Por Dios santo. Ahora resulta que nadie tuvo la culpa. Que a todos los tomó por sorpresa, mirando para otra parte. A cualquier sitio, menos hacia el que deberían estar atentos. Claro, dirigían la mirada al lado que más les convenía. En la mañana sabatina, la noticia era que tres toros de Coaxamalucan, ganadería anunciada en los carteles, habían sido cambiados por una tercia de novillos de Rancho Seco. Que tal orden había sido girada por el matador Juan José Padilla y si alguien preguntaba algo, las razones se esfumaban sin que individuo alguno supiera cuál era el motivo. El juez Edgar Hernández Xicotencatl, que por cierto, llegó al sorteo rayando el cuaco, lo que quiere decir que no estuvo cuando los banderilleros enlotaron los toros -aparejando salomónicamente un cuatreño de Coaxa y un novillín de Rancho Seco para cada matador- autorizó la papeleta del azar con tres animales no aprobados por él, el día que tuvo a bien recibir el encierro.

El enojo del ganadero titular, don Juan Antonio González, era tal que se podían asar chiles en su espalda. Cuando se acercó a la autoridad preguntando la razón del rechazo de tres de sus toros, ésta no supo darle una explicación coherente, lo que es natural, aumentó su furia. Por su parte, la cofradía de banderilleros aconsejaba sabiamente a don Edgar explicándole que lo de lidiar los novillos de Rancho Seco en lugar de los toros de Coaxamalucan,  era lo más prudente para el bien de la fiesta -su fiesta- y para el bien de todos… ellos, por supuesto. Respecto a los apoderados, estos se teletransportaban y de momento estaban ahí y en un instante desaparecían sin dejar rastro, para aparecer en otro sitio del patio de cuadrillas menos comprometido. La administración del matador José Luis Angelino bien pudo obtener el premio Houdini de escapismo. A su vez, en los pasadizos de las corraletas, el juez trataba de convencer al padre de David Aguilar de que lidiar un novillo para graduarse de matador de toros, era un despropósito.

En resumen, todos querían jalar al muerto de las orejas, mientras el tiempo corría dando forma al chanchullo. Entre dimes y diretes hacían el don Tancredo de una manera espectacular, pues, si sentían que se les acercaba el morlaco de la honestidad, no movían un músculo esperando a que pasara de largo y de una vez por todas, que dieran las cuatro de la tarde. Pero es que como digo, se aseguraba que Juan José Padilla había mandado cambiar los toros. Por un momento, dado como soy a la novela, pensé que ese tal Padilla era un personaje de ficción, inexistente en la vida real, al que querían cargarle la cuenta, para darle cuerpo y sentido a la desesperante trama.

Así, sin que nadie supiera nada. Sonó el clarín y la tarde corrió también, sin que la mayoría de los asistentes se enterara de que les estaban viendo la cara. Sólo por allá, del tendido escapaba uno que otro grito de consciencia y rebeldía. La nuestra es una fiesta golfa en la que los intereses del público no cuentan para nada, y sí, mucho, los de los capos de la mafia, en un país en el que los patrones del mal se dan como conejos en Nueva Zelanda.

A veces, me gustaría explicarme cómo se fusionó el genoma colectivo de los mexicanos. Saber qué acontecimientos históricos, qué catástrofes, infortunios, calamidades, desdichas, maldiciones y adversidades, nos dejaron así de mansos capaces de tolerar lo intolerable. Ningún aficionado se quejó de que saltaran a la arena animales de una casa que no estaba anunciada. Casi nadie pitó a los novillines. El conformismo, la autodevaluación, el complejo de inferioridad y el desánimo se dieron con la regular persistencia con la que se nos dan siempre. La nuestra es una historia tan vieja, tan deprimente y tan humillante, que ya perdimos la costumbre de ser tratados decentemente. Por ello, cuando el filibustero Juan José Padilla abandonaba el ruedo sin haber clavado un sólo par de banderillas y sin haber hecho nada rescatable, fieles a nuestra infinita vulnerabilidad y acordes con nuestra permanente condición de nación saqueada, con una nobleza inadmisible la gente le aplaudía en vez de mandarlo al carajo por habernos echado a perder la tarde azul, ilusionada y calurosa.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
Profesor Cultura y Arte Taurino 
UPAEP 
Puebla, México