El toro es un misterio, la afición también, y tenemos que buscar lo que nos dice el filósofo francés Francis Wolff inauguró en la sala Bienvenida el ciclo de charlas organizado cada sábado por la Peña Los de José y Juan, enfrentándose y enfrentándonos a esa pregunta ¿Por qué vamos a los toros?

Más que una lección de cátedra fue una vivencia basada en el nacimiento y en la intimidad de su propia afición. Él no sabía nada del mundo de los toros cuando ya adulto, y por primera vez, por curiosidad intelectual penetró en el Coliseo de Nimes para presenciar una corrida, hace más de cincuenta años. Sin entender casi nada de lo que vio, recibió de inmediato el “coup de foudre” o flechazo, al ser impactado por la grandeza del espectáculo y la solemnidad del ritual. Recuerda como primeras sensaciones “arcaicas” el choque del toro con el caballo, la quietud del torero ante las embestidas del animal, y la muerte de éste en el silencio y en el recogimiento de la multitud sentada en el tendido. Luego, al indagar en sus emociones – por algo es filósofo – observó en ellas dos ingredientes: la satisfacción intelectual que procura el hecho de entender el porqué de lo que hace el torero con su toro; y el estremecimiento que se siente al comprobar que este trabajo desemboca en una compenetración entre ambos casi milagrosa.

“Las mejores faenas tocan lo irracional y sobrepasan el entendimiento”, asegura Wolff. De ahí la amplitud, hasta contradictoria, del placer de un aficionado: “hay que tratar de entender lo más posible lo que pasa para ser deslumbrado y sorprendido por el logro del hombre con el animal. Entender, desde luego, pero, mejor aún, para ser subyugado”.

Otro placer nace por la admiración, también arcaica, sentida por el toro; contemplar cómo se desencadenan las fuerzas de su bravura, cómo se para desafiante en el centro del ruedo, y arremete a todo lo que tiene por delante superando su propio dolor. Esa firmeza ante la adversidad puede equipararse a virtudes humanas, facilitando el antropomorfismo, y en todo caso demuestra una extraordinaria fuerza de vida.

El placer atávico del aficionado – nos dice Wolff – nace del encuentro o choque entre estos dos placeres: la inmovilidad y el aguante del torero, en su verticalidad, ante la movilidad del toro, en su fiereza horizontal. Encierra a la vez tensión y distensión, plasmadas en el ole ritual y unánime del público, que expresa a su vez esta oscilación constante entre el miedo y la admiración, pues en los toros, dentro de un código preciso, todo puede acaecer, para bien o para mal; la libertad del arte y del valor tiene que imponerse al peligro y a la tragedia. “La corrida es siempre la misma historia, pero el drama nunca queda escrito.” 

Al final, pero de ningún modo desconectada de todo lo anterior, está la emoción estética, despertada por la belleza y la elegancia de los trazos logrados por el torero como artista y por la armonía conseguida con la embestida del animal. Es admirable ver cómo ha dominado esa naturaleza fiera, enfrentándose y adaptándose a ella, cómo ha transformado esa materia opuesta “despojándola de todo salvajismo imprevisible, humanizando su violencia, imponiendo orden al desorden.”

Francis Wolff concluye sobre lo que tiene de único el placer taurino. A diferencia de todas las otras artes procura la fusión íntima de dos emociones generalmente incompatibles; ha despertado la serenidad y el distanciamiento de las artes que se definen como representación, fuera de la vida real, sin quitar nada a la tensión vital que abarca la estética del toreo. Su belleza elaborada al borde del precipicio, conquistada sobre el peligro y el miedo, tiene todos los componentes de un auténtico milagro.

¡Qué lejos estamos de los sentimientos inconfesables que nos atribuye el anti taurinismo sin haber nunca tomado la molestia de escuchar a los aficionados!

El magisterio de Francis Wolff invita a cada uno de ellos a buscar en sus entrañas y en su intimidad las razones de su afición. Luego, entonces, explicándolas, podrá exigir de sus adversarios, de lo medios de comunicación y de los políticos que le respeten como persona y como miembro de una comunidad tan legítima como otras.

François Zumbiehl
Catedrático de letras clásicas y doctor en antropología, ha sido consejero cultural en la embajada de Francia.