Con sus tumultos y las camisetas bañadas en vino, han terminado los sanfermines y casi se me pasa rendir mi homenaje anual a Ernesto Hemingway y a su relación con Pamplona. Después de un viaje a España, estando ya en París, Hemingway cuenta a su amiga Gertrude Stein que en Madrid ha asistido a una corrida de toros y que se ha hecho amigo del matador Nicanor Villalta. Sorprendida por el entusiasmo con que el escritor relata su experiencia, la amiga le recomienda viajar a Pamplona a la feria de San Fermín.

La tarde del seis de julio de 1923, es decir, hace noventa años, Ernesto Hemingway llega a Pamplona atraído por lo que le habían contado. Le han dicho que allí los hombres de la pequeña ciudad, adultos y jóvenes, cada mañana y mientras dura la feria, corren acompañando a los toros desde un corral hasta los chiqueros de la plaza. La idea de que la mitad de los moradores corra delante de los toros que han de ser lidiados por la tarde, mientras la otra mitad observa esa carrera, lo subyuga.

En ese entonces, Hemingway escribía para el Toronto Star Weekly. De esta primera estancia surge un artículo con todas las características propias del escritor norteamericano. Su colaboración para el semanario canadiense lleva una fuerte dosis de sensacionalismo y magnifica los acontecimientos. Esa crónica va a mostrar una tradición que lleva pocos años, pero que ha de maravillar al mundo y que terminará por convertirse en la parte de la tauromaquia más globalizada y cosmopolita.

La magia de Hemingway, con sus triunfos y sus derrotas, con sus talentos y sus vicios, estribaba en su pasión por la vida que nunca le dejó contentarse con ser un simple observador. Él amaba a las mujeres, gozaba el vino, idolatraba a los toreros, era amigo por igual de las figuras que de los peones y de los mozos de espadas. Incluso, en alguna ocasión corrió el encierro y después, fue a lo de las vaquillas a la plaza de toros, en la que auxiliando a un amigo, la vaca lo derribó sin mayores consecuencias. Un diario estadounidense publicó que un periodista de ese país había sido brutalmente aporreado por un toro en una corrida, cosa que el escritor lejos de desmentir se dedicó a refrendar con toda la parafernalia.

Del maridaje Hemingway – Pamplona, surge la novela Fiesta. El guiri ha sido testigo presencial de la primera cogida de muerte a un corredor. Esteban Domeño Laborra, en el encierro del 13 de julio de 1924, fue alcanzado por un toro del Conde de Santa Coloma y muere  después de treinta horas de agonía. El escritor asombrado ante los juegos atribulados en los que se pone en riesgo la existencia, ha entendido la tauromaquia en sus recovecos más profundos. Sabe a ciencia cierta que la corrida nunca será un deporte y mucho menos un enfrentamiento. El premio nobel de literatura ha comprendido desde el primer momento, que lo de los toros es una relación muy a la española en la que dos seres que han trenzado su existencia y no pueden vivir uno sin el otro, terminan por herirse a muerte.

Fiesta es la novela que, de cierta manera, contribuyó a convertir en universal una festividad provinciana, también, deja en claro esa relación entrañable que existe desde hace tres siglos, la de la literatura y los toros. El tiempo olvidado entre las páginas de ese relato junto con el fantasma de Ernesto Hemingway, se despiertan cada siete de julio y pasean por las calles de Pamplona, cuando tras los mozos corre la muerte, aunque si se mira bien, es la vida la que los persigue como un río desbordado, incontenible, fascinante.

 
 
 
José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México