba impotente para suprimir las fiestas de toros. ¿Cómo habría de suprimirlas, si en Roma, entre otras funciones, se dio una corrida de toros para celebrar la Conquista de Granada en 1492, con asistencia del Papa y toda la corte pontifical?

 

                Durante los siglos XV y XVI fue Sevilla la primera de las ciudades en número de fiestas de toros. Se organizaron en la plaza de San Francisco para solemnizar reales acontecimientos. En diversas ciudades españolas se repitieron festejos taurinos y destaca la corrida regia que organizó la nobleza en Madrid, la más antigua de la Villa y Corte, el 19 de marzo de 1502, en homenaje al rey Felipe I el Hermoso.

 

                Cuando en 1517 llegó a España Carlos I a tomar posesión del Reino, con obligado arribo en el pequeño puerto de Tazones, debido al temporal, pasó por el pueblo cántabro de San Vicente de la Barquera, y cuenta el cronista Laurent Vidal, acompañante del monarca que fue obsequiado y agasajado, entre cuanto se le ofreció, se celebró un espectáculo taurino. Más tarde después de la causa de los comuneros de Castilla, Carlos I para agradecer a la nobleza que se puso de su parte, según dice Ortega y Rubio en su historia de Valladolid, el Rey participó en una fiesta taurina y con gallardía alanceó un toro y en su tiempo dio gran impulso a la fiesta taurina y abolió aquella disposición de la reina Católica respecto a que los toros llevasen las astas emboladas o postizas. Por su postura favorable a la fiesta de los toros se le considera su primer apologista.

 

                Entre los caballeros en plaza de entonces el cronista Vargas Ponce destaca a Pedro Ponce de León hermano del duque de Arcos y a don Diego Ramírez de Haro.

 

                Ya durante el reinado de Felipe II, sus embajadores trabajaron en Roma presentando una tesis favorable a las corridas de toros. El duque de Soria negociador en Roma, tuvo el apoyo de Juan de Roz y Avilas, decidido apologista de las fiestas de toros.

 

                Después de la encíclica del Papa Pio V de 1567 y otras posteriores surgen denuncias y abusos de interpretación de las disposiciones pontificias, se proclama el decreto de Clemente VII, “Suscepta numeris”, de 1596 levantando todas anatemas y censuras excepto a los frailes mendicantes para quienes subsisten. Liberar las fiestas de toros de aquellas prohibiciones era reconocer la gentileza de su esencia y arraigo popular.

 

                Con opiniones y argumentos favorables o contra la fiesta de los toros, este sigue cuando se llega al siglo XVII, época de la Casa de Austria, que marca el apogeo del espectáculo taurino como privativo de la nobleza. En 1617, tiempos de Felipe III, se edifica en Madrid la Plaza Mayor, donde se dan asiduamente festejos de toros. Por entonces en Barcelona se dio la primera fiesta de carácter real, el 3 de diciembre de 1601, por el feliz natalicio de la princesa Ana María Mauricia, hija de Felipe III.

 

                El Conde Duque de Olivares queriendo satisfacer los caprichos de Felipe IV le deslumbraba con brillantes fiestas y en el Real Sitio del Buen Retiro de Madrid, ordenó construir una plaza de toros de madera lujosamente decorada en la que se celebraron corridas de toros, amén de las organizadas en la Plaza Mayor.

 

                Con motivo de la estancia en Madrid del príncipe de Gales, que llegó para ofrecer su mano a la infanta doña María, hermana de Felipe IV, se celebró en su honor una corrida de toros el 4 de mayo de 1623 en la Plaza Mayor con actuación de caballeros en plaza. Durante el festejo llovió mucho y el ingenio de Francisco de Quevedo comenzó el relato del festejo así: “Floris, la fiesta pasada/ tan rica en caballeros,/ si la hicieran taberneros/ no saliera tan aguada”. En esta corrida se puso en práctica por primera vez el arrastre del toro por las mulillas a galope. En principio los toros muertos eran sacados llevándolos en un carro preparado al efecto. El corregidor de Madrid don Juan de Castro y Castilla concibió la idea y ordenó arrastrar los toros muertos en la lidia con mulas, y desde entonces comenzó también a realizarse en el resto de cosos taurinos.

 

 

Los toros en el siglo XVIII, nace el toreo a pie.

 

 

                Con la llegada de la Casa de Borbón al trono de España, el primer monarca, Felipe V, nada aficionado a la fiesta de los toros, motiva que la nobleza para atender sus costumbres desdeña el ejercicio ecuestre. El pueblo recoge el testigo y modifica originariamente la suerte de picar con vara larga, por algún tiempo de suma importancia, hasta que los peones auxiliares, o chulos comienzan a permitirse licencias que jamás hubiesen tenido con los caballeros en plaza, iniciándose el toreo a pie que había de lograr su concreción en arte, poco después de mediado el siglo.

 

Ronda, Sevilla, Madrid claves en el toreo de los siglos XVIII y XIX.

 

 

                Sevilla creó toreros, Madrid se arrojó la facultad de consagrar prestigios y es en las plazas matritenses donde con notorio escrúpulo se hace la selección. Es obligado considerar que la esencia del toreo emana de Ronda, conceptos que concretan el compendio de la magna historia del toreo. La solera de un arte fecundo sentaron los cimientos de la Tauromaquia y fundamentos lidiados de la familia de los Romero, destacando como primer coloso del toreo Pedro Romero, y con él destacan en los ruedos los sevillanos Joaquín Rodríguez “Costillares” y José Delgado “Pepe-Illo”.

