Salió con muchos pies, rematando en tablas y con ganas de pelea; al asomar el subalterno por la boca del burladero, el toro se arrancó como una exhalación y al taparse el peón, corneó furioso la madera; la maniobra se repitió en cinco o seis ocasiones sin que el torero lograse capotear al “colorado”.

El maestro salió decidido; nada más verlo, el toro, como  un rayo, fue a por él; de forma desordenada el torero logró pararlo con unos «mantazos», a la defensiva; el  “colorado” se  revolvía en segundos y el  torero fue perdiendo terreno, acabando encerrado en tablas.

En un derrote alto, el burel lo desarmó y  el diestro se vio obligado a tomar apresuradamente el olivo; la sorpresa se adueñó del  espada y de su cuadrilla;

El toro – retador- dio dos vueltas completas al redondel como pidiendo pelea; al final se encampanó en los medios como diciendo, “qué pasa aquí”.

El público estaba desconcertado, no sabían si el comportamiento del “colorado” era de admirar o de censurar, pero espontáneamente, los silbidos que acompañaron la salida del toro se  volvieron aplausos hacia la movida e inusual actuación  del animal; lo que sí estaba claro es que el toro se había hecho dueño de la situación y que demostraba un empuje, una codicia y un genio inusual.

A todo esto, como nadie parecía dispuesto a salir a la arena para vérselas con el “colorado”, el presidente mandó presentarse a los picadores – salieron caballos y caballeros – pero el toro sin  permitir que  llegaran a su jurisdicción embistió como una furia y al llegar al peto lo corneó con saña indescriptible; apretó tanto el toro contra las tablas que éstas crujieron, y no paró hasta que logró derribar al picador y a su montura; una vez en el suelo, el toro no paraba de acometer el  faldón del derribado caballo.

Daba miedo imaginar lo que sería del pobre equino sin esta protección, con los continuos «arreones» del toro y a la vista de sus “veletos” y “astifinos” pitones como navajas.

En tropel, matador y subalternos fueron al quite, pero el “colorado” encelado  con el caballo, no estaba por ellos; coleándolo lograron apartarlo y el “Negro” – viejo subalterno-, toreando “a una mano”, logró llevárselo hasta el extremo opuesto del redondel.

En la siguiente vara, a la que también acudió con mucha fuerza, al galope y desde la otra parte de la plaza, el piquero le tapó la salida, castigándolo alevosamente; rectificaba continuamente el puyazo, llenó los lomos del animal de agujeros de los que salía  sangre a borbotones; a pesar de esta terrible carnicería, todavía le hicieron ir una tercera y una cuarta vez; a éstos encuentros también acudió pronto, apoyado por su genio y su terrible bravura.

Tocaron “a banderillas” y con de todas las precauciones y “probaturas” del mundo, no pudieron  ponerle ni un par; la verdad es que el toro no dejaba colocarse a los rehileteros e incluso en una ocasión – ante el alborozo del público- saltó al callejón en su persecución; el desorden y el desbarajuste eran mayúsculos y daba la impresión que el toro “chiquito” se iba agrandando por momentos.

Con muy buen criterio, la presidencia cambió de tercio.

El matador, no muy convencido, hacía señas a los subalternos, al público y a la presidencia de que el toro estaba “reparado de la vista”; viendo que sus indicaciones no surtían ningún efecto, salió a la arena.

Había gran expectación, se atisbaba que algo iba a ocurrir, olía a tragedia y se adivinaba que el enfrentarse a este toro le iba a requerir al diestro un gran esfuerzo; este comenzó el trasteo, intentando humillarlo; toreó por bajo y con grandes precauciones; el toro conservaba las piernas y se movía con agilidad –  inquieto y pegajoso – a  pesar del enorme castigo recibido en varas.

El torero ensayaba pases por la derecha y por la izquierda e intentaba colocarse, pero el “colorado” estaba bronco, difícil y sumamente peligroso; tiraba derrotes al cuello y lo desarmaba continuamente.

Había una gran emoción en la plaza y cada «arrancón» del bicho era un ¡ay! ; los subalternos rodeaban al maestro – protegiéndolo en todo momento – y éste, pálido y desencajado, no sabía qué hacer.

Intentó de nuevo torear, pero el colérico colorado,  “empitonándolo” se lo echó a los lomos; una vez el «coletudo» en el suelo, se ensañó con él, dándole innumerables derrotes, lo pateaba e incluso parecía que quería morderlo; subalternos y monosabios coleando al toro lograron separarlo del maestro y de nuevo “El Negro” – con maestría antigua – logró alejar al furioso animal.

