Allí, con el dedo índice en alto, pide una oportunidad a la empresa. Luego, pega un derechazo de salón como para hacer saber a la concurrencia que es un novillero de buenas maneras y a continuación, señala el piso insistentemente  dando a conocer que quiere presentarse en la capital tapatía. Después, gira muy garboso saludando al tendido como los grandes toreros. La mano inclinada y los dedos rectos hacia arriba a la altura de los ojos. Estaba en esas, cuando algún infeliz muy estúpido o muy malaleche –en este país esas dos características van de la mano- ha abierto la puerta de toriles y sin que el de las peticiones lo note, a toda máquina se le viene encima un tren cárdeno claro, de pitones astifinos. Al hombre lo alertan los gritos del público, pero es demasiado tarde. Desde luego el merengue no se conmueve ni dos rayitas y se lo lleva de corbata en un revolcón de ay Jonás dijo la ballena. El tipo se levanta y parece que la ha librado sólo con los golpes consecuentes y una empolvada de la que sale como pambazo. Todavía, sin darse cuenta de lo que ha pasado, insiste solicitando nuevamente una oportunidad. Por último, se encamina a la barrera cuando afloja la pierna y se percata que trae un tremendo cate. El pitón le ha atravesado el muslo. Nada más verse la cornada y derrumbarse fueron la misma cosa. En ese momento, ya lo arrastra un peón y los areneros corren diligentes a apoyar la acción. Entonces, el cárdeno vuelve a apuntar los pitacos en dirección del grupo y el gachó como puede se incorpora ayudado por los integrantes de los servicios de plaza. La distancia se acorta peligrosamente y hay que saltar la barrera. Aquí es donde aparece nuestro quijote vestido de camisola roja y pantalón blanco. Aguanta hasta el último instante y “desface el entuerto” llevándose al cornúpeta pegado a los riñones. Nuestro héroe que ha distraído al novillo, en el último instante, alcanza el burladero más cercano sintiendo el pitón rozándole la espalda. Por su parte, el zoquete que, cargado de idealismo, nula malicia y una imprudencia que te cagas, provocó el desaguisado, no consigue saltar la barrera desplomándose inconsciente y cuan largo es en el ruedo. Si no es por el monosabio, las pezuñas le hubieran bailado un jarabe tapatío encima y los pitones le hubieran obsequiado más leñazos.

Al caso, es inevitable pensar en Simón Cárdenas, arenero del Toreo de la Condesa. Era la tarde del 14 de marzo de 1937. “Suerte buena” de San Mateo ya le había arreglado su asunto a Alberto Balderas, que al intentar un quite se llevó un tabaco de pronóstico reservado en el muslo izquierdo. A los pocos minutos, el endiablado ejemplar dio cuenta de Luis Castro El Soldado cuando ponía banderillas. El pitón encarnó en la ingle izquierda. Como se puede ver, ese toro manifestaba una marcada tendencia izquierdista. El asistir los monosabios al matador derribado en la arena dio motivo a la hazaña. Cumpliendo una de sus labores se apresuran a auxiliar al segundo herido, sin embargo, el animal de marras hace por la tropa. Lo depositan en el suelo para ponerse a salvo. A la sazón, Simón Cárdenas sin parar mientes en el serio peligro que corre, se ofrenda echándose encima del diestro de Mixcoac y lo cubre a cuerpo limpio. Su entrega salva la vida del coleta, o por lo menos, lo libra de un segundo arropón que seguramente lo hubiera dejado mucho peor. A veces, no son los de luces los que escriben la historia, como éste ayudante del domingo en Guadalajara. Hombres de una pieza. Personas humildes que emparejan la arena en los entreactos, pero que van sobrados si se tercia poner su menda por salvar la del prójimo.