Enseguida sonó el clarín y comenzó el festejo: los cinco primeros toros fueron bravos, prontos en acudir al cite y embistiendo en todos los terrenos; pero sobre todo fueron nobles, con fijeza, temple, profundidad, galope, ritmo y recorrido; llegaban a la muleta, con pocas facultades, pero sin ninguna mala intención y comiéndose el engaño.

 

Tenían su pizca de falta de fuerzas, especialmente de los cuartos traseros, lo que les hizo rodar en varias ocasiones por los suelos; el mayoral en estas ocasiones se escondía bajo el ala de su sombrero pero el público no parecía darle la menor importancia a la blandura de remos del ganado.

 

Los toros se picaban poco atendiendo a su endeblez; apenas se simulaba la suerte en un «puyacito», tocando pronto a banderillas y cambiando enseguida de tercio; el  cuarto, antes de la suerte suprema   se desplomó y tuvo que ser “apuntillado”; el  toro quinto también se  derrumbó, pero volvió a incorporarse gracias al esfuerzo de los subalternos que lo levantaron tirando de los cuernos y del rabo; el  respetable  protestó tímidamente pero todo lo perdonaba ante la certeza de que se estaba asistiendo a una tarde de toros memorable.

 

Frente a estos toros tan nobles – aunque fueran un poquito blandos – el torero dominaba perfectamente la situación, haciéndoles frente con mucho temple, pulso, ritmo y hasta con clase. Gustándose, vamos.

 

Los toros en el redondel aun se veían más bonitos que en el apartado: bajos, de patas cortas, anchos, descubiertos de morrillo, cuesta abajo, recogidos de pitones y de pezuña fina; unos auténticos “dijes”.

 

Tenían la virtud de no atosigar, permitiendo colocarse al torero al finalizar las series; eran francos y colaboradores, pero sobre todo poseían la característica soñada por todos los ganaderos y toreros – arrastraban el hocico por la arena en sus «pastueñas» e incansables embestidas -.

 

La tarde transcurría por una senda triunfal. Los premios se sucedían uno tras otro: dos orejas, dos orejas y rabo…

 

Las vueltas al ruedo eran apoteósicas con el público completamente entregado y agasajando ruidosamente al maestro.

 

Se vio la tauromaquia completa: verónicas de alhelí, galleos, toreo por tapatías, navarras, chicuelinas, revoleras de cartel de toros; toreo con la derecha, naturales de ensueño, molinetes, trincherazos, excelentes pases de pecho, circulares, ayudados por alto, pases de desprecio…

 

Todo «ceñidísimo» y con arte.

 

Se remataban las faenas con todo tipo de alardes y desplantes; algunas faenas eran quizás un  «pelín” aceleradas, tropezadas, bullangueras y hasta tremendistas, pero el público jaleaba continuamente al matador y lo agradecía todo hasta el delirio.

El último tercio se alargaba mucho pero al maestro parecía darle pena  finalizarlo teniendo unos rivales de tan excelente tranco: nobles, francos y de suaves embestidas repetidas hasta el infinito.

 

La afición estaba en todo momento con el torero, observando y valorando cualquier detalle y totalmente predispuesta y aplaudidora; la plaza crujía en ¡olès! ensordecedores y se sucedían ovaciones  y aclamaciones. Las estocadas eran bonitas de ejecución y quedaban en su sitio, cayendo los toros redondos, sin necesidad de puntilla; era una tarde digna de recordarse y público, toreros, empresario, apoderado y mayoral estaban eufóricos.

 

Sonó el clarín para el último toro de la tarde; era el más terciado del encierro y sonaron algunos silbidos de protesta al pisar el animal la arena; a su escasa talla, se unía algo que se podría denominar como fealdad.

 

Era un toro “raro” o por lo menos no habitual; tenía mucho pelo -fino y rizoso- por todo el cuerpo pero especialmente en el testuz y las manos, era «cariavacado» y esta característica se acentuaba aún más por el aspecto de su «encornadura» ya comentada: corta, veleta, “astifina”, “alirada” y “blancoacaramelada”. De tipo era muy desigual, almendrado en extremo, cargado por delante y muy escurrido de los cuartos traseros -lo que los revisteros antiguos denominaban “aleonado”-

 

El toro en su conjunto, adolecía de lo que actualmente se conoce como “trapío”. Es seguro que en ninguna plaza de primera, hubiese sido admitido por los equipos veterinarios. Tampoco por el público.

 

A pesar de todas sus carencias y de su fealdad, el toro – muy musculado – daba sensación de seriedad  y de peligro; sobre todo por su cara fosca, seria y de mal humor, con  las greñas llegándole hasta los ojos; estos eran saltones, inyectados en sangre y en continuo movimiento.

 

Salió con muchos pies, rematando en tablas y con ganas de pelea; al asomar el subalterno por la boca del burladero, el toro se arrancó como una exhalación y al taparse el peón, corneó furioso la madera; la maniobra se repitió en cinco o seis ocasiones sin que el torero lograse capotear al “colorado”.

 

El maestro salió decidido; nada más verlo, el toro, como  un rayo, fue a por él; de forma desordenada el torero logró pararlo con unos «mantazos», a la defensiva; el  “colorado” se  revolvía en segundos y el  torero fue perdiendo terreno, acabando encerrado en tablas.

 

En un derrote alto, el burel lo desarmó y  el diestro se vio obligado a tomar apresuradamente el olivo; la sorpresa se adueñó del  espada y de su cuadrilla;

El toro – retador- dio dos vueltas completas al redondel como pidiendo pelea; al final se encampanó en los medios como diciendo, “qué pasa aquí”.

 

Continuará…