Desde que apareció nos hizo contener el aliento, no sólo por su estampa, sino por su bravura espléndida. “Mazapán” tuvo esa fiereza que ya no se estila en las corridas de toros. Hay muchas historias y crónicas con toreros como protagonistas, pero las que se escribieron en relación a la tarde del domingo pasado en la Plaza México son para “Mazapán”, un burraco de muy bella lámina y bien armado nacido en la ganadería de don Juan Pedro Barroso.

El toro salió a la arena y arrancó la exclamación que provocan las sorpresas más gratas. Lomos negros como cielo de tormenta y salpicado de manchas blancas como gotas de aguacero. Ya sus dos hermanos habían dejado en claro con su trapío, que al ganadero no le gustan las mentiras ni las trampas. Si “Mazapán” en los primeros lances volteó contrario, pronto enderezó el camino y ya en la revolera silvetista comunicó a todos de qué manera iba a acomodar los pitones. En las caleserinas nos dijo que estaba dispuesto a ir y venir a todo lo largo de la playa. Todavía, en el prólogo de la faena de muleta, Silveti se quedó quieto como una vela en los ayudados por alto. Luego, la obra cambió de rumbo, el diestro escondió la pierna que debió echar para adelante, toreó con el pico y despidiendo para afuera, en cambio, “Mazapán” a pesar de haber sido lidiado así, fue a más y a más, demostrando su gran raza.

El capitán de fragata Diego Silveti no pudo controlar la nave y se fue a pique, naufragando a duros cates frente a la tormenta de olas embravecidas que era “Mazapán”. En el mar muerto que es el toreo mexicano, ya no hay jefes marineros capaces de enfrentar la tormenta perfecta que es un toro de casta. Si algún día en Madrid, a Silveti le dieron una oreja por aguantar los granizos golpeándole la cabeza, el domingo se la regalaron por las dos palizas que le arrió el encastado burraco. Oreja baratísima. Alguna vez dijo Antoñete que los toros también deberían tener la prebenda de elegir a su matador. La verdad es que “Mazapán” fue un toro de bandera que cayó en manos del coleta de Irapuato y ahí quedó la cosa. En otra muleta la historia habría sido de escándalo.

La corrida fue de toros y eso le dio otra dimensión a la tarde. Qué importa si en un encierro salen cinco regulares o malos, pero entre la media docena viene un toro tan enrazado como este jaraleño. Todos pelearon en varas empujando con los riñones. Hubo dos tumbos espectaculares “y lo que le sigue” diría la niña. Pencos a tierra, es que pa’ los toros del Jaral de Peñas no trajeron los caballos de allá mesmo.

En lo que respecta a los otros diestros que completaron la terna, tampoco largaron velas. Talavante estuvo muy acertado en sus lidias, aunque no pudo bordar las cosas bonitas y sin fondo que acostumbra. Por su parte, Arturo Saldívar mostró un desbarajustado catálogo de lances y una faena sin ninguna estructura en la que perdido, recorrió todas las áreas del círculo. Se esfumaron las promesas de Tauromagia, que fueron más idealizadas que verdaderas.

Los toreros mexicanos de hoy ya no saben qué hacer con un verdadero toro. Es que se les va la vida triunfando con buen viento y mar en calma. Plazas mediocres como Pachuca, Tlaxcala, Querétaro, Aguascalientes, Monterrey y Puebla, entre otras, les regalan gloria de a dos pesos. En esas plazas tan trascendentales, las figuras de la baraja nacional son los amos y torean tan magistralmente a los erales, que es una fascinación verlos. Salen a hombros todas las tardes y no les alcanzan los días para contar las orejas cortadas. El frentazo llega el día que se las ven con un toro serio y bravo. La verdad siempre sale a flote, pero entenderlo cuesta un rato largo. Para ello hace falta ser lúcido, honesto y no escuchar a los malos consejeros. Son tardes aciagas que no se pueden brincar a la torera y que la lección se aprende como esta, con un “Mazapán” atorado en la garganta.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México