Casi treinta años después de las primeras figuras en barro que estudiamos en el número anterior, en 1909, Benlliure retoma el tema del folclore y se introduce en el mundo del baile flamenco: su carácter sensual, voluptuoso, cargado de picardía sexual lo recrea en una serie de Bailaoras, que bailan al son de diversos palos festeros.
Para las dos primeras se inspiró en
Esta primera Bailaora, también conocida como
Don Mariano plasma en la escultura el instante en que la gitana marca ensimismada los tiempos del compás de un palo festero, ¿un caracol?: su movimiento ondulatorio acorde con los punteados leves y la melodía cadenciosa de la música, y la presencia del mantón, podrían confirmarlo. Toda ella gira en torno a una espiral ascendente acentuada por el remolino que forman los volantes de su traje. Doblado el cuerpo, parece que va a retorcerse en uno de esos giros voluptuosos de baile andaluz. El brazo derecho se extiende hacia delante y hacia arriba, mientras el izquierdo se dirige hacia atrás, como para unirse luego sobre la cabeza en arco cerrado; los dedos de las manos se aprietan, nerviosos, para dejar oír los característicos pitos. El pecho se eleva, espléndido y palpitante; uno de los pies que calzan el recortado zapato andaluz, se levanta del suelo y descubre el comienzo de la pierna torneada, quedando así la figura apoyada en un solo pie, en el equilibrio inestable de la danza. La cara, admirablemente modelada, muestra los labios contraídos por una sonrisa; los ojos se entornan picarescos, sombreados por las largas pestañas. La realidad palpita en toda la figura, que parece que va a moverse, a cambiar de posición ante nuestros ojos.