Por: Saturnino Napal

“El encierrillo es como un río negro

que sube a borbotones”

José A. Iturri.

 

            Es el diminutivo de encierro, pero no figura en el argot ni en los diccionarios taurinos, aunque en el léxico navarro este término tiene pleno significado y esto ya desde el siglo XVI; el encierrillo consiste en el traslado de los toros – la noche anterior a la corrida – desde el lugar donde descansan a las afueras de la ciudad, a otro espacio dentro de la población; aquí el ganado pasará la noche, hasta la hora del encierro matutino, en el que toros y cabestros a galope – el encierro clásico – son conducidos hasta los corrales de la plaza donde serán lidiados.

            En el momento que dan las ocho de la mañana, los toros salen del corral de Santo Domingo, pero allí no es donde se encuentran desde que llegan a Pamplona. En este recinto sólo pasan las horas anteriores al encierro; al anochecer del día anterior, se ha desarrollado el encierrillo, en el que la torada es conducida desde su alojamiento en los corrales del Gas, hasta el baluarte de la Rochapea – el corralillo de Santo Domingo -, donde descansan hasta la hora del encierro.

            Según Luis del Campo y el Dr. Arazuri, los toros que desde el siglo XIV se corrían todos los años el día de Santiago, San Abdón, Sanfermines y sucesos señalados, no disponían de corrales propios donde estar alojados hasta el momento del festejo; los toros se trasladaban desde sus lugares de origen – hasta mediados del siglo pasado, casi siempre desde las Riberas del Ebro navarras, riojanas o aragonesas -, hasta los sotos próximos a la ciudad; durante siglos, se utilizaron los de Esquíroz, Barbatáin, Mutilvas, Cizur Menor, Mendillorri y Salinas cabe Pamplona; aquí existían corrales para guardar el ganado, aparte de hierbas para que pudieran pastar y aguas para abrevar.

            En la relación de gastos del Ayuntamiento de Pamplona, siempre existía  en esos siglos, un apartado para  el dinero que había que dar a estos pueblos  – cercanos a Pamplona – por la hierba, agua y los corrales empleados en el mantenimiento de los toros hasta su entrada en la ciudad.

            Los toros eran conducidos, arropados por mansos, desde estos lugares hacia la plaza donde se lidiarían; el trayecto discurría por el camino Real de Zaragoza o por el camino de Esquiroz, la vuelta del Castillo, cuesta de La Reina, portal de la Rochapea, por  la actual cuesta de Santo Domingo, plaza del Ayuntamiento, calle Chapitela y Plaza del Castillo. Aquí se enchiqueraban, en corrales alquilados a sus propietarios; en 1616 el Ayuntamiento mandó edificar, para guardar a los toros, la “casa del Toril”, que se volvió  a  reedificar en 1651 y corresponde a la actual nº 37 de la plaza del Castillo; en 1844, se construyó la primera plaza de toros fija de Pamplona, que contaba ya con sus propios corrales.

            Según el Doctor Arazuri en 1883, el Ayuntamiento mandó construir un corral en el Soto del Sario para recoger los toros y en aquellas fechas muchos aficionados se acercaban hasta este lugar para contemplar los astados en las fechas presanfermineras. En 1898, en el traslado de la torada hasta el lugar donde saldrían para el encierro, los toros andaluces de la Viuda de Concha y Sierra se escaparon hasta el Cercano Valle de Goñi. Esto determinó que el Ayuntamiento pamplonés habilitara los corrales del Gas – que han servido hasta nuestros días -, como lugar de estancia de los toros hasta  su traslado nocturno a los  corrales del Baluarte de la Rochapea, desde donde saldrá el encierro a la mañana siguiente.

            Los toros andaluces y castellanos se acomodaban en los corrales del Gas, pero los astados navarros siguieron esperando su turno en los corrales del Sario, hasta 1929, en que por última vez se encerraron los Alaizas tudelanos; son incontables los carriquirris, zalduendos, toros de los Díaz de Peralta y luego de Funes, los de Galo Elorz y demás astados navarros que esperaron “en capilla”, en los pamploneses sotos del Sario; los toros navarros iban desde el Sario hasta el corralillo de Santo Domingo, atravesando y conducidos por los mansos y los pastores, la vuelta del Castillo y la Cuesta de La Reina; era costumbre de los mozos apostarse en el trayecto para ver y a veces molestar el paso del ganado.

