La gente no entiende que una cosa es el maestro, otra el picador, otra el peón de confianza, y otra yo: el tercero.

 

El maestro es el que cobra y por el que pagan; el picador ha de hacer lo necesario – digan lo que digan de su madre – para que el toro quede con las fuerzas justas para no caerse y andar como tonto, porque con toros listos el maestro no llagaría a las cien; ­­el peón de confianza, a parte de acostarse con alguna de las novias que le salen al jefe, tiene a veces su momentito de gloria: cuando el público le pide que salude por un buen par de banderillas, que el puñetero sabe adornarse de modo y manera que pasan por buenos pares poco más que regularcillos. Y de mí, el tercero, hay mucha gente que se cachondea anunciando a voces que con suerte sólo perderé una, lo que normalmente hago. No saben que el maestro, si el toro está muy justito, me dice por lo bajo, aunque por lo alto grite otra cosa, que una sola y traserita. Lo que si me alaban muchos es como puntillero, lo que es pura verdad, porque muy pocas veces he levantado al moribundo robándole la oreja al torero; pero eso no es gloria, eso es habilidad de matarife.

 

Bueno, ¿qué hago yo con estos pensamientos tan de cajón? Lo que tengo que resolver es el problema que tengo ahí, en los medios, esperándome; porque este cabrón espera una barbaridad.

 

Voy, voy. Y corro meciendo mi barriguita de cincuentón buscando por donde escapar después de tirar una banderilla, que es lo que voy a hacer.

 

Voy, voy. Y corro hacia él de medio lado, y él corre hacia mí todo derecho.

¡Ay!

 

Lo último que recuerdo es que deje de ver el círculo borroso de los tendidos, para desde el aire ver girar con rapidez de torbellino una nube, una bandera, y un globo muy grande que anunciaba algo.