Bailo hip hop frente al  mostrador de la recepcionista. El tiempo corre inexorable y la existencia -en este trozo de mundo que es el departamento de servicio de la agencia automotriz- se ha detenido angustiosamente en una pausa interminable.

-Se cayó el sistema, señor. Me ha informado la señorita, mientras el que esto escribe, sin remedio piensa en Manuel Bartlet, genio insuperable de las zancadillas al sistema. La encargada de atender a la clientela ya me ha hecho saber que de un momento a otro estará mi unidad. La desesperación me hace alucinar y pienso: ¿qué pasaría si se llevan un par de coches, le participarían a uno sobre sus dos unidades?. Filosofía del absurdo. Sin embargo, solo es una alucinación debida al alto grado de estrés que me ha generado la situación extrema en que me encuentro. Mi cerebro empieza a sufrir graves patinones. Son las siete con diez minutos y la corrida empieza a las ocho de la noche.

Para serenarme, opto por sentarme y tomó el diario que está sobre la mesa de la sala de espera. Maldición gitana, en la primera plana de la sección de deportes están las fotografías de los seis toros de la Ganadería de San José que van a ser lidiados en cincuenta minutos. Irreprochables, preciosos, pienso. El vistazo es lacerante, así que de un brinco me pongo de pie y recurro nuevamente a la señorita de la recepción.

-Todavía no, señor. En un momento. Ya nos ha pasado y es cosa de instantes. Me comunica más descarada que un Miura de cinco años. Unos instantes, pero plutonianos, pienso yo. Ahora, me retuerzo como contorsionista frente a la mujer, que finge que no existo y mira sin mirarme. Se me ocurre, que estaría genial una tele transportación que me llevara en segundos de ese martirio, al callejón de la plaza de toros. Quizá en el futuro, pero en la actualidad, será cosa de recorrer las calles en reparación de esta Puebla bombardeada por la falta de planeación. Un laberinto y sin la posibilidad de ver cómo mete la cabeza el minotauro.

Llega una asistente a ofrecernos -a mí y a los otros clientes- una taza de café. ¿Sabe qué?, nada de cafés, lo que me darían ganas es de sumergir a sus computadoras en un tonel de ácido como lo hacía Walter White en Breaking bad. Son las siete y quince. Hago mis cálculos, diseño rutas, selecciono estacionamientos, tengo otros cinco minutos y aún puedo llegar a tiempo.

Diez minutos después empiezo a suponer que ya valí madres. Bueno, le haré como turista gringo, llego tarde. Tal vez, al segundo toro. Total, quedarían cinco y el del boleto, casi nunca es el primero. En ese momento, se inician los mensajes telefónicos de los amigos. ¿En dónde andas?. ¿Ya llegas?. ¿Qué haces?, villamelón. No contesto. ¿Para qué?, ya conozco la máxima, “los días de toros no se hace otra cosa más que ir a los toros”. Imagino que tengo en las manos un Kalashnikov y que me acerco al mostrador a exigir que me den mi coche de una puta vez o les arreglo su asunto a la michoacana.

Decido hacer nudos marineros con mi intestino. Por fin aparece un supervisor que lleva calada una bata blanca. Habla con la señorita y esta me señala con los ojos. El hombre disfrazado de médico de unidades motoras, al punto pretende ofrecerme el servicio a frenos en un discurso adornado con palabras como balatas, discos y las cinco frenadas que me quedan antes de acabar como palomilla en parabrisas de autobús. Lo mando al carajo por la corta, que es por donde también me quisiera ir yo. “Entonces pase a la caja”, me indica secamente por no haber caído en sus manos. Son las ocho y veinte de la noche y yo tengo un humor que me sale humo por las orejas. Claudico, me largo a casa.

Lo demás ya lo saben, que la corrida -en una excepción incomprensible para ser lidiada en El Relicario- tuvo peso, edad y trapío. Hay, incluso, torturadores que suponen con un alto grado de certeza que los toros iban en puntas. Dicen, también, que los toreros estuvieron a la altura, que Joselito Adame lidió con su maestría acostumbrada, Saldivar se la jugó con la furia de un jabalí y que hasta Diego Silveti se arrimó. Afirman que el estreno del Matador José Antonio Gaona, como autoridad máxima fue destacadísimo y que no permitió ninguna triquiñuela. Desde el rincón de los frustrados, reflexiono con resignación, una de las muy pocas corridas de toros que se han dado en ese Relicario de mis partes nobles y yo, varado en una agencia automotriz. O sea, haber ido a tantas y tantas pachangas intrascendentes y luego, haber faltado a la corrida de verdad. Si lo mío con esa plaza es una expiación, un karma, un intenso e inacabable dolor de huevos.

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México