En medio de un  gran dramatismo llevaron al matador hasta el callejón. Tenia la «taleguilla» hecha trizas, estaba cubierto de arena y de babas, pero no parecía tener nada importante; le recompusieron como pudieron el traje de luces, se le refrescó y animado por la cuadrilla salió al redondel.

El toro al verlo en la arena fue a por él como una centella y éste dándose cuenta que el “colorado” volvía por sus fueros, se amilanó; aterrorizado perdió la cara al bicho y descompuesto, saltó al callejón.

Aquí se le veía medroso y  pálido  y se adivinaba que  no lograría hacer nada más; se produjo el escándalo, el público abroncaba al matador y le exigía torear; salió “el Negro” y con los brazos abiertos, logró capotear al “colorado”, intentando domeñarlo y rendirlo.

Al final, el maestro,  macilento y adobado en sudor, salió protegido por su cuadrilla con el estoque en la mano; adoptando todas las cautelas del mundo, intentó  entrar a matar.

No pudo ni perfilarse y se vieron todo tipo de estocadas de recurso: a la carrera, al paso de banderillas, a la media vuelta, “metisacas”, “bajonazos”, “pescueceras”.

El riesgo era evidente y el torero había perdido totalmente los papeles; entro a matar unas quince o veinte veces; el toro, que estaba cubierto por una manta de sangre, seguía embistiendo a todo lo que se movía en sus alrededores; el público gritaba fuera de sí y hasta un cierto sector del mismo pedía  el indulto del animal; pero ya era demasiado tarde, agonizante “el colorado” se fue a los medios y “expiró” de pie, clavando las cuatro patas y agarrotándose totalmente.

El respetable impresionado y boquiabierto aplaudía sin cesar exigiendo la vuelta al ruedo para el toro; el presidente la concedió.

Apenas finalizada la corrida, en los aledaños de la plaza y en el patio de caballos, todo eran  cuchicheos y comentarios en los grupos que se habían formado. Muchos aficionados decían que el “colorado” no fue realmente bravo y mucho menos noble. Que a pesar de derribar al caballo no se empleó con fijeza y que cabeceaba haciendo sonar el estribo; otros opinaban que no humillaba y que escarbaba antes de las embestidas; que era un toro con más poderío que verdadera bravura, y que sus arrancadas, eran más bien medias arrancadas y “arreones».                                                                                                                                                   

Un gordo con puro peroraba sentenciosamente y definía al toro como avispado y peligroso, un verdadero “marrajo”; lo inaudito es que todo el mundo hablase del toro y nadie del torero; la tarde de Pedrín de Zamarique, se había convertido en la tarde de  “Llavero” – que así  le bautizaron al  “colorado”- cuatro años atrás en la dehesa.

En el hotel, mayoral y ganadero, intentaban encontrar alguna explicación al inusitado comportamiento de Llavero en el ruedo. El mayoral en silencio, hizo como que recapacitaba y abriendo una estudiada pausa dio la sensación de estar sumido en una profunda cavilación.

Tras un largo suspiro comentó: “Recuerdo que cinco años atrás, un frío día del mes de Noviembre, se averió un camión que transportaba una piara de toros y vacas de “casta navarra” hacia una dehesa extremeña, donde un acaudalado empresario intentaba recuperar  este antiguo linaje para el toreo moderno. El  camionero pidió permiso para dejar las reses en la «placita» de tientas de la  finca. A  la mañana siguiente, al ir a embarcar el ganado, vimos que unas cuantas añojas de nuestra ganadería se habían colado por un burladero y habían pasado la noche con el ganado navarro; Llavero tenia que ser fruto de la unión de un toro navarro y una añoja nuestra.

Sólo esto podía explicar “el colorado encendido”, sus hechuras atípicas y el comportamiento tan terrible que desarrolló en el ruedo.

Sin saberlo, el público sangüesino había presenciado la lidia de un toro del siglo XIX por un torero de finales del siglo XX.

El mayoral preguntó inquisitivo al ganadero: “Que pasaría con la fiesta si todos los toros actuales fueran  de la catadura de Llavero”.

En la prensa del día siguiente, un  revistero taurino que era redicho y antiguo, escribió la siguiente reseña taurina que en verdad es la que se merecía el “colorado” Llavero:

“El sexto toro  no lucía, pero  tendría que lucir, la divisa encarnada y verde de Carriquiri y debiera  haber visto la luz a las orillas del Ebro, allá en la Tudela de Navarra. Era voluntarioso y franco. Tomó cuatro puyazos y dio un gran tumbo a la cabalgadura en el primero. No lograron los chicos adornarle el morrillo ni con un miserable par. Era bicho que se ceñía mucho, pisando los terrenos y con toda su mala y torcida intención le propinó un gran revolcón al diestro. Este anduvo descompuesto durante toda la lidia, no hizo nada y se puso pesado para matarlo”.