El 27 de mayo de 1972 fue el último día que un torero mexicano abrió la Puerta Grande de la Plaza de Toros Monumental de Las Ventas, gracias a que Eloy Cavazos le cortó jas dos orejas a un toro colorado de la ganadera salmantina doña Amalia Pérez Tabernero, distinguido entre sus hermanos con el nombre de “Azulejo”. El maestro, que por aquellos días formaba parte de un destacado grupo de toreros mexicanos, toreó la tarde de su apoteosis con el aragonés Fermín Murillo y el linarense José Fuentes.

Un par de años antes y España se habían abierto a los toreros de México. Alberto Alonso Belmonte y Fernando Jardón intentaron abrir puertas para que los toros tuvieran los caminos más diversos recibiendo a los toreros de América. Algo parecido a lo que hizo don Livinio Stuyck cuando le dio visa a toreros como los cuatro hermanos Girón, Pepe Cáceres, los portugueses dos Santos y Paco Mendes…En fin, algo similar a lo que los Chopera ahora en Madrid intentaron hacer con los mexicanos el año pasado.

Eloy Cavazos formó parte de un póker de ases integrado además por su archirrival Manolo Martínez, Mariano Ramos que encarnó la charrería azteca y Curro Rivera un torero que en España realizó campañas vibrantes con destacdos triunfos en Madrid.

Los cuatro confirmaron en Las Ventas, y de los cuatro fue Eloy Cavazos el último que cruzó el umbral de la puerta grande el 27 de mayo de 1972. Cavazos es un torero de historia que hizo historia aquella tarde. Una historia que de sus primeros días escribí estas líneas en mis reportajes desde México y que hoy se reúnen en el libro Reportero Gráfico.

Esta es la Historia

Tras la visita que hice a la finca de Mario Moreno “Cantinflas” en Toluca, encontré varias llamadas de Rafael Báez en mi casillero del Hotel Gillow. El paisano me invitaba a Monterrey a ver a Eloy Cavazos, que estaba anunciado con Manuel Benítez «El Cordobés» y Manuel Capetillo y toros de Pastejé propiedad de Paco Madrazo. También con toros de Madrazo, Eloy actuaría al día siguiente de Monterrey, mano a mano, con Currito Rivera, en Torreón Coahuila.

Hablamos de la temporada de 1969.

 Recuerdo con claridad que en Torreón se lidió un toro berrendo en negro, y en Monterrey había dos de capa cárdena, lo que indicaba que aquellos murubes de Pastejé, de la época de la alternativa de Antonio Velásquez cuando los famosos «Tanguito» y «Clarinero», llevaban en la sangre un cruzado, que no era de pulque.

Regiomontano hueso colorado

La capital de Nuevo León es una gran ciudad. Urbe de impresionante desarrollo industrial. Con el tiempo tendría el privilegio de ser testigo de la transformación urbana de la Sultana del Norte, gran ciudad famosa en el orbe taurino por la grandeza de sus toreros. Lorenzo, los hermanos Briones, Raúl García, Manolo Martínez y Eloy Cavazos. Son pocas las comunidades que son tan laboriosas como la regiomontana. Sólo conozco dos ciudades en las que sus pobladores madrugan para ir a trabajar: Caracas y Monterrey. Mucho antes que amanezca las calles y principales avenidas de la Sultana se congestionan de vehículos, con gente camino a sus trabajos. Monterrey tiene una historia diferente al resto de las capitales mexicanas. Distinta en sus orígenes y en su formación.

Cuando llegué al aeropuerto regiomontano me esperaba Báez. Fuimos a la plaza, a los corrales de la plaza de Monterrey, pues era la hora del sorteo. Más tarde nos  hotel donde Eloy Cavazos se vestía. Allí estaba Macharnudo, periodista taurino de la Cadena García Valsecas, uno de los  medios puntales del famoso emporio periodístico mexicano. Macharnudo fue siempre un amable amigo y un compañero muy colaborador.

Una vida ejemplar

La vida de Eloy ha sido un ejemplo de constancia, superación y responsabilidad. Nació en cuna modesta, en la Villa de Guadalupe. Un caserío junto a la gran ciudad de Monterrey. En la Villa su padre, don Héctor Cavazos, era conserje de la placita de toros. En realidad la plaza servía de hogar para don Héctor y su familia, porque no tenían techo propio donde guarecerse del duro clima neoleonés. Me contaba Eloy que había nacido en una casita de adobe, igual que los ranchitos campesinos de Venezuela. Sus paredes hechas de pasto seco y de barro que luego sostenían con pedazos de caña.

