I

Las lágrimas escurrían dejando rastro en sus mejillas sucias de sangre y polvo. Sintió gran angustia e hizo un esfuerzo enorme por levantarse y salir de allí, pero su cuerpo exhausto no le respondió. Pensó que a esa hora, en la casa grande todos estarían ocupados:

-Tardarán en mandar a buscarme, debo salir de aquí- infirió con desesperación.

Un nuevo espasmo de dolor intenso le hizo apretar las manos pegajosas y teñidas de sangre contra el rebozo tinto enrollado alrededor de su vientre. Se quejaba y gemía en voz alta. Las gotas de sudor empapaban su frente y resbalando hacia abajo se mezclaban con el llanto. Gimió hondo una vez más y al escuchar el lamento sintió lástima por sí misma, pero se recató sabiendo que para escapar viva del trance no se debía abatir:

-¡Tengo que… ser muy fuerte… Por mis hijos… tengo que ser muy fuerte!- las palabras escapaban de los labios secos mientras alentaba con fuerza. La boca le sabía amarga.

-¡No quiero morirme!- exclamó derrumbada entre quejas y sollozos. Apretando los dientes, intentó asomarse afuera de la zanja. Le costaba reconocer lo que estaba pasando. Pensó con ansiedad en los niños. Santiago y Modesto, todavía tan indefensos.

-¿Qué va… a ser de ellos… si muero?. Musitó jadeante. Al traerlos a su memoria se volvió a fajar el reboso alrededor del vientre y el dolor la obligó a contraerse. Recostada boca arriba, del fondo del canalillo levantó la cara mirando al sol que brillaba radiante por entre las ramas de un encino. El cielo azul sin una sola nube declaraba que el día iba a ser caluroso.

II

Aquella mañana, apenas amanecía cuando Inés echó a andar por la vereda serpenteante entre los cercados. Gotas finas de rocío empapaban la hierba. Caminaba aprisa envuelta en su rebozo con el que también cubría las trenzas gruesas de pelo negro liadas con listones de colores. Era una mujer mestiza, joven y alta, la piel morena, los ojos grandes y muy vivos le daban una belleza que mezclaba lo mejor de dos razas. Tenía la figura espigada y los muslos macizos que deja el trabajo en el campo. Se había retrasado atendiendo a sus dos hijos que al poco rato marcharían a la escuela rural. Los tordos escandalizaban entre la fronda y a lo lejos, el mugir del ganado se estrellaba contra el monte. Se lo habían advertido los vaqueros: “Al transitar por el campo, Inescita, debes ser muy cuidadosa. No se te vaya a aparecer Juan Diego” y se reían. Distrayéndose con el paisaje alejó sus temores. La cumbre oscura se tornó roja teñida por la luz del sol que era un incendio redondo dejando jirones púrpuras al fondo del paisaje. El camino zigzagueando entre las alambradas se perdía por los campos. Recordó la encomienda de su patrona: “Mañana, llegas temprano, pues habrá tentadero”. Le gustaban mucho los días de fiesta en la casa grande. Venía gente notable de la ciudad. Toreros famosos, señoras muy elegantes, jóvenes guapos, señoritas atrevidas de pantalones ajustados; en ocasiones, hasta artistas de los que salen en la tele. Había clareado completamente cuando la joven alcanzó la cima de una loma. Abajo, al pie de la colina se distinguía la casona con sus paredones altos y las ventanas protegidas con barrotes de hierro forjado.

III

Perdida en sus pensamientos, entre retazos de memoria e imaginando planes, Inés llegó al potrero de “La Encarnación” y cuidando de que no se rasgara la falda, saltó la alambrada. Atravesar por el cercado le ahorraría algunos minutos:

-Ahorita, me apuro y si entro sin que me vean por la puerta de las caballerizas y aluego, me pongo a barrer el corredor, no me la agria doña Joaquina.

