Se pintaba ya la tarde sevillana. El lubrican. Ése momento mágico que adoraba Juan Belmonte. Era por primavera y el azahar en todo lo suyo. Por la calle adelante camino de la Gran Plaza, se veía venir un hombre recortaíto con el andar parsimonioso –como en el paseíllo–, pero sin marchosería hueca, sino con gracia repajolera que tanto dio y repartió por los ruedos.

 

Era la estampa viva del siempre torerísimo Rubio de san Bernardo, que ya –en vida– es alma y carne de bronce. Cité al maestro con la intención de hablar un rato sobre El Pasmo de Triana para una biografía que un servidor andaba escribiendo. Llegó el maestro con puntualidad taurina. Como debe ser. Al llegar a su altura le abordé:

 

–Buenas tardes, maestro.

 

Con cierto asombro el torero me responde con una pregunta:

 

–¿Cómo me has reconocido?…

 

Algo perplejo solté como pude la respuesta:

 

–Sería una herejía que yo no supiera que estoy ante unos de los monstruos sagrados del Toreo.

 

Al maestro Pepe Luís desde el poso de su sencillez se le escapó por el semblante una ligera sonrisa. El hombre que ignoró siempre la fama y todo lo que oliera fatuidad. Abomina de por vida los boatos y las pompas. Cualquiera que se acerque a él lo puede comprobar.

 

Ya en un bar –a un tiro de honda de su casa- muy frecuentado por él. Me fue relatando –con su deje sevillano– episodios vividos junto al genio trianero. Los buenos días en los tentaderos en Gómez Cardeña, los ratos inolvidables en la tertulia de los Corales junto con el Divino Calvo (Rafael el Gallo). Los chispazos y salidas ingeniosas del Pasmo –según él– “eran como la Campana de Toledo”. La charla tuvo que desembocar a la fuerza con otro torero de su alma: Manolete. Con quien el maestro vivió tantos soles y tantas sombras hasta que llegó la tarde de Linares. “Fue el número uno; pero sufrió mucho. Uno en cambio siendo el número dos andaba más a gusto” –soltó el maestro sevillano ésta realidad sin asomo de jactancia.

 

Con la apretura ya de la noche –traspasada ya la hora bruja– el tiempo había pasado como un suspiro. Como un reloj sin manecillas. Los camareros daban ya el primer aviso para cerrar. Antes para rematar se me ocurrió hacerle al maestro una última pregunta tópica, pero siempre trascendente, según cada uno responda.

 

–Don José Luís. ¿Qué es el miedo para un torero con tanto arte como usted?

 

Y la respuesta en un visto y no visto:

–Muy sencillo. El miedo se explica cuando se está sólo en la habitación del hotel en una tarde de corrida. Tumbado en la cama se le da muchas vueltas al pensamiento. Luego se levanta uno y…, se asoma a la ventana y ve que un vientecito remueve las copas de un árbol a la vista. Y desea con toda el alma, en ése momento, que ése aire apriete más y más y se convierta en una tempestad o que venga el diluvio universal y ésa tarde se tenga que suspender la corrida. Eso es una forma de ver el miedo para mí.

 

Entre una ligera bruma me atreví a responder al Sócrates del Toreo.

 

–Maestro, pero luego vienen otras muchas tardes sin vientos y sin tempestades.

 

Y el sabio artista remató así la cuestión:

 

–Si. Pero de ésa tarde me libré y en vez de pechar con dos toros, me voy a la tranquilidad de la casa, al rescoldo de mi familia.

 

La gracia de Pepe Luís como su suerte del “cartucho de pescaíto frito”. Habla toreando y torea hablando, eso sí: siempre con la cabeza y el sentimiento por delante.

 

Pepe Luís Vázquez, (o don José Luís Vázquez Garcés), siempre con su Maestranza al fondo y la Giralda latiéndole el corazón. Más torero y sevillano imposible. Y que siga el Río Grande corriéndole por las venas. Con el sólo caminar por las calles, el viejo torero con su donaire viste a toda Sevilla de luces.

 

Aunque llegue el frío, la calor y el otoño con sus hojas muertas siempre será primavera para el maestro –rubio arcángel- del barrio de San Bernardo. Donde siempre, por los siglos de los siglos, correrá o jugará al toro su alma de niño y siempre per sécula seculorum darán razón por él.