—Ni nací envuelto en pañales de seda, decía Eloy, ni conocí de escuincle los consentimientos y gustos que le dan los padres a sus hijos. Llegué al mundo en una choza el día de San Luis Rey, 25 de agosto del año de 1950. Pasamos mucho trabajo en la familia. Una familia numerosa. Soy el quinto de los Cavazos-Ramírez ¡Y somos nueve! Ramiro es el mayor, luego Héctor, que murió, Saúl, José Ángel, después de mí, David (Vito, banderillero) Toñita y «El Chiripazo», que es el menor, Juan Antonio. Viviendo en la plaza nos aliviábamos, porque no teníamos que pagar renta y papá no tenía empleo. Estaba desempleado, «en el paro» como dicen en España. Allá, en la placita de la Villa de Guadalupe, nació la afición por la más bella de las fiestas en el alma de Eloy Cavazos. Más que afición, pasión por una profesión que le daría todo en la vida. En especial el reconocimiento del mundo.

Papá antes de ser guardaplaza de la Villa de Guadalupe, había sido pintor de cruces en el Cementerio Municipal de Monterrey. Aquella casucha de paredes de barro y techo de lata, que era nuestra casa, estaba al lado de la caballeriza y de los corrales de la plaza de toros. Durante el verano era calurosa y se llenaba de plaga y de ratas. Noches había, narra Eloy, en que mi pobre madre se pasaba horas y horas espantándonos los moscos con una rama de mezquite y embarrándonos de petróleo —cuando había— para que los bichos no nos picaran. Dormíamos sobre petos de caballos y mantas para mulillas. El ambiente de la placita hizo que naciera mi afición. Con los toreritos que iban a entrenar a la plaza de la Villa de Guadalupe aprendí a jugar al toro, a torear de salón, a hacer ejercicios. Un novillero de nombre «El Pony» me regaló para Navidad un capotito, un capote de torear que serviría para que ganara mis primeros pesos como torero. Eloy toreaba de salón antes de los festejos de la Villa, en la puerta de la plaza, y los aficionados le regalaban dinero cuando terminaba. Era tanta la pobreza de la familia Cavazos Garza, que esos centavos significaban mucho para el sustento diario de los once miembros del clan… Llegó la tragedia en casa de los Cavazos. El hermano mayor de Eloy, Héctor, murió en un lamentable accidente, cuando cazaba palomas y se le escapó un disparo de la escopeta. Héctor laboraba en una casa de comercio llamada Té de Malabar, y sus patrones, conscientes de que Héctor era el sustento de la familia, le ofrecieron el trabajo a Eloy. Era amigo de los hijos de los propietarios del Té de Malabar, y como no había ido a la escuela ni sabía oficio alguno para poder desempeñar un cargo, se convirtió en «maestro taurino» de los muchachos, porque ya para esa época Eloy distraía a los parroquianos con sus faenas de salón. Así, los 145 pesos que Héctor ganaba a la semana continuaron llegando a la conserjería de la plaza de toros de la Villa de Guadalupe.

Tentadero en casa de Eleazar Gómez

Un día los hijos de los patrones de Eloy fueron invitados a un tentadero en casa del ganadero Eleazar Gómez, donde los maestros de la faena campera eran Raúl García y Jaime Bravo. En la ganadería de Eleazar Gómez conocí a Fernando Elizondo, cuenta Eloy. Elizondo se entusiasmó con Eloy Cavazos. Tan diminuto, tan gracioso, valiente y enterado. Quiso cerciorarse Fernando de las condiciones de Eloy y le invitó a la ganadería de Cuco Peña, en Laredo, para que matara un semental.

Convencido de que Eloy podría ser alguien, Fernando Elizondo le preparó algunos tentaderos a Cavazos y algunas novilladas. Elizondo tenía un socio, el venezolano Rafael Báez, con el que llevaba algunos matadores de toros, como era el caso de Jaime Bravo. La presentación de Eloy Cavazos fue por una sustitución que hizo en la cuadrilla de niños toreros, anunciada como Los Monstruos. Falló un muchachito y Eloy se metió en el cartel. Fue su primera experiencia, y no le fue mal. Al domingo siguiente le anunciaron mano a mano con el Santacruz, dos becerros y dos vacas. El éxito le abrió las plazas de la región y llegó a torear más de sesenta festejos. Calas, los llaman en México, a las becerradas con vacas que antes de ir al matadero, o ser sacrificadas por los ganaderos de lidia, son aprovechadas por los aspirantes a novilleros para su formación… Papá había sido mi primer apoderado. Como becerrista fui a muchas plazas y gané unos pesitos con lo del «monterazo»; pero llegó el momento en que escasearon los «astados» y había que llevar lana a casa… Así que cambié la muleta por la caja de bolero y «a dar bola», que es como llaman en México el oficio de lustrar calzado. Hasta que conocí a don Fernando en casa de don Eleazar. En México, casa de Elizondo, conocí a Rafa. Había una reunión, una fiesta, casa de Fernando, y como no debía trasnocharme, para estar siempre preparado y hacer bien mis ejercicios, Elizondo decidió que me fuera a casa de Rafa, en la calle de Pilares.