De puntillas y con sus grandes ojos bien abiertos, se cercioró que los toros de saca no estuvieran por ahí. Era cuestión de atreverse. Una cuchilla de terreno y se ahorraría gran distancia. Así que, tras alisarse la falda echó a andar atenta. Al fondo del potrero estaban los toros, del lado de la querencia. Más tranquila cruzó el prado de pasto seco salpicado de boñigas. Pronto alcanzó el encinar. Allí, estaba echada su suerte, delante, tras los jarales vio un bulto oscuro. Sin tiempo de hacer nada, ante sus ojos se plantó un toro negro de pitones astifinos y con un trozo de hierba seca colgando de uno de ellos. Por unos instantes que parecieron siglos se quedaron mirando uno al otro. La fiera alucinó unos segundos y resoplando se arrancó al ataque. Inés quiso correr, pero no le respondieron las piernas. El toro huido de la manada acometió violento. La mujer, poniendo las manos por delante como si pudiera detener las tarascadas, sintió un duro empellón que la levantaba por los aires. Un quejido agudo repercutió en la arboleda. Los pájaros suspendieron los cantos y dejando la fronda se marcharon con toda la fuerza de sus alas. Vio que las cosas giraban a su alrededor, iba colgada del pitón y luchaba por desengancharse. Cayó de espaldas como un latigazo en la hierba e intentó gritar con fuerza para que la escucharan en la casa, pero la voz se le quedó sumida en el fondo de la garganta. Oyó a los perros que empezaron a ladrar a lo lejos. Rodaba por el suelo con el toro furioso pisándola y tirando cornadas. El animal le dio con una pezuña en la cabeza. Aterrorizada, se impresionó mirando como la bestia intentaba detenerla con las extremidades delanteras para seguir corneándola, mientras ella, inútilmente, con las manos empujaba el cuello de la fiera. Se metió entre las patas, el toro giró furioso y le pegó una cornada en la pantorrilla de la que manó sangre muy oscura. Los segundos se hicieron largos, muy largos. La fiera mugiendo le acertó un derrote lanzándola a varios metros de distancia. Cayó mal herida. Rodó por instinto, entonces vio la zanja. Desangrándose se dejó caer en ella. Le dolía mucho el vientre. Se llevó las manos a él para descubrir que tenía los intestinos de fuera. Sintió vértigo y mareo, pero supo que si se entregaba a su tragedia iba a morir sin remedio. El toro negro veleto aún resoplaba saltando la zanja. A Inés le hormigueaban las piernas. Sangraba de la cabeza, del abdomen y de la pantorrilla.

-¡Virgen Santísima!, ¡Virgen Santísima!.

Como pudo y con muchos afanes pasó el rebozo por su espalda, envolviéndose en él para contener el paquete intestinal, con la tela de los extremos lo anudó al costado. Un chorro caliente le había empapado las manos.

-¡Virgen Santísima! ¡Ayúdame madrecita!.

Luchaba por no embotarse a pesar de que se le nublaba el entendimiento. Fue, entonces, que pensó en sus hijos y también en que tardarían en empezar a buscarla.

-¡Tengo que… ser muy fuerte… Por mis hijos… tengo que ser muy fuerte!. ¡No quiero morirme!.

Antes de perder totalmente el conocimiento miró el sol entre las ramas de un encino. Ya no cantaban los pájaros ni las cigarras, tampoco ladraban los perros. Todo el campo bravo quedó en silencio.

Vocabulario de regionalismos:

Casco.– Edificaciones de una hacienda en las que se encuentran la vivienda principal, graneros, caballerizas, etcétera.

Rebozo.– Manto que utilizan las mujeres para cubrirse.

Molote.– Empanada de masa de maíz frita y rellena de guisado.

Tlacoyo.– Empanada de frijol.

Memela.– Tortilla de maíz con manteca y bañada de salsa de chile, espolvoreada de queso y cebolla picada.

Potrero.- Dehesa.       

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México