Es una obsesión. Para unos y para otros, una verdadera obsesión. Ni siquiera es como la tenaz persistencia al fútbol, porque, por decir algo, Vincent van Gogh no pintó nunca un estadio lleno, ni Manet plasmó a un delantero tendido en el área doliéndose de una patada en la pierna y sí pintaron Una tarde en la plaza de Arles y El torero muerto, respectivamente. Asimismo, nunca se arman polémicas iracundas sobre si se debe prohibir el fútbol, aunque sería muy provechoso. Entre otras cosas, porque dirimir una competencia a patadas embrutece a la masa y facilita el manipularla. Si algún gobernante quiere llevarnos al baile, lo hace cuando se acerca la inauguración o la final de algún campeonato. Encima, el deporte de los goles genera violencia, las porras son tribus en estado salvaje que llevan la cara pintada pasándose por el arco del triunfo cinco mil años de cultura. Durante el partido y al terminar éste, se parten la cabeza a botellazos. El balompié también fomenta que se pierda la identidad nacional. En México, la raza que antes era seguidora del Atlante, se ha sofisticado y ahora le apuestan al Barza, no al Barcelona que esa es denominación para los neófitos, sino al Barza y lo pronuncian como si se llamaran Jordi y se apellidaran Solé.

Si se mira bien, lo de los toros está ensartado en nuestra cultura desde muchas perspectivas. Por ejemplo, en la manera como hablamos, porque hasta los antitaurinos más furibundos “hacen un quite” o “ven los toros desde la barrera”. O también, por el lado de la música, tal vez no les gusten los pasodobles, pero sí las canciones del grupo Los toreros muertos, o las melodías de Calamaro y desde luego, las de Joaquín Sabina.

Mandar por las cocas al toreo es moda política y búsqueda barata de votantes. Se ha convertido en una testarudez de los políticos que siempre quieren llevar agua –nuestra agua- a su molino. Un día cualquiera amanece y nos encontrarnos con que algún diputado tocado por algún soplo divino, tiene la enorme preocupación de acabar no con la pobreza, la injusticia, la discriminación, sino con la tauromaquia. La moción la apoyan aquellos exaltados que les gusta interferir en la libertad de los demás. Se desnudan, se bañan en pintura roja, gritan consignas en contra y sueñan con que no se vuelva a dar una corrida.

Por otra parte, es igualmente una obsesión para los aficionados que se manifiestan a favor. La defienden heroicos y obstinados. Pero ellos, lo llevan por dentro. Digan si no, defender la fiesta de toros implica salvaguardar los intereses malsanos de autoridades, empresarios, toreros y ganaderos indecentes. Teniendo dos dedos de pensamiento crítico, cuesta enarbolar la cartela con la leyenda “¡Toros sí!” y echarse a la calle. Después de sudar la gota gorda y de gritar hasta dejarse la garganta como la lija de Pepe El Toro, entonces, el aficionado va a la plaza y todos aquellos a los que ha defendido y que, desde luego, no se han parado en una manifestación ni de coña, se la aplican sin miramientos. Siempre hay justos en Sodoma, pero por lo general, el empresario echa erales engordados y cobra como si fueran Victorinos de cinco años, el impúdico torero la reparte con queso a rodillazos, echando al toro para afuera y a medios pases. El ganadero se voltea para otro lado y silba disimulando. Sacar la cara por ellos es una verdadera Teoría del Absurdo. Nuestra tremenda desgracia es que en México nunca contamos con un sustento moral del cual asirnos. En nuestro naufragio, por no haber, no hay ni el clavo ardiendo. Aquí nos salen verdugos a diestra y siniestra, por arriba y por abajo. Ahí está la razón de mi escepticismo y mi falta de esperanza. La desconfianza que siento por los diputados, es sólo comparable a la que siento por la mayoría de la gente del toro. Por ello, lo de echarse a la calle a defenderles la estafa, que lo haga la madre que los parió.

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México