Rafael Báez en gran capitán

Rafael Báez y su esposa Betty vivían en un apartamento muy amplio. Al principio no me gustó la idea. Eso que un venezolano y una gringa fueran mis cuidadores, no me parecía que iba bien con la idea que tenía de ser torero. Con el tiempo comprendería cuan equivocado estaba. Betty fue de las mejores personas que he conocido en la vida; y de Rafa, ¿qué te puedo decir? Mi amigo, mi compadre, algo más que un apoderado. Nunca hemos firmado un documento. Jamás hemos hecho cuentas, y ya ves…

A pesar de su diminuta apariencia que le impedía meter la cabeza en las plazas de toros, Elizondo y Báez convencieron a don Nacho García Aceves, empresario de la plaza de toros El Progreso de Guadalajara, para que Eloy Cavazos hiciera su debut como novillero. Nacho García no quería contratar a Eloy porque lo veía demasiado chico. ¡Es muy escuincle el chavo! Eloy salió a hombros de Guadalajara y cuando salía por la puerta grande, vio entre los curiosos asombrados a don Nacho; y le gritó: Don Nacho… ¿Verdad que ahora no soy escuincle?

Esa novillada no la vio Báez. La primera vez que Rafael Báez vio torear a Eloy Cavazos fue en León… «camino de Guanajuato, que pasas por tanto pueblo no pases por Salamanca que allí me hiere el recuerdo. Vete rodeando veredas, no pases porque me muero». Una novillada que tenía mucho ambiente entre los aficionados de León porque anunciaban un encierro de lujo, de la ganadería del Lic. Alberto Bailleres.

Después de la novillada Rafael me dijo de plano que no le había gustado nada. Lo que me provocó honda pena. Rafael Báez sabía que estaba frente a un torero importante, a pesar de que en León no le había gustado. Eloy entrenaba muy fuerte todos los días, mientras que Báez le conseguía novilladas. Fueron 47 novilladas antes de presentarse en la Monumental de México. Una de las metas que se habían trazado en esta primera parte de la carrera de Cavazos… Aquella temporada, el as de los novilleros era Manolo Martínez, otro novillero de Monterrey. Se hablaba mucho de Ernesto Sanromán «El Queretano» y de El Sepulturero…

–No teníamos dinero para comprar un traje decente para presentarnos en la Plaza México. Betty, la mujer de Rafa, fue al Monte de Piedad, en El Zócalo, y empeñó todas sus prendas. Lo hizo sin que nos enteráramos. Cuando Rafael lo supo, cogió un berrinche que ni te imaginas. La pagó conmigo. No me hablaba, y cuando me dirigía la palabra era para recriminarme algo.

La Plaza México lo encumbra

Eloy Cavazos, con gran expectativa, se presentó en la Monumental, el 12 de junio de 1966. Toros de la ganadería michoacana de Santa Martha. El novillo del debut se llamó «Trovador». Completaron el cartel aquella memorable tarde en la carrera de Eloy Cavazos, Leonardo Manza y Gonzalo Iturbe… Cortó dos orejas, salió a hombros y su cartel, que estaba muy alto, llegó a las nubes. Cavazos se cotizó mucho y muy pronto. Era un gran atractivo para las empresas, pero no volvió a la México, sino para confirmar la alternativa de matador de toros, que alcanzó en Monterrey en 1967, con Antonio Velásquez y Manolo Martínez y toros de San Miguel de Mimiahuapan. La confirmación fue en 1968 con Alfredo Leal y Jaime Rangel y toros de Chucho Cabrera. Eloy cortó tres orejas y se ganó «El Azteca de Oro», como triunfador de la temporada. En aquella temporada la México presentó 14 festejos; y fueron contratados al Derecho de Apartado y en corridas sueltas, los matadores Manuel Capetillo, Alfredo Leal, Joselito Huerta, Raúl García, Mauro Liceaga, Jaime Rangel, Chucho Solórzano, Alfonso Ramírez «Calesero Chico», el maracayero Adolfo Rojas, uno de los buenos toreros venezolanos, que actuó en dos tardes y llegó precedido de gran fama tras su destacada campaña como novillero en la plaza Monumental de Las Ventas de Madrid, de la que salió varias veces a hombros. También estaban en el derecho de Apartado Raúl Contreras «Finito», Ricardo Castro, Antonio Lomelín, El Ranchero Aguilar, Antonio del Olivar, Fernando de los Reyes «El Callao», los venezolanos Curro Girón y César Faraco, Gabino Aguilar, Rafael Muñoz «Chito», Manolo Espinosa «Armillita», Leonardo Manzano y Joel Téllez «El Silverio»…