            Este permanente trasiego del ganado bravo, siempre llamó la atención de los visitantes sanfermineros; dice la fotógrafa Inge Morath  en 1953 : “Los toros se guardan en corrales al otro lado del río Arga y son llevados con mucho secreto durante la noche antes del encierro al punto de partida en la puerta de la Rochapea”.

            El encierrillo no constituye ningún festejo oficial de los Sanfermines; aunque la carrera es nocturna, la hora es inconcreta, hacia las once; el público  – con su correspondiente “pase”  cedido por el Ayuntamiento -, se alinea a ambos lados del recorrido vallado, callado  y vigilante; el acto forzosamente transcurre en medio de un gran silencio y emoción y está completamente prohibida la obtención de fotografías con luz artificial.

            Incluso se prohíbe el paso con vehículos por las zonas cercanas y el paso de peatones se suspende totalmente media hora antes de  la salida de las reses; se apagan todas las luces y los fuegos artificiales de las noches sanfermineras se posponen hasta la finalización del acto.

Es uno de los episodios más íntimos y con sabor más antiguo de los sanfermines. Como en una ceremonia antigua y secreta la llamada bronca de un cuerno da la señal de su comienzo; el sonido ronco anuncia que el corral de Santo Domingo está libre; su retumbo lo recibe un guarda apostado junto al puente de la Rochapea, quien a su vez, emite un segundo toque que avisa que la subida por la que se accede a los corrales está libre; cuando se abren las puertas de los corrales, las reses  salen al galope, en medio del rumor de sus pisadas y el zumbido nervioso de los cencerros de los cabestros, azuzados por los ágiles pastores, que se van turnando en el recorrido.

            A la escasa luz crepuscular de la hora y con el centelleo amarillento de alguna farola, pasa como una aparición la manada de toros y cabestros; son 440 metros recorridos por la torada en menos de un minuto; en el encierrillo, todo lleva una velocidad de vértigo.

            La tropa de toros y cabestros pasa por la calleja de los Toros, plaza del Arriasco, atraviesa el Puente de la Rochapea sobre el Arga y sube hasta el corralillo de Santo Domingo; es una ceremonia fugaz y hermosa; con sabor a campo y olor a dehesa; el  retumbar de las pezuñas de los toros bravos contra el adoquín, el ruido de las varas de los pastores y sus voces azuzando a la manada unido al sonido metálico de los cencerros de los mansos, llenan de magia esta tradición bajo la luna.

            El festejo, si se le puede denominar así, dura escasos segundos, no se ve casi nada, pero tiene un gran encanto; se huele el ganado, se oye el paso de la tropa y se admira la agilidad de los pastores que azuzando la torada, la dirigen a su destino a una terrible velocidad. El acto es corto, fugaz y minoritario, pero de una gran belleza.

            Es el encierro en su estado primigenio, cuya única razón, era el traslado de las reses a  los sitios donde se las lidiaría. El encierrillo surgió de la necesidad de llevar los toros desde las afueras de la ciudad, a donde llegaban días antes de los sanfermines, hasta la Plaza de Toros. La larga extensión del recorrido hizo que fuera necesario dividir el trayecto en dos partes, el encierrillo y el encierro.

            El encierrillo, por la hora de su celebración, el olor a campos, a río y a toros, unido a la oscuridad de la noche y al silencio o tal vez porque se ve a los toros en todo su poderío y su sabor a tauromaquia primigenia, se ha convertido en un acto sanferminero emblemático.

Es tradición  que el comportamiento de los toros durante el recorrido del encierrillo se repetirá en el encierro matutino. Antiguamente se dieron casos de gentes que corrían delante de los astados como en el encierro o que intentaban y a veces conseguían espantar y volver a la manada, pero esto desapareció al darse órdenes prohibitivas de correr en él o de molestar a la torada.

Para Luis del Campo, el encierrillo: “debe considerarse como acto obligado que surgió para poder realizar el tradicional encierro. Nació con bastardía, no por derecho propio” e incluso, algo que ahora nos parece inconcebible, aboga por su desaparición.

Dice: “Económicamente es costoso, nadie obtiene gananciales, requiere esfuerzos extraordinarios, por parte de sus realizadores, entraña peligros constantes para el personal y nunca beneficia  a los toros…Convengamos que el encierro es herencia ancestral y que quizás tengamos obligación de conservarla y trasmitirla a la generación venidera. Pero puede pervivir sin necesidad de trasladar los toros hasta el baluarte de la Rochapea. Cuando se logre dar con la solución, será la hora de entonar un “réquiem” por el encierrillo.