El misterio y el milagro se hallan en la fuerza interior que mueve a un hombre que está pasando mucha jindama, a sobreponerse y quedarse quieto justo ahí, sumido en el conflicto interior donde convergen su instinto de sobrevivencia, su vocación y su carácter, junto al peligro latente de morir. Lo anterior al cuento por un festival privado; en el cartel cuelgan los nombres de Rafael Ortega, Alejandro Ferrer y Arturo Macías. 6 de Marcos Garfias 6. El reloj marca las dos de la tarde y el sol cae a plomo sobre la arena. Las notas del pasodoble revientan como los botones de los rosales que están a un lado de la plaza, un río de rosas a los pies de las imágenes de la Virgen de la Macarena y del Cristo del Gran Poder. Los colores que designan a las rosas: labios de mujer, luto de Juárez –la primera, jaspeada entre carmín y rosa; la segunda, rojo intenso casi negro- se parecen en lo poético a los nombres que le damos a los vestidos de la gente de coleta, por decir algo: espuma de mar y oro, nazareno y azabache.

Aquí, tras la barrera todo se ve color de rosa. Pero no así para Alejandro Ferrer que tiene frente al capote a un toro hondo, con leña en la cabeza y que se percibe, ha rebasado los cinco años. El torero con el rostro pálido está tragando paquete, pero se la juega sin cortapisas y por ello, tiene que ser dueño de sus actos y de sus decisiones. Los viejos revisteros taurinos llamaban empeño a esa voluntad inquebrantable de imponerse a circunstancias tan difíciles, en el toreo ninguna es fácil. Alejandro dice hola, buenas, con un par de lances de tanteo y el cinqueño se acuesta por los dos lados. Es complicado engañar al toro maduro, pero el matador poco a poco se va adueñando de la situación. Se acomoda por el derecho y veroniquea a gusto por ese lado. A la hora de presentar la muleta el burel se queda corto y hay que empezar desde el principio, o sea, enseñándole a pasar más largo. Gracias al valor porfiado, el diestro logra sacar ramos de naturales encendidos como las rosas de las que hablábamos. Cuando los toreros se vencen a sí mismos, provocan un respeto imponente. El toreo es hazaña, siempre lo digo. Todos los espadas tienen miedo, si alguno afirma lo contrario o es un mentiroso, o un loco o un inconsciente. Es la capacidad de dominarlo, de tener la sangre fría lo que devuelve la figura mítica al hombre empeñoso que se planta frente al toro. Alejandro Ferrer dispuesto a pagarlo con las femorales, le está poniendo precio al arte. Por fuera, tan cerca y a la vez tan lejos, un río de rosas felices y bellas se levantan al sol brillante de un día de fiesta, ajenas no saben ni tienen por que saberlo, el drama que se está viviendo en el ruedo.

 

 

 

 

 

 

              Desde Puebla (México), crónica de José Antonio Alarcón