Ladislao Rodríguez Galán                                              

Fotos: Ladis

Estoy yendo a los toros desde que era un chiquillo. Afortunadamente mis padres, grandes aficionados, me inculcaron esta bendita afición que me produce más satisfacciones que disgustos ( que los hay). En todos los festejos a los que he asistido en mi prolongada carrera, siempre he sacado lo positivo de cada cual aunque la tarde haya sido anodina y para olvidar. El arte, como es bien sabido, va unido a la inspiración y los artistas no todas las tardes están que se salen. Hay que asumirlo y aceptarlo, recordemos si no al gran maestro Curro Romero, que para verle una tarde de inspiración había que ser su mozo de espadas, pero cuando le llegaba había que descubrirse ante una obra sublime e inenarrable.

Desde hace varios años la desinformación sobre la Fiesta (  viciada y reconducida) no se ciñe a la objetividad  de la realidad. Los antitaurinos y los políticos de poca monta han hecho de su capa un sayo y han puesto en el punto de mira a este espectáculo sin igual que hace feliz a mucha gente y que produce pingües beneficios a las arcas del Estado, amén de ser el sustento de miles de familias.

Los aficionados estamos acostumbrado a ataques furibundos y a caceroladas a las puertas de los cosos de insignificantes grupúsculos pagados por no sé quién para dar la matraca y tener un espacio en la prensa afín. Nunca nos ha importado. No les hemos hecho caso y la Fiesta ha seguido para adelante luciendo su gran historia como estandarte irreductible.

Pere hete aquí que cuando estamos en esta diatriba, toreable a todas luces, aparece un virus malage que toma por asalto al mundo y cambia conceptos con una virulencia tremenda. Lo que le faltaba a la Fiesta. Se suspenden ferias de reconocido prestigio universal y como consecuencia la economía del sector se resiente. En los pueblos donde eran tradición los espectáculos taurinos éstos desaparecen y se quiebra la alegría de sus fiestas. Los tendidos de las plazas están vacíos. Le falta el colorido, la música y la alegría. Sin toros nada es igual. El virus se ha instalado en ellos como patrón plenipotenciario y caprichoso. Por el coronavirus se han eliminado de un plumazo, acertadamente, para defensa de las personas, las fiestas y los espectáculos de grandes aglomeraciones. Y los toros lo son.

Dentro de unas fechas habremos agotado el mes de Agosto, un mes taurino por excelencia con miles de fiestas locales donde a estas alturas de cualquier temporada pasada, los toreros que encabezaban el escalafón superaban las setenta tardes toreadas. Incluso recuerdo que Manuel Benítez «El Cordobés» en la temporada 1965, logró el récord  de torear los 31 días del mes de agosto, matando 64 toros, con un balance de 51 orejas y 10 rabos. Esa misma temporada nuestro torero paisano batió otro récord al contabilizar 111  corridas toreadas. Récord que pulverizó cinco años después, temporada de 1970, al lograr torear 121 corridas de toros. ¡Qué tiempos!.

Pues bien decía que el coronavirus ha dado al traste con todo. La capacidad de reacción del sector taurino, aunque se están dando algunos festejos con Ponce tirando del carro, no deja de ser muy complicada. Al toro se le pasa la edad de lidia en el campo (el que no sacrifican en el matadero) y los toreros ven como se les escapa su modus vivendi. Una situación lamentable que es mas cabreante cuando observas que el Estado reparte subvenciones para las actividades culturales y ha dejado fuera de esta tarta a la tauromaquia al no considerarla cultura.

Desde hace tiempo algunos miembros del Gobierno, antes de disfrutar de la poltrona prestada, han ocupado grandes espacios en prensa y TV por sus ataques constantes y obsesivos a la Fiesta. En esos momentos no gozaban de tener las riendas de nada, pero ahora con el poder y el dinero, se han atrincherado para malherir más intensamente a un espectáculo universal que a pesar de su podredumbre de miras, sobrevivirá porque nació del pueblo y lo alimenta el pueblo. Y el pueblo sabe lo que hace. Ellos son los que están perdidos. Ya les llegará el ocaso. Siempre sucede. Solo es cuestión de sentarse y esperar a ver pasar el cadáver de tu enemigo…