Por su parte, el toro era un viento negro que se arremolinaba en torno al hombre vestido de grana y oro. Fermín Spínola dijo hola, buenas las tengan, largando trapo en una serie de verónicas mecidas que recogió a la cintura en una media de cartel. Pidió palos y se aplicó con ahínco a cumplir su tarea de héroe. Clavó dos pares al cuarteo asomándose al balcón; para cerrar el tercio eligió un violín al quiebro en los medios. Cambiando el viaje y hurtando el cuerpo, entregado a su arte e indiferente a la cornada, puso de manifiesto lo lúcido, espectacular y soberano que está ante el peligro. Desde los primeros muletazos anunció que las solemnidades serían de misa mayor y empezó a hilvanar tandas de derechazos muy limpios y armoniosos. Los naturales fueron de marca original, intercalando adornos sobrios y elegantes después de rematar las tandas con pases de pecho de los de aquí hasta allá. Además, su toreo es variadísimo, por lo que no se cansó de ejecutar suertes remarcadas por la hondura del fondo y la fineza de la forma. Al final mató de un volapié clásico con la honradez que destila su persona. Así, le tumbó las dos orejas al segundo de la tarde.

 

El quinto fue un toro con menos clase, pero Spínola mantuvo su actitud esforzada logrando destellos de gran valía. Imperdonable no mencionar el magnífico segundo tercio, destacando asimismo el segundo par en el que el toro apretó con mucha fuerza y el torero antepuso el corazón para ganarle la cara y dejar los aliviadores en todo lo alto.

A su vez, Uriel Moreno El Zapata lleva un buen tiempo haciendo gala de su madurez como torero. El de romper plaza tuvo nobleza, pero era flojo y tardo en la arrancada. Lo recibió a la verónica ligando muy bien y ganando terreno hacia adelante. Aceptó afanarse en el adorno del morrillo aunque el toro no era para banderillas de matador. Sin embargo, gracias a su entrega el tercio lució. Al momento de desplegar la sarga fue cuando El Zapata hizo gala de sus conocimientos colocándose a la distancia exacta y presumiendo el temple que lo ha acompañado siempre. Con las zapatillas clavadas en la arena y flexibilidad en la cintura hizo el toreo reflexivo y sosegado por el que ha tomado partido.

 

 

Al final del trasteo, nos regaló unos doblones señoriales rodilla en tierra. Epilogó con una buena estocada y se llevó a la espuerta una oreja. Luego, en el cuarto, por sus buenas maneras y aplicación completaría el par de trofeos que junto a Spínola lo sacaron a hombros.

En su turno, Leopoldo Casasola, volvió a naufragar en el cabo de la desesperanza. El sexto fue un buen toro al que no se pudo acompasar. Faenas rápidas y poco relevantes le generaron una atmósfera contraria y se marchó de la plaza a pie y dejando a su paso un hálito de decepción.

 

 

Además de lo ya dicho la crónica tuvo otras buenas nuevas. El encierro de El Junco y sus virtudes, para el gusto del que firma más nobleza y claridad de estilo que torrentes de bravura. La resurrección de los quites, fregolinas, saltilleras, caleserinas y tafalleras, además de chicuelinas. Si como dijo Ignacio Sánchez Mejías, el capote es la imaginación del torero, la corrida del domingo en la Plaza México, fue una fiesta para la loca de la casa. La temporada se parte en dos para reanudar el once de enero y lo hará con dos toreros mexicanos a la alza. Pero la verdadera noticia es que estos son de una dimensión distinta.