Casi treinta años después de las primeras figuras en barro que estudiamos en el número anterior, en 1909, Benlliure retoma el tema del folclore y se introduce en el mundo del baile flamenco: su carácter sensual, voluptuoso, cargado de picardía sexual lo recrea en una serie de Bailaoras, que bailan al son de diversos palos festeros.

Para las dos primeras se inspiró en La Pinrelitos, gitanilla andaluza de unos 15 años, que vio bailar en un tablao flamenco en Cádiz. Según testimonio del propio escultor, su arte “era el instinto mismo de la danza”, lo que le llevó a tomar sin cesar apuntes de su actuación tanto por el dominio estético que desplegaba como por el ritmo tan sugerente que desprendía su baile. La gracia de sus movimientos, su chispa, el clima de su actuación, la vivacidad de su arte, la ondulación de su mantón, sus giros, fueron captados en sucesivos y rápidos apuntes para poder darles forma en barro y trasladarlos más tarde al bronce y al mármol.

Esta primera Bailaora, también conocida como La Pinrelitos, cincelada a tamaño real en mármol italiano de Sevarezza, fue un encargo del Club Español de Buenos Aires. Viajó a la capital de la Plata en 1910, para mostrarse en la Exposición Internacional de Bellas Artes, celebrada con motivo del Centenario de la Revolución Independentista Argentina.

Don Mariano plasma en la escultura el instante en que la gitana marca ensimismada los tiempos del compás de un palo festero, ¿un caracol?: su movimiento ondulatorio acorde con los punteados leves y la melodía cadenciosa de la música, y la presencia del mantón, podrían confirmarlo. Toda ella gira en torno a una espiral ascendente acentuada por el remolino que forman los volantes de su traje. Doblado el cuerpo, parece que va a retorcerse en uno de esos giros voluptuosos de baile andaluz. El brazo derecho se extiende hacia delante y hacia arriba, mientras el izquierdo se dirige hacia atrás, como para unirse luego sobre la cabeza en arco cerrado; los dedos de las manos se aprietan, nerviosos, para dejar oír los característicos pitos. El pecho se eleva, espléndido y palpitante; uno de los pies que calzan el recortado zapato andaluz, se levanta del suelo y descubre el comienzo de la pierna torneada, quedando así la figura apoyada en un solo pie, en el equilibrio inestable de la danza. La cara, admirablemente modelada, muestra los labios contraídos por una sonrisa; los ojos se entornan picarescos, sombreados por las largas pestañas. La realidad palpita en toda la figura, que parece que va a moverse, a cambiar de posición ante nuestros ojos.