Ustedes van a perdonar, pero como ser humano tengo derecho a la incongruencia. Así que se los digo sin cortapisas, no lo soporto. La estampa me violenta y me avergüenza.

 

Veamos de qué va esta felonía. Estamos en la mañana del segundo martes de septiembre. Como cada año, se abre la puerta del corral y una multitud a pie y a caballo, conduce al toro bravo hacia el campo hasta una marca que señala el territorio en el que el perseguidor se convierte en perseguido. La chusma enardecida libra las acometidas y aprovecha las oportunidades para atacar en un torneo que más bien parece un linchamiento. Son los lanceros de Tordesillas y su tradición del toro de la Vega. Lo acosan, lo acorralan y después de un suplicio de polvo, agotamiento y sangre, por fin, lo matan. Claro que ésta salvajada posee sus reglas. Por ejemplo, que el animal tiene la posibilidad de salvarse si es que libra una distancia determinada, cosa que ha ocurrido una sola vez. También, es norma que el primer participante que alancea al cornúpeta será quien debe finiquitarlo, o como sucedió este año, el torneo de mis partes nobles se declaró invalidado, porque el que dio cuenta del toro fue un jinete y no un bárbaro de a pie como manda el reglamento.

 

La incongruencia de la que hablé en los primeros renglones me lleva a declarar que amo las corridas de toros.

 

Encuentro apasionante que un hombre genere belleza en la estética de un acoplamiento entre la inteligencia y la fuerza. Me conmueve haber conocido que lo de los toros no es una lucha entre seres de dos especies, sino un rito de valor y bravura. La única batalla es la que se libra en el corazón del torero: Coraje contra cobardía, voluntad de estar frente a la intensión de quitarse, las ganas irreprimibles de ser que lo llevan a poner las femorales a tres centímetros de los pitones. Que ese hombre asuma voluntariamente el riesgo de morir por expresarse, me subyuga. Durante la mayor parte de la lidia, en la arena sólo deben estar el toro y el torero, frente a frente, en la inmensa soledad del ruedo. En ese interactuar, el matador nunca atacará a mansalva, es decir, no engañará al toro para clavarle la espada sorpresivamente, por ejemplo, en un costado. Cuando el diestro se tira a matar, lo hace mostrando el pecho y yéndose recto tras la espada. Es cierto, la lid casi siempre la gana el torero. Así debe ser. Es el triunfo del hombre que se asoma al misterio de la muerte. Palabras más palabras menos, dice el filósofo francés Francis Wolff que si no fuera así el toreo sería un circo romano. Y nótese que dije casi, porque de tarde en tarde, la escena se sale del argumento y el traje rasgado cambia los destellos de oro por muestras de miseria humana. Entonces, es el torero el que gira enganchado al cuerno en una espiral que termina en la funeraria.

 

Ya sé que me va llover achacándome la enorme sensibilidad hacia los animales que corona mi afición a los toros. Sin embargo, la frontera es lejana. Las palabras que cambian el discurso son soledad, valor, temple y proceder leal. Para el caso da lo mismo, dirán, pero no. El toreo es un asunto muy diferente, si lo creen o no, no importa. El toro de la Vega es la tortura a un animal por una multitud de desquiciados que se ceban en él. Cientos de fulanos hiriendo a mansalva e impunemente a un ser temeroso, sea una zorra, un tigre o un toro, es cosa que repudio. Tras los matorrales, asombrado, triste, temblando y vencido, el toro se desploma. Ustedes se preguntarán que cómo sé lo que siente el toro. Simple, porque yo también soy un animal. Frase, ésta última, de regalo para facilitarles la redacción a los que van escribir para mandarme por las cocas.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México