 

                En el siglo XIX se acentúa el toreo y va cogiendo definición las suertes y la construcción de plazas apropiadas para el propio desarrollo de la fiesta de los toros. Al mismo tiempo van surgiendo toreros destacando entre ellos, Francisco Montes “Pequiro”, José Redondo “El chiclanero”, “Curro Cuchares”, Cayetano Sanz, Francisco Arjona “Currito”, Rafael Molina “Lagartijo”, Salvador Sánchez “Frascuelo”, Rafael Gómez García “El Gallo”, Manuel Fuentes “Bocanegra”, Rafael Guerra “Guerrita”, Manuel García “El espartero” y Antonio Fuentes. Ya en el siglo XX, aparece una pareja de toreros que acaparan el interés de los aficionados, el sevillano Ricardo Torres “Bombita” y el cordobés Rafael González “Machaquito”. A éstos se le suma el madrileño Vicente Pastor, el mejicano Rodolfo Gaona, el extremeño Manuel Mejías Rapela “Bienvenida” al que el crítico taurino de “El liberal”, don Juan de la Loma “Don Modesto”, le pone el apelativo de “Papa Negro” de toreo. Tras Rafael Gómez “El gallo” aparece la pareja de José Gómez “Gallito” o “Joselito” y el trianero Juan Belmonte, con quienes se alcanza la llamada “Edad de Oro” del toreo. Tras la muerte en 1920 de Joselito, y dos temporadas después en el ruedo de Madrid muere el diestro valenciano Manuel Granero.

 

                Belmonte lleva a cabo la gran reforma del toreo basada en templar, ligar y mandar basada en las regla de oro del toreo: “parar, templar y mandar”. Y le siguen una relación de toreros que en la década de los años 1925 a 1939, viene a denominarse la “Edad de Plata” del toreo cuyos destacados representantes de la revolución belmontina imprimen sabor y color a su ejecución: Manuel Giménez “Chicuelo”, Antonio Márquez, Marcial Lalanda, Nicanor Villalta, Cayetano Ordoñez “Niño de la Palma”, Félix Rodríguez, Manolo Bienvenida, “El Estudiante”,  Victoriano de la Serna, Pepe Bienvenida, los mejicanos “Armillita” y Lorenzo Garza, Curro Puya “Cagancho”, “Gitanillo de Triana”, Domingo Ortega.

 

                Tras la guerra civil de 1936 y 1939, aparece en los ruedos Manolete, torero serio, estático que gana un buen número de adeptos entre la afición. No para aquí la evolución torera de la fiesta de los toros, también es sensación un torero sevillano con clase, gracia y toreo primoroso, Pepe Luis Vázquez, del sevillano barrio de San Bernardo. Otro gran torero sevillano se gana a los aficionados, Pepín Martín Vázquez. En Madrid aparece Manolo Escudero y en Sevilla Manuel Álvarez “Andaluz” y de Méjico nos llega Carlos Arruza. En Madrid surge un torero poderoso Luis Miguel Dominguín con empaque de mandón del toreo. Tras el Sevillano Manolo González llega la pareja Julio Aparicio y Litri, que ganan gran cartel desde su etapa de novilleros. También causa sensación por la pureza de su toreo y se estilo irreprochable de estocador, el gaditano Rafael Ortega. Y en el suma y sigue del fervor de la fiesta, siguen llegando figuras toreras de gran estima y admiración entre Jaime Ostos, Antoñete, Miguelín, aparecen el rondeño Antonio Ordoñez, figura cumbre del toreo, y otro torero cumple, Paco Camino. También destacan el sevillano Diego Puerta y el salmantino Santiago Martín “El Viti”.

 

                Un diestro que rompería el hilo costumbrista del toreo y con la inversión de la norma, gana entusiastas seguidores, el protagonista de este fenómeno fue Manuel Benítez “EL Cordobés”.

 

                Sebastián Palomo Linares, “El Niño de la Capea”, Ortega Cano, el colombiano César Rincón y el madrileño José Miguel Arroyo “Joselito” ponen el toreo por la categoría de la huella belmontina. Entre los citados, la torería gitana ha dejado su sello de toreo de sentimiento y arte, aunque a veces lo borda, y otros desaparecen en ese misterio, se esconde su genial atractivo.

 

                Y llegamos al siglo XXI, pero la hornada torera hasta el 2011, no ha alcanzado cota de calidad para distinguirlo por su hacer despersonalizado y mecánico, más el defecto de falsear la ejecución de la suerte de matar.

 

                La excepción la encontramos en Morante de la Puebla, José Ignacio Uceda Leal y Manuel “El Cid”.

 

                Esta es la Fiesta Nacional española, la fiesta de los toros, tan cargada de adeptos y de historia gloriosa. ¿Que hay quienes la atacan y quisieran desapareciera? Pues digámos, aquello que el sainetero don Ricardo de la Vega hacía decir a un personaje de su zarzuela “A los toros”:“Es una fiesta española y no hay nadie que la abola, ni habrá nadie que la abole.”

 

 

 

José Julio García

Periodista y Escritor

Decano de la Crítica Taurina

Escalera del Éxito 103