El pasado 25 de mayo se cumplieron cincuenta años de la alternativa de Manuel Benítez «El Cordobés», un mito de la España del desarrollismo de los sesenta que ha sobrevivido al tiempo dentro y fuera de los ruedos.

Hace cincuenta años que el viejo coso de Los Tejares de Córdoba, ante cuyas tapias había pasado tres lustros antes el cortejo fúnebre de Manolete, desbordaba expectación para ver cómo Antonio Bienvenida, paradigma del clasicismo, doctoraba en tauromaquia a un revolucionario que ya para entonces se había convertido en uno de los personajes más populares del país.

Manuel Benítez Pérez, nacido dos meses antes del estallido de la Guerra Civil, fue el último de los cinco hijos de El Renco, uno de los muchos represaliados de Palma del Río al final de la contienda, y buscó en el toreo la solución a su heredada miseria.

El día de su alternativa, hacía ya tiempo que el protagonista había dejado de dar tumbos por las duras capeas de Castilla y de dormir en los calabozos de la Dirección General de Seguridad por arrojarse de espontáneo en la plaza de Las Ventas.

Su mecenas fue Rafael Sánchez «El Pipo», que había sido amigo íntimo de Manolete y quien dio a El Cordobés no sólo su apodo definitivo sino también la oportunidad por la que se había hartado de hacer «auto-stop» con su hatillo de maletilla.

Apenas en un año, gracias a sus buenas relaciones y a su inteligente manejo de la publicidad, El Pipo consiguió lanzar fulgurantemente a la fama a ese melenudo que, sin pretenderlo, simbolizaba socialmente todo aquello que pretendía el incipiente desarrollismo económico.

Tan hábil fue El Pipo que, apoyándose en una de las habituales campañas benéficas de Carmen Polo, consiguió en pleno invierno instalar una plaza portátil dentro del palacio de El Pardo para que El Cordobés torease ante los ojos del mismísimo general Franco.

Aquel golpe de efecto significó su empujón definitivo hacia una desbordante fama, contra la agria opinión de los aficionados y los críticos taurinos más puristas.

«¿Se trata de un chalado o de un inconsciente?», se preguntó un famoso periodista cuando le vio torear como novillero en ese mismo coso cordobés donde se doctoró. Pero aquel arrojado mozo, al borde ya de la treintena, estaba entrando de forma imparable en el imaginario de una España ávida de alegrías.

Habitual del NO-DO y de las páginas de los periódicos por sus triunfos y sus acciones publicitarias, aquel icono útil del franquismo llamado Manuel Benítez se había consagrado como figura ya antes de esa alternativa, protagonizando incluso dos películas de gran éxito en taquilla.

La primera, «Aprendiendo a morir», de Pedro Lazaga, aumentó más si cabe su tremenda popularidad al narrar su vida a miles de españoles que se identificaron con su desesperada huida de la pobreza.

La segunda, «Chantaje a un torero», de Rafael Gil, escenificaba una historia de ficción que aprovechó tanto su fama como sus más que estimables dotes de actor. Y se estrenó en Córdoba la misma mañana del día de su salto al escalafón de matadores.

Cuatro orejas y un rabo le cortó El Cordobés a los dos primeros cuatreños de su carrera, de la ganadería de Samuel Flores, con los que inició una nueva etapa en la que, ya sin El Pipo, saltó los límites del mundo del toro y de la propia España.

Infalible en el éxito en los ruedos, sobre la base de un gran valor y de una prodigiosa mano izquierda, y con una arrolladora personalidad que le permitía excentricidades como el «salto de la rana», Benítez supo aprovechar sobradamente esa gigantesca popularidad.

La fiesta de los toros, sumida hasta entonces en uno de los baches de sus eternos dientes de sierra, remontó hasta niveles insospechados. Y el culpable, que paralizaba el país cuando se televisaban sus corridas, copaba también las portadas de las revistas internacionales.

Pero la verdadera dimensión de su fama la dio el hecho de que los escritores Lapierre y Collins aprovecharan años después su historia para escribir uno de sus «best-sellers»: «…O llevarás luto por mí».

Greñudo como Los Beatles e irreverente como los rebeldes parisinos del 68, esta especie Mick Jagger ibérico representó en España, como torero y como personaje público, los aires de cambio que ya soplaban en el mundo y que tardaban en atravesar los Pirineos.

Y si triunfó en todas las plazas, incluidas las más duras -cortó un rabo en Sevilla y salió ocho veces a hombros en Madrid-, también se hizo amigo de los Kennedy y pilotó su propia avioneta, tan afín a su personalidad como el gusto por el jamón de pata negra y sus sonoras carcajadas.

Retirado o en activo, El Cordobés ha ido alimentando año tras año su aura de mito irrepetible hasta bien entrado el siglo XXI, cuando también ha sido capaz de volver a vestirse de luces.

Cincuenta años después de su alternativa, y con algún hijo que ha seguido sus pasos en el toreo, Manuel Benítez apenas aparece ya en público. Septuagenario, pero todavía ágil y de humor incombustible, ocupa su tiempo en administrar su fortuna y en cuidar de sus explotaciones agrícolas.