Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

“Ahí, queda eso” habrá pensado y ahí quedó para siempre, señalando en una suerte torera el camino que conduce a la eternidad. Al terminar el tercio, el picador Anderson Murillo había alcanzado la gloria.
Con toda parsimonia citó al toro que con su capote de vuelos azules, el matador Luis Francisco Esplá había dejado en suerte. El primer puyazo fue muy bueno, pero lo mejor estaba por venir. Al segundo encuentro, tras un remate muy vistoso y efectivo, Esplá situó al toro lejos. Entonces, Anderson Murillo, desde el caballo de pica y más sólo que la luna, terminó de colocar al toro. Para hacerlo, daba golpes en la arena con la arandela. Además, hacía caminar al jaco hacia adelante, el hombre se levantaba en los estribos, alzaba el brazo derecho con la puya y también alzaba la voz citando con gallardía. Como el toro no decidía la arrancada, el jinete reculaba su cabalgadura, daba un pequeño giro pegado a tablas y volvía a citar jaleando con la voz. Cuando el toro quiso se arrancó al galope y Murillo que lo esperaba ofreciendo el pecho del caballo, movió la rienda para dar el costado, eso es torear a caballo, y clavó la puya en el sitio exacto, “Bodegón” que así se llamó aquel toro de Victorino Martín, metió la cabeza bajo el estribo. Sin bombear ni tapando la salida, el picador aguantó la reunión castigando con rigor, pero en la dosis exacta. El puyazo fue supremo, porque además, el toro acometió decidido, pero zigzagueando, a lo que el varilarguero tuvo la serenidad y el tino para prenderlo en todo lo alto.
Como en la tauromaquia somos dados a la hipérbole, figura de retórica que enaltece y exagera un hecho o una condición para ponderarla más allá de lo verosímil, no me tiembla la mano al escribir apoyado en el afecto, que ese ha sido el mejor puyazo del toreo moderno, o sea, el que empezó en el siglo dieciocho con CostillaresPepe-Hillo y los Romero.
Cuando se deshizo la reunión entre “Bodegón” y el piquero, la plaza de Las Ventas era un clamor. El público aplaudía como si quisiera provocar un terremoto, la gente estaba fuera de sí, porque aficionados de toda la vida y espectadores recientes estaban descubriendo la suerte de varas en todo su esplendor. La apostura y la casta torera de un picador habían provocado el delirio. No era para menos, estaban siendo testigos de la escritura del capítulo Tercio de Varas de una sublime Tauromaquia.
Sin embargo, nada nuevo había ocurrido esa tarde, nada que no hubieran visto los viejos aficionados cuando la suerte del puyazo tenía esplendor y no era la triste pantomima en que se ha convertido. Hoy, se da un arañazo con la puya y a otra cosa, salvadas sean muy contadas excepciones, porque el matador no manda, el picador se molesta si le dejan lejos al cornúpeta y el ganadero cría unos pobres jovencitos debiluchos, que si les clavan la puya como está mandado, los toritos se quedan parados con blandura borreguil. Encima, como los buenos aficionados o se murieron o ya no van a la plaza, los espectadores aplauden fervorosos si al morlaco sólo le señalan el puyazo.
Mientras colocaban al toro para la tercera vara, Murillo, muy de a caballo, agradecido acariciaba a su jaco al tiempo que le hablaba, le estaría diciendo dulzuras. Para este puyazo, el picador muy campero, de nuevo golpeaba la arena con el palo y cuando “Bodegón”, que era cárdeno oscuro, paliabierto y ojalado con una mancha grande más clara alrededor del ojo derecho como si estuviera remendado, se arrancó, Murillo repitió el procedimiento y lo volvió a agarrar en todo lo alto. El tendido entró en un frenesí que parecía que no iba a acabar nunca, todos presentían que habían sido testigos de algo escrito con letras de oro en la Historia del Toreo. Las mujeres lanzaban claveles al picador y este se tuvo que destocar para agradecer la ovación, alguien le arrojó un sombrero colombiano y así, cubierto con un tocado de su tierra, al tiempo que saludaba con el castoreño, salió del ruedo.
Eso tiene el toreo verdadero, que aunque los viejos lo hayan olvidado y los nuevos aficionados no lo conozcan, cuando algo se hace apegado a la más pura ortodoxia, la emoción colectiva es irreprimible e incomparable.
Al final de la lidia, el presidente no concedió a Esplá la oreja, pero, con una tremenda ovación, el público le pidió que diera la vuelta al ruedo, El maestro, sensible e inteligente, sacó a Anderson Murillo a que lo acompañara en el recorrido circular.
El domingo pasado, murió Anderson Murillo y uno, sin conocerlo en persona, se entristece y piensa –perdonen el absurdo- que se muere gente que no debería de morirse. Conmovido rendí un sentido homenaje, un gesto de gratitud a ese picador, que con su oficiar valiente e impecable, nos recordó lo bella que es la suerte de varas. Busqué en Internet el video de aquella tarde, les ahorro el esfuerzo: “Bodegón, Esplá y A Murillo”. Eso, junto con estos renglones, son mi sentida manifestación de cariño y simpatía por él, porque es uno de esos seres que adornan mi existencia, escenas que guardo en mi memoria como un tesoro, junto con lo que me han dejado pintores, músicos, poetas, novelistas, toreros y muchos más. Tres puyazos fueron  la faena de una figura del toreo, que pundonoroso puso todo lo que estaba de su parte. Un precioso y bizarro tercio de varas. Anderson Murillo era un artista y un hombre de honor.