A/ DE  HIGIENE, SEGURIDAD CIUDADANA Y SOCIEDAD.-

En relación con la higiene vial la primera determinación que adoptó, recién llegado a la ciudad, fue que se barriesen las calles. En Córdoba, al igual que en la mayoría de las ciudades españolas, no se barrían las calles que se encontraban llenas de excrementos y de suciedades en las que toda clase de animales domésticos buceaban para buscar alimento entre los montones de basura. Consecuencia lógica de este estado de cosas eran las horrorosas epidemias que se extendían cada cierto tiempo; al objeto de prevenir esas situaciones se requirió al decano de los médicos para que diera todas las noches un parte del estado sanitario de la población, dictándose normas especiales para evitar que se desarrollasen epidemias durante los calores del verano. Otra disposición de un marcado carácter sanitario, influida, tal vez, por su conocimiento de la fe mahometana, fue la prohibición de venta de carne de cerdo fresca, por el peligro de la triquinosis.    

Se ordenó que los particulares barriesen y regaran por las mañanas y por las tardes las aceras de sus casas; que se limpiaran los estercoleros y que los excrementos se llevasen fuera de la ciudad, pues muchas enfermedades dimanaban de beber agua contaminada. También dispuso que los cadáveres de los animales no se arrojaran a los ríos o a los arroyos sino que fuesen enterrados. Así llegó a convertir a Córdoba en una de las ciudades más limpias de Europa.     

Badia, como complemento a una norma dictada por Carlos III y, posteriormente, invocada por el rey José,  ordenó la necesidad de construir cementerios fuera de la población, prohibiendo enterrar en las iglesias para evitar males a la salud pública y a tal efecto, vistas las necesidades ciudadanas, dispuso que en Córdoba se debían construir tres cementerios, uno en San Cayetano, otro en la ermita de la Virgen de la Salud, cuyas obras se terminaron en el tiempo record de ocho meses, y el tercero en la ermita de San Sebastián, quedando para uso de los vecinos del Campo de la Verdad el que tenían allí construido. Siendo atendidos esos gastos, en principio, con la venta de los materiales de la plaza de toros que estaba edificada en el campo de la Merced y cuya demolición con muy buen juicio había ordenado él mismo por su ruinoso estado.

Dentro del apartado de seguridad ciudadana impuso en la primera sesión de la municipalidad con carácter prioritario que durante la noche se alumbrara la ciudad y la creación de brigadas de escopeteros, también llamadas milicias cívicas, para el resguardo de las calles y caminos y el mantenimiento del orden público.

Por una parte el desenfreno y la impunidad en la conducta de las tropas invasoras por negligencia de sus jefes era una constante, pero por otra los desmanes de muchos forajidos y los ataques encubiertos y emboscadas de los guerrilleros a los destacamentos franceses creaban un clima de terror e inseguridad grande. Pero además la inmoralidad reinaba sin escrúpulos en todo el ámbito de la población; la lujuria no tenía freno, la falta de recogimiento y recato en las mujeres, muchas de las cuales se prostituyeron, trajo un gran numero de nacimientos ilegítimos lo que precisó aumentar con harta frecuencia el numero de vacas y animales de leche que surtían los orfanatos y casas cuna. Un dato que confirma esta aseveración es el acuerdo municipal de 12 de marzo de 1811, disponiendo que ante el elevado numero de nacimientos de hijos ilegítimos se compraran doce cabras para el hospital de San Jacinto (inclusa) pues no había amas de cría bastantes para amamantarlos.

Los enfrentamientos entre los guerrilleros y las tropas eran diarios, pero también existían partidas de bandidos o insurgentes que atacaban la propiedad o los campos. Pero la guerra no se limitaba a estas partidas, se libraba con carácter individual. Era tal el odio que despertaban los invasores que de continuo se asesinaba a los centinelas a los soldados o a grupos de estos que se sorprendían en los caminos llevando los partes o el correo.

El cuerpo de escopeteros, también llamado batallón de milicias cívicas que se creó bajo el mandato de Badia estaba sujeto a una rigurosa disciplina y aunque no fue un cuerpo destinado a la guerra, sino una fuerza urbana muy conveniente a unos y a otros por su gran efecto persuasivo y muy a propósito para intimidar y mantener el orden en el pueblo al que deslumbraba y a la vez atemorizaba con sus vistosos uniformes y armamento a su paso por las calles en interminable desfile; entre sus capitanes  aparecía don Rodrigo Fernández de Mesa, don Ignacio Argote, don Diego Ravé  y don Ramón de Hoces, todos de ilustres familias cordobesas, lo que prueba que gran parte de la aristocracia de la ciudad practicó aquella norma de actuación que, según el periodista y político francés Georges Clemenceau, ha sido la regla de oro de la política exterior italiana: “acudir siempre en socorro del vencedor”.

Como quiera que  un gran número de conventos, principalmente de hombres, habían sido clausurados por Napoleón y sus bienes confiscados al igual que los de la desaparecida Inquisición, Badia mostró a la hora de enajenarlos su prudencia de buen gobernante, porque no los puso masivamente, como haría Mendizábal veinticinco años después, en venta forzosa, con la natural depreciación, sino que lo hizo en forma dosificada y por zonas.

Otro grave problema lo representaba el alojamiento de los soldados y oficiales franceses, una carga abrumadora y verdaderamente odiosa que pesaba sobre la ciudad y que había impuesto la dominación. Los vecinos oponían una resistencia tenaz a abrir las puertas de sus moradas a los invasores que, a menudo, se excedían en comportamientos censurables o abusivos, ocasionando perjuicios de todo tipo y envergadura; por  ello que fuese un acierto a anotar en el haber de Badia alojar a las tropas en edificios públicos y conventos.