Fue un tipo duro y de los guapos. De muy buenas hechuras y tremendamente serio. Su larga estirpe lo empujó a ir cada vez a más, peleando con coraje y a no sentirse vencido aun estándolo. Fiel a su casta nunca renunció a la lucha. Sarda la capa, o sea, de las que se pintan de tres pelos, colorados, blancos y negros. Con cinco largos años de vida a cuestas sabía a la perfección de que le iban los maderos que ensortijaban su cabeza. Unos cuernos espectaculares como para adornar cantinas. Leña astifina y de gran envergadura de las que uno agradece no portar coleta ni estar en el ruedo. Largo, musculoso, fino y soberbio, recorría la arena desatando tempestades en la milenaria plaza de Arles.

De que su pasar por el ruedo sería inolvidable lo dejó en claro cuando el inexperto diestro francés salió a decirle “hola buenas, soy Marco Leal” y él, le respondió con una acometida de quinientos cuarenta y cinco kilos que te cagas, arrancándole con violencia el trapo de las manos. A manera de sabia advertencia le dejó una perforación en el percal. Luego, como el matador no supo ponerlo correctamente al caballo, “Lagarto”, que tal era el nombre de este ejemplar que la casa Cebada Gago había criado con tanta dedicación, se colocó por sí mismo y sólo bastó un cite del picador para que se arrancara con la intensión de dejar el peto como falda de bailarina tailandesa. Para la segunda vara lo apostaron aún más lejos. Nuevamente, bastó un grito del picador y con la solemnidad propia de su linaje campaneó la cabeza, alucinó un segundo y se arrancó de largo al galope, franco como una flecha, sin el menor titubeo.

El tercer envite fue aún más lejano. Otra vez, no lo dudó ni un momento y volvió a dispararse en línea recta. De esta manera, lo hizo dos veces más. Ya no cabía la menor duda. Pero no quedaba claro si la cuestión era mostrar las condiciones de una bravura en todo su esplendor o quebrantarlo bien, porque se veía a leguas que en la muleta iba a hacer pasar a Marco Leal, falto de oficio y conocimiento, toditas las penas del infierno. Dijo Antoñete con mucha razón, que los buenos toros deberían tener el derecho de elegir a su matador.

La lucha fue hacia adelante y metiendo la cabeza abajo. Su agresividad quedó más que confirmada cuando en el burladero de aguantar, atisbando a los peones que estaban por dentro de barrera, “Lagarto” intentó saltarla no por manso, sino porque tenía unas ganas muy grandes de reventarlos. 

De arrancada pronta a los cites de banderillas y con el hocico cerrado hasta el final de la faena, “Lagarto” fue un himno a la bravura y a la nobleza. Tenía mucho peligro, claro, era un toro con toda la barba, de esos a los que no se les puede dudar ni tantito, porque, entonces, trastocan su embestida acompasada en un derrote de muerte y basta que el torero cometa un solo error para que el toro se oriente y le abra un ojal. 

¿Qué es el misterio de la bravura?. Tal vez, nunca lleguemos a comprenderlo. Pero a veces, la reconocemos plantada en la arena haciéndonos sentir la magia de su emoción. Sin desmayo, la estirpe de toros ancestrales que le corría por las venas empujaba a “Lagarto” a no renunciar ni una sola vez a la voz del picador ni a la del diestro. La embestida entregada, siempre agresiva, seguía al trapo cumpliendo al llamado de su casta. Su moneda, acuñada en el oro de la nobleza, lo llevó hasta la muerte sin detenerse a mirar lo que dejaba a atrás. La tarde se le escapó por el ocaso rojo de su morrillo. Toros como este, calientan la grandeza del toreo hasta el punto que ni por asomo alcanzan muchos toreros. La escena final fue conmovedora, porque cuando un toro como “Lagarto” herido de muerte se desploma, es como si uno estuviera viendo venirse a tierra una catedral.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México