Incluso, ni soñando con vestir  a Celine Dion de la Niña Pastori, o disfrazar a Elton John de Álvaro Domecq en pleno Caesars Palace. Resulta que mis primos dijeron ni hablar del peluquín, de eso del toreo nada y las primeras corridas se dieron en un ambiente casi idéntico a las de la Plaza México, es decir, con los tendidos a punto de aparecer vacíos.

El rito de la sangre y el sol cada día convence menos y a nosotros los taurinos se nos acaban los argumentos contundentes para defender nuestra fiesta. Lo de los toros, no se puede negar, es una tradición sangrienta y cruda por más arte que de ella emane. Hay que aceptarlo tal cual. Los reflectores de los grupos de protección a los animales apuntan a las plazas de toros. A pesar de que no sólo en la España negra y el México gris se atenta contra seres vivos. Ahí quedan las fotografías que circulan en el correo electrónico, referentes a las atroces matanzas de delfines ejecutadas por hombres cultos y del Primer Mundo -no se si capten el doble filo- pasándose por el arco del triunfo las solicitudes de las organizaciones ambientalistas internacionales. Carnicerías que se realizan en las islas Feroe, en Dinamarca, o en Taiji, en Japón, donde son masacrados decenas de miles de cetáceos de la manera más violenta y cruel. Ni el escenario taurino más activo queda tinto en sangre como los mares donde se realiza la brutal cacería. Pero, hablar de los beneficios económicos, ecológicos y la madre que los parió, obtenidos gracias al toreo sólo lleva a justificaciones arcaicas. La corrida de toros con sus barbaries para el toro y para el torero –que también la lleva y mucho-, debe aceptarse sin más como algo innecesario, pero con una enorme carga cultural, de arraigo y de tradición, cosas que tampoco se pueden negar.

Todo hubiera quedado en un intento mercantil si Don Bull, veleta según sople el viento, no se la hubiera querido brincar a la torera argumentando que las corridas incruentas son el futuro de la fiesta y una solución a la propuesta de las cortes catalanas en su afán de erradicarlas. Las faenas sin sangre son una pantomima a la que se prestaron algunos matadores desubicados y faltos o de vergüenza, o de dinero o de cultura taurina. Ahora, se me cuecen las habas para admirar las sabrosas “espantaas” que pegarán los que ya firmaron contrato y han de estar que se ahorcan por zafarse del ridículo compromiso. La cuestión es tan bufa, que en la feria de Las Vegas indultaron a un toro dos veces, o sea, no lo iban a matar por estar prohibido y luego, le perdonaron otra vez la vida dizque por salir muy bueno, me pregunto, a qué horas probaron la bravura con la pica. Permítanme que me revuelque de la risa.

Hablando de toros y delfines, especies entrañables y espléndidas donde las haya, vale la pena traer a colación, con las reservas del caso en cuanto a la validez de la fuente, el correo cibernético que circula y contiene una declaración de ese legendario marino francés, notable investigador y excelente amigo de los animales, Jacques Cousteau: “Solamente cuando el hombre haya vencido a la muerte y cuando lo imprevisible haya dejado de existir, morirá la Fiesta de Toros y con ella el reinado de la utopía; siendo así, el dios mitológico encarnado en el toro de lidia verterá en vano su sangre en el desagüe de un matadero lúgubre”. Eso aún cargando con todos los Don Bulls  que pasen al frente y los matadores que sin prejuicios los acompañen en la mercenaria actividad de intentar y obtener dinero trastocando lo fundamental de un rito tan noble, añejo y de lo más bizarro.

 

 

 

 

 

Crónica de José Antonio Luna