Nos llaman de todo, insensibles, antiguallas, despiadados, carcamales, nos llaman lo que les da la gana, y todo porque pedimos que en un espectáculo que se llama ‘Los Toros’ haya toros. Para ser moderno y sensible no hay que tener en consideración al toro, como nadie se acuerda de la cantera de Carrara de la que salió el bloque que se transformó en Moisés en las manos de Buonarotti.

 

El toro, al parecer, es sólo una circunstancia que propicia las posturas, los jeribeques, las monadas de unos tíos que consiguen extasiar a los públicos más adictos, como un ballet decadente tramado por Gerry Mortier y Marina Abramovic. Ayer, en Sevilla, en una nueva ceremonia de la confusión, Manzanares, Dolls hijo de Dolls, volvió a demostrar a quien quiera verlo que el toro no importa un bledo, que para el ejercicio de hipnosis que plantea el llamado torero al que un alucinado llama psicoanálisis, para ese ejercicio de amaestramiento y mimo al que algunos, cada vez más por desgracia, confunden con lo que fue el toreo, basta con que haya un pobre bicho que no ose decir ni mu, un convidado de piedra cuya obligación es acudir bobamente cuando vea un trapo, tratar de no caerse y morirse lo antes posible.

 

Con esos mimbres de estética hortera y sin oponente, con la Plaza llena, pobre Plaza profanada de nuevo, Dolls hijo de Dolls consiguió ayer un nuevo triunfo que es una afrenta más para los toreros, para el toreo y para la Fiesta. Y aunque queramos salvar, al menos, la firmeza de Dolls con el estoque, oasis en medio de la nada, queda la duda de si acaso con el destoreo que este hombre practica tendría arrestos de matar de esa manera a un toro de arrobas y poder.

 

Con su pan se lo coman.