Ya para esa época Rafael Báez se había hecho cargo de Eloy. Aunque Báez estaba en activo, toreaba poco. En realidad, a pesar de su vocación, nunca despuntó como matador de toros.

Rafael Báez es caraqueño, de la parroquia San José y se formó como torero en las escuelas taurinas que por los años cincuenta existían en la capital venezolana. Sus actuaciones en Caracas, Los Teques, Maracay, Valencia y los pueblos andinos como Ejido, Lobatera, Zea y Táriba, fueron esperanzadoras. Rafael Báez se marchó, primero a Colombia, y más tarde a México, en el año de 1953, donde se radicó. En Maracay tuvo una gran tarde en compañía de Pepe Cáceres, coincidencia que le abrió una gran amistad con el gran torero colombiano, al que luego representó en México. En Báez se unieron la inteligencia del taurino con la sagacidad del hombre del trópico, hasta convertirse en el mejor apoderado de México. Llevó a muchos toreros en su larguísima y ejemplar carrera, pero fue Eloy Cavazos su punto cimático. Rafael Báez es un hombre de grandes cualidades y su joya es la intuición y su recio carácter. Báez ha formado con Eloy la pareja más estable y sólida de las que ha conocido el toreo en América, entre un apoderado y un matador de toros. En Europa, él y Cavazos, fueron ejemplo a seguir durante las brillantes temporadas del regiomontano por plazas de España, Francia y Portugal… Elizondo se ocupaba de otros menesteres taurinos y Báez se dedicaba en exclusiva al aniñado diestro de la Villa de Guadalupe.

Aquella tarde en Torreón

Después de la corrida de Monterrey, viajé en automóvil hasta Torreón, Cohahuila, en compañía del célebre banderillero David Siqueiros «Tabaquito», miembro de la cuadrilla de Eloy. Hicimos el tramo desde Monterrey hasta Torreón en horas de la mañana. Por la tarde Cavazos actuó, mano a mano con Curro Rivera. Se lidiaron toros de Madrazo, tres de ellos muy buenos y tres fatales. Fíjense ustedes como es la suerte en los sorteos. Curro Rivera tuvo un lote malísimo, para disgusto de su padre, el maestro potosino Fermín Rivera, que para la época apoderaba a Currito. Eloy Cavazos cortó seis orejas y un rabo, salió a hombros y ganó el trofeo en disputa. El maestro Fermín, Curro Rivera y su cuadrilla, salieron disgustadísimos de la plaza lagunera tras la enjabonada de Eloy. Entrada la noche continuamos carretera, esta vez en compañía de Nacho Carmona y de El Yucateco, picador y banderillero de la cuadrilla de Cavazos, además de «Tabaquito». Viaje eterno, larguísimo, muy pesado, entre penumbras. El aliciente de la larga travesía fue conocer la vida de estos hombres narradas por ellos mismos. Especial de «Tabaquito», primo del genial chihuahuense David Alfaro Siqueiros, alumno privilegiado de la Escuela Santa Anita, cuna de expresiones en las Bellas Artes, que llevaron al mundo las voces protestatarias de las raíces populares del México revolucionario.

David Alfaro Siqueiros fue protagonista de esa gran Revolución en su fase armada, tergiversada en sus dos capítulos finales. Me habló Tabaquito de la difícil relación entre Siqueiros y Diego Rivera, otro monstruo de los murales, rebelde en el propio Kremlin, de quien me aseguraba había sido mucho mejor pintor de caballete que de paredes. Habló de cárceles, exilios, hombres y mujeres en la vida de Siqueiros, y despertó en mí la curiosidad por darle la mano, conocer la vida de esos tres mosqueteros que aún hoy me asombran en cada una de las líneas que descubro en el guión de sus vidas. Claro que me refiero a Siqueiros, Orozco y Diego Rivera, cuyo «Picador de Toros» merece ser la presentación de la más exigente pinacoteca taurina.